domingo, 25 de julio de 2010

Las preguntas-balanza de Rayuela


DGD: Paisajes-Serie ártica 16, 2009
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Las preguntas-balanza son inicialmente mencionadas en el cap. 40: “A veces Talita se sentaba frente a Oliveira para hacer juegos con el cementerio, o desafiarse a las preguntas-balanza que era otro juego que habían inventado con Traveler y que los divertía mucho”. El lector no averigua sino que es un juego creado por los personajes. En el cap. 41 viene la puesta en práctica:
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—Mirá, hasta que vuelva ese idiota de Manú con el sombrero, lo que podemos hacer es jugar a las preguntas-balanza.
___—Dale —dijo Talita—. Justamente ayer preparé unas cuantas, para que sepas.
___—Muy bien. Yo empiezo y cada uno hace una pregunta-balanza.
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Entonces Oliveira y Talita pasan directamente al juego: del lector depende deducir las reglas, tal como sucede con las más exaltantes propuestas de Rayuela. De modo muy curioso, la crítica (aun la más dispuesta al juego) se ha ocupado apenas de las preguntas-balanza (lo opuesto sucede con el glíglico, acerca del cual ha corrido abundante tinta). Cuando mucho se las equipara, como escribe Andrés Amorós, con aquellas experimentaciones lingüísticas de Rayuela en las que “se hacen malabarismos con las ideas, se suscitan asociaciones insólitas, se corroe la seriedad ceremoniosa”.
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En la novela, en efecto, varias de estas búsquedas se concentran en los “juegos en el cementerio” del cap. 41, pero entre todos ellos hay uno que tiene metas mucho más altas que los demás: el de las preguntas-balanza. Sólo en éstas hay una verdadera trascendencia poética.
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Por los diálogos sabemos que los personajes las han preparado: no son ocurrencias sino frutos de una búsqueda que Oliveira y Talita han hecho previamente, de modo solitario, sirviéndose del diccionario (el “diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete”: es a éste al que llaman “el cementerio”); sabemos también que las han memorizado para enunciarlas en el momento del juego, del duelo verbal. Oliveira formula la primera pregunta-balanza:
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La operación que consiste en depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido, valiéndose de corrientes eléctricas, ¿no es una embarcación antigua, de vela latina, de unas cien toneladas de porte?
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Talita contraataca con esta otra pregunta-balanza:
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Andar de aquí para allá, vagar, desviar el golpe de un arma, perfumar con algalia, y ajustar el pago del diezmo de los frutos en verde, ¿no equivale a cualquiera de los jugos vegetales destinados a la alimentación, como vino, aceite, etc.?
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¿En qué consiste este juego? Lectores bien intencionados pero que no suelen convivir con la poesía han llegado a entender a las preguntas-balanza como una especie de adivinanzas. Ya que están formadas por definiciones obtenidas del diccionario y casi nunca incluyen a la palabra definida, estos lectores piensan que se trata de adivinar de qué palabra se trata, aunque acaban por aceptar que, luego de esa faena extremadamente ardua, el camino se detiene: localizar los términos de origen no implica un juego sino una actividad seca y morosa. Escribe uno de estos lectores en una página de Internet: “La operación de bañar en metal utilizando electricidad puede ser galvanoplastia. Perfumar con algalia es algaliar. Pero esto no aclara mucho la cosa”. Aclara, al menos, el hecho de que no es ese el sentido de este juego.
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Magnífico ejercicio para incursionar en la simultaneidad, las preguntas-balanza son búsquedas de la metáfora inaudita. “Quizá la historia universal”, pensaba Borges, “es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas” (“La esfera de Pascal”). Si se acepta la definición de metáfora como un recurso literario (tropo) que consiste en identificar dos términos entre los cuales se descubre alguna similitud, la idea de una balanza queda establecida como paradigma de relación: en cada plato de esa balanza son colocados respectivos términos (y, por implicación, los campos semánticos a que cada uno pertenece) que hasta ese momento habían parecido lejanos o inconexos. Cuando la balanza permanece en perfecto equilibrio se demuestra que “pesan” lo mismo, es decir, que son lo mismo. En el fondo, toda metáfora es una pregunta: ¿esto no es esto otro? (Dicho de otra forma: toda metáfora verdadera se coloca en el fondo, más allá de los límites implícitos en los campos semánticos. Es una forma de romperlos, o bien de mostrarlos meramente convencionales.)
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En la simple metáfora bolerística “Tus ojos son como luceros”, dos sustantivos pertenecientes a distintos campos semánticos son “pesados” en la hipotética balanza: “ojos” en un plato (y todo lo que su campo semántico relaciona: mirada, párpados, retina, etcétera), “luceros” en el otro (y estrellas, firmamento, constelación, etcétera); la fórmula “son como” actúa como el fiel de la balanza.
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Cabe anotar, por cierto, que la metáfora, aunque sólo suele usarse en una dirección, actúa también en la dirección inversa. Cuando se dice “Tus ojos son como luceros”, el milagro perceptual implica asimismo la posibilidad de contemplar a los luceros como ojos. La bi-direccionalidad es también una simultaneidad. “Ojos” y “luceros” intercambian atributos: los respectivos campos semánticos se entrelazan hasta fusionarse. En la aparente uni-direccionalidad del tiempo puede señalarse el instante en que ese descubrimiento fue hecho (sucesividad), pero esa relación-identidad existió y existirá desde siempre (simultaneidad). No a otra cosa se refiere la pregunta nuclear de la metáfora, que puede matizarse así: en el fondo, ¿esto no es esto otro, no lo ha sido siempre y lo será?
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Según los teóricos Ivor Armstrong Richards y Charles K. Ogden (The Meaning of Meaning, 1923), la metáfora posee tres niveles: tenor, vehículo y fundamento. El tenor es aquello a lo que la metáfora se refiere, el término literal. El vehículo corresponde a lo que se dice, el término figurado. El fundamento es la relación existente entre el tenor y el vehículo (el discurso). En la metáfora “Tus ojos son como luceros”, “tus ojos” es el tenor, “luceros” el vehículo y el fundamento correspondería a aquello que hace posible la comparación, en este caso el brillo (de los ojos, de los luceros). Cuando aparecen los tres niveles se habla de “metáfora explícita”; cuando el tenor no aparece, de “metáfora implícita” (como en “los lagos de tu rostro”).
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El habla cotidiana está llena de metáforas que buscan ampliar el significado “normal” de las palabras: “se me hace agua la boca”, “andas en las nubes”, “me hierve la sangre”, “la cresta de la ola”, “el ojo de la aguja”, “la pata de la silla”, “el brazo del sillón”, “el ojo del huracán”, “dientes de ajo”, “la copa del árbol”, “la falda de la montaña”, etcétera. No otra es la gran aspiración del arte: multiplicar los significados de forma ilimitada hasta llegar a describir lo desconocido, lo imposible, lo inaudito, lo paradójico, lo contradictorio, lo inasible, lo invisible, lo inefable.
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Cuando el milagro metafórico encuentra semejanza entre campos semánticos aparentemente inconexos entre sí, no sólo se amplía el lenguaje sino que se ahonda la realidad misma. Baste como ejemplo esta línea atribuida a Alfeo de Mitilene (s. VII): “Que es el amor la piedra en que se afila el alma”. O esta imagen de Carlos Pellicer: “Esa nube es mi camisa / que se llevó el viento”.
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En las preguntas-balanza el azar es el encargado de establecer los campos semánticos que van a contraponerse y dialogar. La fórmula general usada en Rayuela es una sola, la de la metáfora misma, enunciada en diversas maneras:
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A, ¿no es B?
A, ¿no equivale a B?
A, ¿no es como B?
A, ¿no se parece mucho a B?
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En este caso, “A”, el “tenor”, es uno o varios enunciados recogidos al azar que se colocan en un plato de la balanza figurativa. El “vehículo” o término figurado, que se sitúa en el otro plato, aparece también al azar. El misterio, y también la revelación, radica en el “fundamento” (el fiel de la balanza), puesto que la relación entre “tenor” y “vehículo” no se da a priori sino a posteriori. En el ejemplo anterior, el brillo de unos ojos, elemento a priori, sugiere relacionarlos con luceros a posteriori. En el caso de la pregunta-balanza, un elemento es relacionado con otro por puro azar, es decir, sin que exista una condición previa que motive o sugiera el encuentro de ellos. Es el encuentro mismo —este choque— el que provoca la revelación.
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El brillo de unos ojos impresiona a la sensibilidad de quien quisiera describir esa impresión de un modo imprevisible, digno de ese brillo, esto es, a la altura de su misterio (lo previsible sería mantenerse en el terreno de lo permitido por los límites de los campos semánticos y decir, por ejemplo, “tus ojos son bonitos”). Es así que busca una comparación con algo mayor que esos ojos, con algo trascendente; el deseo de poner las palabras a la altura del misterio coloca a esa sensibilidad en actitud de búsqueda, de apertura, de ahondamiento, y así da con los luceros.
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Las preguntas-balanza (y las búsquedas hermanas en terrenos de la metáfora como resultado del azar) se preguntan cuántos otros hallazgos quedan inéditos porque no existe el incentivo, el buscar con un fin determinado. Se trata, pues, de ir más allá de la asociación pre-programada (en este caso, el querer describir el misterio de unos ojos programa a la sensibilidad, la prepara, la predispone a comparar e interrelacionar con ese objetivo concreto) e incluso más allá de la serendipia; ésta se define como un hallazgo impredecible alcanzado cuando se buscaba otra cosa (Colón no buscaba sino una nueva ruta hacia las Indias y se topó con un continente entero que su cultura desconocía), y aquí ni siquiera se trata de buscar algo concreto esperando hallar lo imprevisto, sino de convertirse en la búsqueda misma.
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La primera pregunta-balanza, hecha por Oliveira, consta simplemente de un “tenor” y un “vehículo”:
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La operación que consiste en depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido, valiéndose de corrientes eléctricas [tenor], ¿no es [fundamento] una embarcación antigua, de vela latina, de unas cien toneladas de porte? [vehículo]
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Primero, Oliveira ha abierto al azar el diccionario y su vista ha caído en “galvanoplastia”; pero no le interesa la palabra definida sino los modos de la definición (“arte de sobreponer a cualquier cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido, valiéndose de corrientes eléctricas, procedimiento con que suelen prepararse moldes para vaciados y para la estampación estereotípica”), de la que su intuición poética toma lo esencial. Luego establece la pregunta “¿no es...?” y sus ojos saltan un corto trecho para caer en “galizabra” (“embarcación de aparejo latino de unas cien toneladas de porte”). El equilibrio es perfecto y no resta sino observar la imagen metafórica, la conexión, que está más allá de las palabras que la desencadenaron.
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Puede sin duda ponerse en palabras el hallazgo y contemplar los resultados de los campos semánticos interfusionados; basta ver cómo de un lado la palabra “líquido” establece un diálogo inmediato con “embarcación”, cuyos términos asociados son “mar”, “agua”; así brota otra línea de identidad: las corrientes eléctricas y las corrientes del mar. A partir de esas ligas brotan imágenes poéticas impredecibles: la entrada de la galizabra en contacto con el océano equivale a una galvanoplastia; la embarcación, cuerpo sólido, se disuelve en el líquido; el mar es electricidad, y a la inversa; o bien, qué impactante es pensar en el mar como un cuerpo sólido con el que entra en contacto una embarcación eléctrica.
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Sin embargo, poner en palabras todas estas imágenes es de alguna forma traicionarlas, puesto que surgen en un terreno anterior a la racionalidad del lenguaje: devolverlas a esa racionalidad, tratar de re-insertarlas en la lógica, es hacerles perder esta descolocación en donde la lógica no es necesaria. Esta es la suprema virtud del ejercicio, usada esta última palabra sobre todo en su acepción de entrenamiento. No se trata de dar al juego una “utilidad” sino de entrenarse para que el gozo de jugar no se agote en el nivel primario. La capacidad metafórica amplía a la conciencia y, por tanto, a la realidad.
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Equiparar los ojos a luceros representa un gran salto, sin duda, pero ese salto permanece de todos modos dentro de los terrenos de la lógica asociativa: el brillo de los ojos puede ser identificado con el de los luceros. Sin embargo, no habría ese acomodo (esa modularidad) si se tratara de comparar a los ojos con arañas o con escaleras; esto nos colocaría en un terreno de incertidumbre porque la analogía no es fácil. La pregunta-balanza actúa de este último modo: no necesitamos saber que la embarcación se llama galizabra ni que la operación recibe por nombre galvanoplastia. Asociar concepto a descripción es fincarse en la racionalidad sucesiva del lenguaje; disociadas del concepto, las descripciones también se deshacen de su “utilidad”.
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La segunda pregunta-balanza, enunciada por Talita, consta de mayor cantidad de “tenores”:
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Andar de aquí para allá, vagar [tenor 1], desviar el golpe de un arma [tenor 2], perfumar con algalia [tenor 3], y ajustar el pago del diezmo de los frutos en verde [tenor 4], ¿no equivale a [fundamento] cualquiera de los jugos vegetales destinados a la alimentación, como vino, aceite, etc.? [vehículo]
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El azar ha llevado a Talita de “cazcalear” (“andar de una parte a otra, afectando diligencia, sin hacer cosa de sustancia”) a “baraustar” (“desviar el golpe de un arma”) a “algaliar” (“perfumar con algalia”) a “alfarrazar” (“ajustar alzadamente el pago del diezmo de los frutos en verde”) a “caldo” (“cualquiera de los jugos vegetales destinados a la alimentación, y directamente extraídos de los frutos como el vino, aceite, sidra, etc.”). Ni siquiera le interesan esos conceptos, sino las acciones (andar, desviar, perfumar, ajustar), que el azar contrapone no a otra acción sino a un sustantivo (jugos vegetales).
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En cada una de las preguntas-balanza lo esencial es la descolocación, la apertura de los sentidos en áreas no dominadas por la lógica, la entrevisión de una forma de relacionar que vence, por su pura potencia, a la racionalidad del lenguaje. Quien practica el juego ritual de la pregunta-balanza se entrena en la simultaneidad entendida como ulterior unidad del mundo.
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[De Rayuela: cuaderno de lectura (Un tránsito por la novela de Julio Cortázar), Fondo de Cultura Económica / La Cabra Ediciones, colección Ensayo, México, 2014..]
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Ciclo Rayuela
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jueves, 15 de julio de 2010

El glíglico en Rayuela

DGD: Textil 117, 2010
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La crítica especializada de Rayuela (compuesta por ensayos y libros escritos en su mayoría por contemporáneos de Cortázar, muchos de los cuales fueron sus amigos y colaboradores) tiene una contraparte en aquella especie de consenso crítico que tiende a descalificar a esta novela y “desbancarla” del terreno de la vanguardia. Ambas corrientes (incluida la crítica “intermedia”, aquella que pone objeciones pero a la vez acepta virtudes en Rayuela) tienen un punto álgido: el glíglico, ese seudolenguaje erótico que inventan y hablan los protagonistas de la novela y que se concentra ante todo en el capítulo 68. Aun la crítica especializada se ve en problemas para defender esta invención, mientras que la crítica destructiva no duda en hablar de ridículo e incluso titubea, como con vergüenza ajena (qué pudorosa es en el fondo esta crítica), cuando se ve obligada a citar fragmentos del glíglico.
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Julián Ríos sabe colocar este fenómeno en el contexto que le corresponde: “Comprobé más de una vez que el lector sin sentido del humor se quedaba en seguida fuera de juego [...]. El cielo de un autor son sus lectores —la calidad cuenta más que la cantidad— y el lector cómplice de Rayuela recorre y descorre las casillas para llegar al cielo abierto en que autor y lector (o co-autor y co-lector) completan la figura de su propia constelación”.[1]
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Los más serios esfuerzos para asumir y entender el glíglico se dan en la crítica especializada (puesto que de entrada está dispuesta a jugar); así, Saúl Sosnowski anota que Cortázar enfrentó de manera decidida la “dificultad de crear una realidad lingüística que en sentido estricto [fuera] nueva o inédita”.[2] Sin embargo, el hecho es que estos intentos interpretativos no van más allá de lo que concluye el propio Sosnowski: “Dentro del mundo de una novela, un personaje, dos o más pueden exhibir cualesquiera particularidades lingüísticas que el autor quiera atribuirles, pero mientras el escritor no las use en aquello que comunica la voz narrativa, eso no pasará de ser un tic, una afectación, una debilidad, una locura, lo que sea, pero del personaje y no del creador. [...] Cortázar debe haber percibido esa limitación [...]: por eso su experimentación no se detiene en las páginas de Rayuela”.
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Resulta indispensable asumir el glíglico no como una experimentación limitada por sí misma (conclusión más o menos compartida por la crítica especializada) ni como una extravagancia que bordea el ridículo (consenso de la crítica destructiva), sino como uno de los impulsos fundamentales del espíritu de Rayuela. A fin de cuentas, todos esos impulsos son invitaciones a jugar como lo hace el niño: la medida del gozo y del transporte es la de la responsabilidad y la seriedad de un desafío verdaderamente asumido.
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En Rayuela, los juegos con el lenguaje se proponen ante todo de manera lúdica: una parte del juego consiste precisamente en adivinar cómo se juega. Primero aparece el nombre del juego, en una escueta referencia rodeada de un vago desglose; páginas más adelante se ejemplifica sin enunciación de las reglas.[3] Así sucede con los dos juegos primordiales de Rayuela: las preguntas-balanza y el glíglico. Esta última palabra aparece primero en el cap. 4: “Vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o a la portera, se va a armar un lío espantoso”.
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Como es sabido, Rayuela puede ser leída de dos formas principales: una es la manera lineal que va del capítulo 1 al 56 y prescinde del resto (la llamaremos libro A); la otra corresponde al recorrido lúdico y saltador ilustrado en el “Tablero de dirección” (el libro B). El lector del libro A recoge la mención del “glíglico” en el cap. 4 y sólo hasta mucho después, en el cap. 20, encontrará una nueva referencia: así, no tendrá de este juego más que dos menciones laterales, es decir, casi nada.
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La ejemplificación directa del glíglico entra en acción en el cap. 68, es decir únicamente en el libro B. El juego, pues, está destinado al lector cómplice que, además de aquellas menciones de paso, dispone de la muestra del cap. 68 —que, por otro lado, carece del menor intento de jerarquización—; de todos modos, si quiere adivinar este juego, deberá atar referencias bastante separadas en el texto. En otras palabras: cuando el lector del libro A llega al cap. 20, no tiene sino un leve antecedente en el lejano cap. 4; para este lector, el glíglico queda en una curiosidad lateral, algo que mencionan los personajes sin introducirlo mayormente en esa referencia, misma que termina por diluirse (“no pasará de ser un tic, una afectación, una debilidad, una locura, lo que sea, pero del personaje y no del creador”: Sosnowski). Ese “algo” deja a tal lector fuera de sus codificaciones. En cambio, el lector del libro B tiene, entre los datos ofrecidos en los caps. 4 y 20, la concreción del cap. 68, cuya primera función es integrarlo al juego. Es muy distinta, pues, la lectura de un mismo capítulo, el 20: el lector del libro A no ve sino datos adventicios y finalmente insignificantes, mientras que el lector del libro B encuentra las claves más profundas del juego.
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En el cap. 20, la primera clave para el lector del libro B se halla en el momento en que Oliveira canturrea la estrofa de un tango, eufónicamente llamado “Flor de fango”. Se trata del segundo grabado por Carlos Gardel (1919); la letra es de Pascual Contursi con música de “El desalojo” de Augusto Gentile: “Después fuiste la amiguita / de un viejito boticario, / y el hijo de un comisario / todo el vento [dinero] te sacó...”. El lector del libro A siente que la inclusión del lunfardo en el cap. 20 no es sino un apunte de “color local”. En cambio, el lector del libro B detecta ahí una deliberada contraposición cuando un poco después en el mismo capítulo se da este diálogo entre Oliveira y la Maga:
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—¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir. ¿Te la retila de veras?
___—Muchísimo. Por todas partes, a veces demasiado. Es una sensación maravillosa.
___—¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas?
___—Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta, y yo tampoco puedo más, hay que apurarse, comprendés. Pero eso vos no lo podés comprender, siempre te quedás en la gunfia más chica.
___—Yo y cualquiera —rezongó Oliveira, enderezándose—. Che, este mate es una porquería, yo me voy un rato a la calle.
___—¿No querés que te siga contando de Ossip? —dijo la Maga—. En glíglico.
___—Me aburre mucho el glíglico. Además vos no tenés imaginación, siempre decís las mismas cosas. La gunfia, vaya novedad. Y no se dice “contando de”.
___—El glíglico lo inventé yo —dijo resentida la Maga—. Vos soltás cualquier cosa y te lucís, pero no es el verdadero glíglico.
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En principio, la única analogía entre el lunfardo y el glíglico radica en que ambos son sublenguajes cifrados; mas su diferencia esencial es el modo en que cada uno cifra. El lunfardo es una especie de palabreo (“malandreo”) callejero nacido en las zonas cercanas al Río de la Plata (existió un lunfardo más complejo desarrollado en las cárceles argentinas) y tiene correspondientes unívocos; si en un tango escuchamos “cacé un estrilo a la gurda”, “percanta que me amuraste” o “vivía engrupida de un cafiolo vidalita”, bastará conocer las claves y sustituir los términos desconocidos por los conocidos (respectivamente: “agarré una rabieta a lo grande”, “mujer que me engañaste” y “engatusada por un proxeneta explotador de mujeres”).
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Cuando el lector del libro B sigue ese hilo propuesto y compara al lunfardo con el glíglico, encuentra que la virtud de este último reposa en su ambigüedad irreductible: “retilar la murta” o “amalar el noema” sólo funcionan en la medida en que no exista un diccionario en donde estas palabras sean sujetas con alfileres como las mariposas del entomólogo. El glíglico sería totalmente destruido por un diccionario, de ser éste posible. (Entonces sí se volvería ridículo y hasta grotesco, como en bloque lo define la crítica destructiva: una crítica que, tristemente, se revela cada vez más indispuesta a jugar y a cuestionar sus supremas seguridades.)
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El slang inglés, el argot francés, el giria o calão portugués, el gergo italiano o el rotwelsh irlandés, así como el lunfardo porteño (la palabra “lunfardo” significa ladrón: se trata, pues, del dialecto de los “amantes de lo ajeno”), son códigos lingüísticos cerrados, es decir sólo entendidos por los miembros de fraternidades o sociedades marginales que elaboraron ese código (y con éste un conjunto de reglas, ideales, formas de convivencia y definiciones del mundo, todas ellas también cerradas). Para comprenderlo deben ponerse de acuerdo en los significados, de tal manera que sepan de qué están hablando a la vez que alguien ajeno a ese círculo permanece “en ascuas”. Precisamente por esto Oliveira rechaza una de las palabras usadas por la Maga (“La gunfia, vaya novedad”), esto es, porque “gunfia” es una palabra de lunfardo y por tanto unívoca (“gunfia”, aféresis de “esgunfiola”, equivale a aburrido, fastidioso; “esgunfia”: aburrimiento, hastío). Ello no impide, sin embargo, que el cap. 68 termine precisamente con esa palabra:
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Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
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Es la única línea del cap. 68 que parece susceptible de “traducción directa” (“hasta el límite del fastidio”). Sin embargo, cabe observar que la última palabra está en plural, con lo que la traducción retrocede una vez más al territorio de la polivalencia (podría ser “hasta el límite de los fastidios”, pero el desacostumbrado uso del plural, aun entre hablantes de lunfardo, abre las correspondencias a cualquiera otra palabra en uso desacostumbrado).
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En esa palabra final se encuentra también una sutil sugerencia. Oliveira reprueba “gunfia” porque no contiene “novedad”, es decir originalidad. La colocación del cap. 68, muy cerca del 7 (sólo los separan dos capítulos prescindibles, 8 y 93), parece sugerir que ambos son una co-autoría: expresiones de la etapa climática de la pareja, de sus momentos de mayor sincronía creativa. Sin embargo, la inclusión de “gunfia” cuestiona la intervención de Oliveira: éste no habría condescendido a incluir una palabra que procedía de una “contaminación” del lunfardo. En el cap. 20 la Maga se identifica orgullosamente como la creadora del glíglico; puede entonces suponerse que el cap. 68 es de su exclusiva autoría y, por tanto, resulta posible atribuirlo a ella tanto como la carta a Rocamadour (cap. 32).
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Existe, sin embargo, un elemento que parece negar esta suposición, en cuanto el cap. 68 incluye una “contaminación” que muy posiblemente procede de Oliveira: la erudita exclamación “¡Evohé! ¡Evohé!”. Según la mitología romana, durante la guerra de los Gigantes o Titanes que tomaron el cielo por asalto, Júpiter gritaba ¡Evohé Bacche! (el latín evoe procede del griego euoi) para animar en la lucha a Baco, el único de sus hijos que había permanecido a su lado. “¡Evohé!” se volvió grito de las Bacantes y desde entonces, se dice, los seguidores del culto dionisiaco utilizan esa palabra para evocar el espíritu de la alegría y la euforia pasional. No obstante, acaso esta suposición no contradice la autoría exclusiva de la Maga: del mismo modo en que ella consintió una “contaminación” del lunfardo (pero al menos la conjuró al colocarla en plural), podría haber incorporado una exclamación que oyera de Oliveira. La Maga exclamaría “¡Evohé!” por el puro gusto de la eufonía y desentendiéndose de sus orígenes y significados.
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En todo caso, resulta perfectamente posible imaginar que la Maga y Oliveira jamás se pusieron de acuerdo en los “significados exactos” de las palabras del glíglico, en sus “correspondencias específicas”; el juego prolongado los lleva a usar las mismas alusiones, atmósferas verbales y referencias abstractas, pero nunca de forma explícita. Y he aquí la clave profunda: la magia del glíglico surge de abrir (y, de manera inaudita, liberar) el muy limitado repertorio del lenguaje amoroso. El erotismo, la sexualidad y la genitalidad son territorios proscritos —sobre todo después del siglo de Freud—: los sustantivos y verbos relacionados con ellos forman una combinatoria cada vez más cerrada, aunque se trate de ampliarla por diversos medios (desde el caló callejero hasta el uso literario de sinónimos y eufemismos).
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A través del glíglico, esa combinatoria, inopinadamente, se abre: situado en una indomable zona de ambigüedad, el conjuro verbal genera áreas corporales inapresables por la terminología viciada. Los cuerpos dejan de ser conjuntos previsibles en cuanto se liberan de la limitada y manipulada retórica amorosa, y comienzan a ser más que la suma de sus partes, puesto que sumergen cada “parte” en una ambivalencia que los coloca en el origen. De una forma metafórica —y no poco mágica—, los amantes se vuelven creadores, no sólo de sus acciones sino de los cuerpos que las realizan: se transfiguran, comienzan a adquirir otras formas corporales y una gama totalmente inédita de posibilidades en la deliciosa combinatoria de noemas, clémisos e incopelusas, de arnillas y hurgalios, de orfelunios y marioplumas. Es cierto que “orgumio” y “merpasmo” se acercan demasiado a la palabra “oficial”, pero basta el juego para que el orgasmo sea tan importante y climático como el merpumio.
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Tampoco es gratuito que el cap. 20 deje claramente establecida la autoría del glíglico (Oliveira dice a la Maga “vos me enseñaste a hablar en glíglico”). En la contraposición, el lunfardo se devela como sublenguaje masculino, mientras que el glíglico es una expresión plenamente femenina, lo cual no sólo implica a la persona integral de la Maga, sino a la parte femenina que Oliveira busca a manotazos en sí mismo, y que acaso encuentra en el desenlace de la novela.
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Notas
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[1] Julián Ríos: “Rayuela a saltos”, en Noticia, n. 257, Madrid, 2003.
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[2] Saúl Sosnowski: Lectura crítica de la literatura americana: actualidades fundacionales, Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1997.
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[3] ¿No es eso lo que hacen la gran literatura y la vida misma en lo que tiene de más exaltante? Cuando se me anteponen las reglas de un juego se me somete a ellas: quedo supeditado y, en más de un sentido, permanezco fuera aunque juegue de manera pasional y fervorosa (y entonces mi pasión y mi fervor se agotan en querer entrar, no en el juego en sí). Pero si soy yo quien debe deducir las reglas, en cierta forma las creo (las hago mías en cuanto nada hay a priori: el juego es un enigma que debo descifrar, y desde que me doy cuenta de esto ya estoy dentro: ya estoy jugando). El juego comienza para mí con el acto de ver a otros jugar; luego, desprendo de ahí ciertos parámetros y, finalmente (pero es un final cuyo verdadero nombre es principio), me arriesgo a jugar. Sólo jugando puedo ir afinando mis deducciones iniciales, pero a la vez (y he aquí lo exaltante) voy afinando las reglas mismas. Independientemente de cómo sea mi desempeño, estoy dentro desde el principio y el juego es mío (sin contradecir que, como todo gran juego, éste pertenece a cada uno de los jugadores en el triple rostro de cada uno: creador, criatura y creación). Las reglas están “en el aire”, no talladas en un solemne e inamovible monolito (no son tablas de la ley, como las hay para toda otra actividad comunitaria, sino aire abierto y fluyente). El juego depende de sus codificaciones tanto como éstas del juego mismo. Justamente por eso soy tan libre y ligero cuando juego: nadie me está “calificando”, no entro en competencia mortal con otros sometidos (como sucede cuando el juego es precedido por su codificación en piedra); en una palabra: no me “mido” al comparar la forma de mi sumisión con la de los otros sometidos, sino que pruebo mis límites gracias a la indeterminación a la que los jugadores se han abierto a través del gozo del juego mismo.
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[De Rayuela: cuaderno de lectura (Un tránsito por la novela de Julio Cortázar), Fondo de Cultura Económica / La Cabra Ediciones, colección Ensayo, México, 2014..]
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Ciclo Rayuela
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domingo, 4 de julio de 2010

Un texto de Gonzalo Melchor sobre Rayuela y su traducción al inglés

DGD: Textiles-Serie blanca 26, 2010
[Los cambios introducidos por Gregory Rabassa en la traducción al inglés de Rayuela (Hopscotch), practicados en estrecha colaboración epistolar con Cortázar, no se limitan a las letras de blues y, de hecho, son tan profundas que puede hablarse de dos libros esencialmente diferentes. Puede, al menos, afirmarse que la aproximación a la novela por parte del lector angloparlante es radicalmente distinta de la de quien conoce la novela en su lengua original. El escritor y traductor español Gonzalo Melchor, que ha estudiado a fondo esta cuestión, comenta: “Aunque Rabassa es sin duda un magnífico traductor, creo que en Hopscotch la influencia de Cortázar puede haber llevado a ambos a escribir un libro distinto al original”. Evidentemente, esta observación se inserta de lleno en la antigua polémica traduttore, traditore. Ya Vladimir Nabokov escribía: “El francés de Beckett es de maestro de escuela, un francés preservado, pero en inglés uno siente la humedad de la asociación verbal y de la expansión de las raíces vivas de su prosa”. Aunque el objetivo ideal (inalcanzable, idílico) de un traductor es ser capaz de verter esa “humedad de la asociación verbal” e incluso la “expansión de las raíces vivas” de la prosa de un autor, mil capas del lenguaje —es decir de la distinta racionalidad lingüística en diferentes culturas— se interpone para cambiar las valencias incluso de la traducción que se propone ser lo más infiel posible para capturar, al final, la menor infidelidad posible al original. Presento a continuación el análisis de Gonzalo Melchor, a quien agradezco la autorización para reproducirlo aquí. (DGD)]
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Ya en el primer párrafo del cap. 1 de Rayuela se ve inmediatamente que aquí se está traduciendo, no el lenguaje y el “ser literario hispanohablante” del libro (intentando reproducir, dentro del inglés, el ritmo, la eufonía, y los sentidos inmanentes y transcendentes del original), sino la idea o historia de Rayuela —algo que un traductor sólo haría con el permiso o la colaboración del autor.
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El primer párrafo tiene tres partes: la pregunta inicial y luego dos conjuntos de oraciones separados por un punto y seguido. La pregunta “¿Encontraría a la Maga?” está perfectamente traducida: “Would I find la Maga?”. Pero ya con la siguiente oración empiezan los problemas. Por puro interés lingüístico, transcribo la traducción de Rabassa y luego ofrezco otra (“GM”) que considero más fiel:
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Cortázar: “Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua.”
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Rabassa/Cortázar: “Most of the time it was just a case of my putting in an appearance, going along the Rue de Seine to the arch leading into the Quai de Conti, and I would see her slender form against the olive-ashen light which floats along the river as she crossed back and forth on the Pont des Arts, or leaned over the iron rail looking at the water.”
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GM: “So many times, as I came along the rue de Seine, it was enough to look out through the arch leading into the Quai de Conti, and, as soon as I could make out the shapes by the olive-ashen light that floats over the river, her slender silhouette would be etched on the Pont des Arts, sometimes walking back and forth, other times standing by the iron rail, leaning over the water.”
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Conviene comentar por oraciones (con las ocho del original como guía):
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Oraciones 1-3
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“Tantas veces” (“So many times”) revela un matiz temporal importante, casi nostálgico, muy distinto al de “Casi siempre” (“Most of the time”). “Asomarse” no equivale a “put in an appearance”: esto último sería “hacer acto de presencia” o “dejarse ver”. Pero aquí me parece que la acción del narrador es más activa que pasiva —o, al menos, neutral, con una corriente sumergida de deseo: al asomarse (“look out through”), el narrador quiere encontrarse con la Maga.
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Oración 4
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Inexplicablemente, Rabassa/Cortázar (los trato como unidad) ignora o se salta una frase entera, “dejaba distinguir las formas”. En el original, la luz flota “sobre” el río, no “por” o “along the river” (no sé si la luz puede flotar así).
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Oración 5
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La atractiva “silueta delgada” se convierte en Rabassa/Cortazar en un “form” algo insípido; “etched” es controvertido, pero de cualquier manera “inscribed” sería mejor que el llano “against”.
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Oraciones 7-8
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El juego entre “a veces” y “a veces” es importante rítmicamente; “inclinada sobre el agua” (“leaning over the water”) no es lo mismo que “inclinada sobre el pretil mirando el agua” (“leaning over the iron rail looking at the water”), como lo traduce Rabassa/Cortázar; en todo caso, “leaning over the water” (“inclinada sobre el agua”) me hace abrir los ojos, no sé si porque temo que vaya a caerse, o porque intento inclinarme para ver lo que ella está viendo.
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Finalmente, en conjunto, el flujo sintáctico de la traducción de Rabassa/Cortázar crea algo de confusión: hay un momento en el que parece que la silueta de la Maga es la que está flotando sobre el río.
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Pero viene luego el segundo grupo de oraciones (que Rabassa/Cortázar convierte en dos conjuntos, con un punto y aparte muy desleal):
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Cortázar: “Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.”
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Rabassa/Cortázar: “It was quite natural for me to climb the steps to the bridge, go into its narrowness and over to where la Maga stood. She would smile and show no surprise, convinced as she was, the same as I, that casual meetings are apt to be just the opposite, and that people who make dates are the same kind who need lines on their writing paper, or who always squeeze up from the bottom on a tube of toothpaste.”
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GM: “And it felt so natural to cross the street, go up the steps of the bridge, enter its slender waist and approach la Maga, who smiled without surprise, convinced as I was that a random meeting was the least random thing in our lives, and that people who make fixed dates are the same who need lined paper to write each other, or who squeeze a tube of toothpaste from the bottom up.”
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Aquí las complicaciones de la traducción Rabassa/Cortázar son enormes, y la elección de vocablos a veces no tiene equivalencia alguna con el original.
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Oraciones 1-2
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Quite natural”, como comienza el pasaje de Rabassa/Cortázar, se traduciría al español como “bastante natural” o, estirándolo un poco, “muy natural”; pero el tono de voz se trastoca: suena despreocupado. Al igual que el narrador “se asoma” activamente al arco, aquí él siente que es “tan natural” (“so natural”) avanzar hacia la figura en el puente: “quite” no refleja la atracción o magnetismo que existe entre el narrador y la Maga. Otra vez Rabassa/Cortázar se come una porción de texto y de mundo narrativo (“cruzar la calle”).
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Oración 3
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El adjetivo “delgada” aparece por segunda vez, ligando esta descripción a la silueta de la Maga —un recurso (diría temático y estilístico) que no se puede omitir. La “cintura” del puente es (así me lo parece) muy metafórico en español, al igual que en inglés —el equivalente “waist” es chocante y bello (el mismo Cortázar, escribiendo en inglés, lo hubiese elegido, creo yo), y el verbo “entrar” (“enter”) hace surgir un mundo de connotaciones que entrevemos se han realizado (o se realizarán) entre el narrador y la Maga. Incluso si mi lectura es un poco arrojada, “narrowness” es un sustantivo terriblemente frío y abstracto (casi geométrico), y no capta ninguna de las connotaciones físicas y sensuales de la escena.
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Oración 4
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Esta oración es la que llevaría a cualquier traductor a echarse las manos a la cabeza: ¡cómo pudo hacer Rabassa/Cortázar esto con su propio texto! Emplear el adjetivo inglés “casual” como traducción del español “casual” es temerario, ya que la acepción primaria de “casual” corresponde a “informal”, “ocasional” o “despreocupado”; es un famoso “false friend” o “falso amigo” entre el español y el inglés, y no se puede entender que Rabassa/Cortázar cometiera este desliz.
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Igual de inexplicable es que Rabassa/Cortázar suprima la frase “lo menos casual en nuestras vidas”, dado que la casualidad (el azar, chance, randomness, pero no casualness o la informalidad) jugará un papel temático importantísimo en el libro.
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Oración 5
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No es a la gente que se da citas (“people who make dates”) —¿quién no se cita con otras personas?—, sino la gente que da “citas precisas” (“fixed dates”), a la que el narrador se refiere.
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El verbo reflexivo “escribirse” es clave si la Maga y el narrador mantienen una relación que no es simplemente ocasional o “casual”.
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Lined paper” existe en inglés, al igual que el “papel rayado” en español.
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Creo que la frase final (con esa imagen tan buena del tubo de dentífrico) puede traducirse con una eufonía más redonda.
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Pero mi propia versión, como puede verse, presenta dudas:
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—“convinced as I was” es ambiguo, y se podría leer como si sólo el narrador (y no la Maga) estuviese convencido; quizás otra opción, menos elegante, sería “both of us convinced that”;
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—“random meeting” debería ser, propiamente, “chance meeting”, pero entonces se pierde la repetición del vocablo —es una elección difícil pero, en mi opinión, la ganancia estilística con “random” justifica la pequeña pérdida semántica/idiomática;
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—tras otra lectura, el segundo grupo de oraciones sí parece ser bastante largo, y quizás Rabassa/Cortázar tomó la decisión acertada al cortar el grupo en dos con el punto y seguido, etcétera.
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Al final, todo es debatible. Sólo quería subrayar el hecho de que se pierde mucha riqueza en la traducción al inglés de esta novela. Aunque lo curioso es que decir eso es injusto, ya que el mismo Cortázar autorizó el hecho.
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[Siendo el propio Cortázar un traductor consciente de la “humedad de la asociación verbal” que siempre privilegió en sus versiones la “expansión de las raíces vivas” de la prosa de otros autores, no podía ignorar estas pérdidas. La única explicación posible es que no quiso o no pudo revisar a fondo cada línea (con excepción de los puntos que Cortázar y Rabassa discutieron en las cartas que se conservan) y que en general confió en el criterio de Rabassa para transmitir “lo menos infielmente posible” la riqueza de las atmósferas verbales de Rayuela. (DGD)]
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[De Rayuela: cuaderno de lectura (Un tránsito por la novela de Julio Cortázar), Fondo de Cultura Económica / La Cabra Ediciones, colección Ensayo, México, 2014..]
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Ciclo Rayuela
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