lunes, 25 de agosto de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, VIII (y final)


DGD: Textil 70 (clonografía), 2009

Inolvidable la forma en que Chejov describe el anochecer: es ese transcurso en el que “las sombras de la tierra se van fundiendo en una sola sombra continua” (“El consejero secreto”, 1886). El lector imagina entonces el proceso complementario: el amanecer, cuando la sombra continua se va fragmentando en sombras individuales, que se recogen cada vez más en sí mismas y casi desaparecen en el mediodía. Pero si el mediodía es el instante de mayor estallido de la luz directa, la medianoche no es tiniebla absoluta, sino el estado más profundo de la luz reflejada.

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Uno de los momentos más inquietantes de El libro de la selva es aquel en el que se afirma que la noche produce a los animales pobladores de la selva un júbilo, una fiebre que los vuelve feroces. Según indica a éstos la ley de la selva, la noche es para cazar, y el día para dormir. Kipling “traduce” al lenguaje humano uno de los cantos rituales del mundo animal: “Infiel la noche revela huellas / que ocultó antes, y se va”. Sin duda estos versos se conectan con aquella otra afirmación: “Aunque la fuerte luz del día no le molestara en realidad, Mowgli seguía la costumbre de sus amigos, usándola lo menos posible”. El lector intuye que la infiel noche usa al día lo menos posible, y ese poco consiste precisamente en eso: ocultar las huellas. La noche en sí misma es una partida: partida de caza, pero también partida de vigilia. A la inversa del mundo humano, la noche es vigilia que intensifica a los sentidos de los cazadores; éstos duermen de día y entonces cazan en sueños, es decir, cazan sueños.

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Rudolf Virchow (1821-1902), médico y político alemán considerado el fundador de la patología de las células, acuñó la expresión omnis cellula a cellula, “toda célula proviene de otra célula”. Parece obvia esta afirmación, pero contiene la postura fundamental de la ciencia, bien representada por el dictum de Antoine Lavoisier: la materia, medida por la masa, no se crea ni destruye, sino que sólo se transforma en el curso de las reacciones. (La equivalencia entre masa y energía descubierta por Einstein no hace sino reacomodar esa idea, pero sigue afirmando que la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma.) En otras palabras, la sentencia omnis cellula a cellula es la negación tajante de la idea de una creatio ex nihilo, una creación a partir de la nada.
          Una paráfrasis es, entonces, pertinente: omnis lux a lux, “toda luz proviene de la luz”.

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Luz que es luz, y luz que es sombra; luz directa que es vigilia y luz reflejada que es sueño. Una mitad de la humanidad duerme mientras la otra está despierta. Imaginar ambas mitades sin relación alguna entre sí es tan absurdo como imaginar que hay un solo instante, del día y de la noche, en que las dos luces no actúan una como curadora de la otra.

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Charles Swann habla de una cura de luz y luego se cura por medio de una frase de la sonata de Vinteuil; música y luz son sinónimos: un ideal estético que despierta a la memoria individual de su sueño e impone a los seres, por su resonancia arquetípica, una forma superior de la conciencia. No otra es la cura.
          Swann parece preguntarse: si es postulable un nacimiento de la luz, ¿no es más sensato ubicar ese nacimiento en cada ocasión en que una parturienta da a luz? El neonato no proviene de la oscuridad ni de la tiniebla, sino del terso y húmedo encierro alquímico en el útero, es decir, de la luz reflejada, y se abre al rugoso y seco mundo de la luz directa, que lo encierra aún más. De ahí que el llamado segundo nacimiento (la cura por medio de la luz) sería en realidad el primero.

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A partir del Fiat lux, instante de nacimiento de la luz, ella ha existido desde siempre, y si es luz es porque contrasta infinitamente con la oscuridad. Esta última es silencio y es olvido. La luz, por definición, es sonido (reverberación, ritmo, sonata de Vinteuil, música de las esferas) y es recuerdo. Memoria de sí misma: recuerdo de haber nacido y, a la vez (sin contradicción alguna, porque en el mito no existe tal cosa como la contradicción), recuerdo de haber existido desde siempre.

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sábado, 16 de agosto de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, VII


DGD: Textiles-Serie blanca 22 (clonografía), 2010

La evidencia de que la luz directa es “más luz” que la reflejada queda “en evidencia” si se confronta con la realidad del ojo humano. Edgar Allan Poe, en el primer cuento protagonizado por su detective, Auguste Dupin, establece el origen de la excepcional percepción de este personaje en la contemplación de los cuerpos celestes.

Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las partes anteriores), es contemplar a la estrella distintamente, obtener la más exacta apreciación de su brillo, un brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de lleno hacia ella. En el último caso, cae en los ojos un mayor número de rayos, pero en el primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad, embrollamos y debilitamos al pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado concentrada o demasiado directa. (“El doble asesinato de la calle Morgue”).

Poe se interesa mucho menos en la “intriga” recogida en ese cuento que en transmitir una evidencia: hay cosas que se oscurecen a medida que volvemos la visión de lleno hacia ellas, y para percibirlas es necesario el otro tipo de luz, la luz sutil, reflejada. Poe demanda contemplar a la realidad distintamente, lo cual significa obtener una receptibilidad más afinada.

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En la novela El hombre duplicado, José Saramago imagina a dos hombres que hubieran nacido al mismo tiempo: “no sólo en el mismo día, sino también en la misma hora, en el mismo minuto y en la misma fracción de segundo, lo que implicaría que, aparte de haber visto la luz en el mismo preciso instante, en el mismo preciso instante habrían conocido el llanto”. Conocer la luz es conocer el llanto. El lugar común indica que el llanto limpia. La luz es el dolor, pero no acaso el que afecta sino el que surge en el transcurso de la cura.

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Cada mañana, cada despertar, el nacimiento se repite en la vida del ser humano. En la misma novela, Saramago reflexiona sobre el hecho de que “las alucinaciones de la noche, sean las de la carne, sean las del espíritu, siempre se disipan en el aire con las primeras claridades de la mañana, esas que reordenan el mundo y lo recolocan en su órbita de siempre, reescribiendo cada vez los libros de la ley”.
          Se dibuja así un ciclo: “Enemiga la noche, tanto como las anteriores, pero salvadora la madrugada, como todas tendrían que serlo”. La luz es salvadora, es curadora, en sus dos grandes manifestaciones: la del llanto directo (el que cada ser humano experimenta en y por sí mismo) y la del llanto reflejado (el que cada individuo vive como reflejo de los demás: el llanto humano).

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La primavera es luz y calor: atonta. El invierno es oscuridad y frío: entumece. El otoño es viento: arrasa. El verano es lluvia: empapa. Estos son los atributos negativos. En la balanza están los contrarios: la primavera saca la luz interior; el invierno la resguarda; el otoño la transporta; el verano la hace fluir en consonancia.

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La gente enferma porque se olvida de sí misma, porque se deja reabsorber por el silencio. El arte viene en su auxilio: el arte verdadero no es el que sirve al olvido, sino al recuerdo. Y aún más: no es el que transmite la indiferencia sino la atención.

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La pintura, y luego la fotografía y el cine, lo comprendieron a la perfección: la luz directa aplasta, desgasta, avejenta, reseca, pero también da materialidad y expansión; la luz reflejada invita a la intimidad, al recogimiento, a la frescura de los manantiales subterráneos, pero también desvanece y hace enloquecer. Cada una cura los excesos de la otra. Lo supieron desde siempre los animales, como ese zorro rojo que ve Kipling (“Ellos”, 1904), que “se revolcaba a la manera de los perros bajo la luz desnuda del sol”, acaso para curarse de una larga noche.

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martes, 5 de agosto de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, VI


DGD: Textil 38 (clonografía), 2001

Mucho después de haber abandonado Adán el paraíso, seguía ardiendo la llama en su hogar.

Lowry: Bajo el volcán

En Génesis 1:2 se dice que la oscuridad está en la cara de lo profundo: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Reina Valera), y en la Vulgata esto se enfatiza: super faciem abyssi. En Génesis 7:11, todas las fuentes de las profundidades son rotas (rupti sunt omnes fontes abyssi magnae) y las aguas del abismo cubren la entera superficie de la tierra: “El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas” (Reina Valera).

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Antigua es la asimilación del ojo a una lámpara:

La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? (Mateo 6:22)

La lámpara de tu cuerpo es tu ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor. (Lucas 11:34-36)

El ojo es una lámpara. La frase de Cristo también se ha traducido como “si tu ojo es sencillo” o si es “sincero”, lo cual suele explicarse como “si está todo en una sola dirección; si está enfocado; si es generoso”.

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Y acaso a esa luz enfocada y unidireccional se refieren esas misteriosas líneas del Evangelio de Juan (1,5): “Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron”. Este giro se aclara en otra traducción: “Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron”.

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En la novela Soy un gato (1905), Natsume Soseki cita un antiguo poema chino:

Quien simplemente se sienta
durante toda una noche bajo la luz de la luna
se desvanece, se desvanece de sí mismo,
es capaz de liberarse del mundo
y liberarse de sí.

Esta es la definición perfecta de la luz reflejada a la que alude Swann. La luz solar, que es directa, concreta, materializa, solidifica, ata al mundo. La luz lunar, que es reflejada, desvanece, espiritualiza, sutiliza, libera al mundo.

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Puede relacionarse esto con un verso del Salmo 121 (6): “El sol no te fatigará de día, ni la luna de noche”.

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Luz directa, luz reflejada. De la misma forma, en The Book of the Sacred Magic of Abramelin the Mage (1900), Samuel MacGregor-Mathers diferencia a Lucifer (del latín lux, luz, y fero, portar: “portador de luz”) de Lucífugo (de lux y fugio, huir de, es decir, “el que huye de la luz”).

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Hay ecos paganos muy antiguos en esto. Moloch o Moloch Baal, dios de fenicios, cartagineses y canaanitas, era considerado símbolo del fuego purificante, es decir del alma (en ese sentido se le identifica con Cronos y Saturno). Según ese mito, hubo una catástrofe en el principio del universo: el espíritu de Moloch, al convertirse en materia, se transforma a sí mismo en oscuridad. Es esto coinciden las creencias fenicias y alguna forma del gnosticismo primitivo: el hombre es la encarnación de esa tragedia, y para redimirse de ese pecado era necesario ofrecer sacrificios a Moloch. Las víctimas de estos sacrificios eran los niños, especialmente los más pequeños, por estar más impregnados de materia, una característica que, según este extraño mito, pierden los adultos con el tiempo a medida que desarrollan un espíritu individual.
          Curarse de la oscuridad es curarse de la materia. La cura de luz vendría desde ese remoto pasado: una vuelta a la espiritualidad, o bien una lucha con objeto de que el espíritu no fuera devorado por la materia.

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“Los ojos del hombre”, dice don Juan Matus según Carlos Castaneda, “pueden realizar dos funciones: una es ver la energía en general, tal como fluye en el universo, y la otra es ‘mirar las cosas de este mundo’. Ninguna de ellas es mejor que la otra; sin embargo, educar a los ojos sólo para mirar es un lamentable e innecesario desperdicio.”
          Y agrega: “Ver es un conocimiento corporal. La preponderancia del sentido visual en nosotros influye en este conocimiento corporal y hace que parezca estar relacionado con los ojos.”
          Si mirar la luz directa es un asunto de los ojos, ver la luz reflejada es, pues, un acto corporal.