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DGD: Textiles-Serie negra 34
(clonografía), 2012
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En la antigüedad, el acto de contar historias
tenía como afán supremo hacer recordar a los escuchas la existencia de los
otros mundos que hay en este mundo. En la modernidad occidental, las historias
(la única historia) sirven para que el escucha sobreentienda que no hay más
mundo que lo material, lo visible, lo tangible; que todo se pierde; que la
esencia de la materia es la devastación y del hombre la rapiña; que el mal es
absoluto. Las infinitas ramificaciones tocan cada aspecto de lo cotidiano. La
frase de saludo “¿Cómo estás?” no es sino la demanda de una historia; el
interpelado que contesta “Bien”, decepciona a su interlocutor: no tiene
historias qué contar; en cierto modo, incluso agrede a su demandante, puesto
que éste infiere que aquél no le tiene la suficiente confianza como para
contarle sus historias (su historia). El que dice estar bien, se halla en
orden... o lo pretende; de ahí que “estar bien”, cuando no resulta una fría
fórmula utilitaria, suene a hosca reserva o incluso a fanfarronada. En el marco
social nadie está bien, y por una primerísima razón: estarlo —y manifestarlo—
equivale a colocarse en el rango de los objetos inanimados, aquellos a los que nada
sucede (es el estadio en que “la frase acerca de la agujeta de tu zapato y
la frase acerca de ti” terminan por “ser iguales palabra a palabra”).
Contar historias es, en este nivel primario, un
acto de poder, la transmisión de una ideología, la imposición de una mentalidad. En el reino del arte
narrativo, es el cine el que cuenta las historias más vívidas, más catárticas,
y no es gratuito que el más influyente modo de narrar provenga del realismo
hollywoodense. No es por otra razón que Hollywood se apresuró a conquistar al
cine apenas unos años después de que naciera el séptimo arte y que desde
entonces el realismo haya sido, más que un género, una forma de mirar que baña
a todos los géneros, subgéneros y estilos, desde el melodrama hasta la comedia,
desde la fantasía hasta el documental. Desde 1900, lo que “sucede” en lo
cotidiano se traduce, según los términos impuestos por Hollywood, en la
“acción”: sucesos reales y acciones ficticias son desorden, rapiña, exégesis
del poder, o no son.
A comienzos del siglo XX, el poeta y crítico
italiano Riccioto Canudo crea el término séptimo arte y consigue así
para el cine un reconocimiento que ni las propias grandes obras ya realizadas
habían podido obtener. Una básica condición se revela entonces: el cambio de un
nombre no sólo altera la óptica sino lo mirado. El “cinema” deja de ser un
“vulgar espectáculo de feria” para convertirse en el séptimo arte. A
partir de ese momento se extiende un sobreentendido luminoso: el cine no es una
curiosidad pasajera que de vez en cuando arroja imágenes algo interesantes,
sino un arte que a veces consiente productos nada perdurables. Se trata quizá
del único a priori que no ejerce una rapiña sobre el fenómeno fílmico y
sobre la percepción humana. Porque en la mayoría de los casos, la mecánica de
los sobreentendidos es tributaria de la misma estrategia que nos ha
invisibilizado a las primeras etapas: el nacimiento del cine, las raíces de la
humanidad, el origen de cada individuo.
En el transcurso de cualquier diálogo cotidiano,
lo dicho es siempre infinitamente menor que lo sobreentendido. Alfred Hitchcock
lo establece: “Las cosas ocurren a menudo así en la vida. Las personas no
expresan sus pensamientos más profundos, tratan de leer en la mirada de
sus interlocutores y, con frecuencia, intercambian palabras triviales mientras
intentan adivinar algo profundo y sutil”. La búsqueda de lo profundo y sutil
debe darse en un mar de superficialidades y burdezas. Antes de iniciar un
diálogo, dos interlocutores sobreentienden ante todo las relaciones (la
que guardan entre sí, la de cada uno con la sociedad, con el mundo, con lo
real); infieren los puntos de convergencia o divergencia, los modos de decir
que evitarán rodeos y malos entendidos; presuponen los territorios ante los
cuales no será necesario detenerse o explicarse; dan por sentado que ambos
poseen similares definiciones de los temas, objetos y sujetos de los que
hablan, etcétera. Al dialogar, estos interlocutores sobreentienden toda su
cultura, la “dan por hecha”; se desentienden así de una innegable —e incómoda—
certeza: en una forma muy concreta, están haciendo su cultura. Aceptar
lo hecho no es sólo renunciar a hacerlo, es también ocultar lo incómodo: ambos
interlocutores sobreentienden que pueden hablar porque han aceptado vivir en la
sociedad y están dispuestos a pagar el altísimo precio que ello implica (acallar los gritos interiores de alarma,
reprimir la vida interior, rechazar cualquier opción por ilusoria).
Ese precio se calla por sabido, pero sobre todo se calla para no saberlo,
para no recordarlo, para no verse obligado a enfrentarlo.
Cuando el grado de relación es de parentesco,
determina con especial fuerza la dirección de las líneas de autoridad; así, un
padre o una madre no deben definir su maternidad o paternidad cada vez que
hablan con los miembros de su familia o con otras personas ajenas al núcleo
familiar; tampoco deben definir la igualdad o desigualdad que existe entre
ellos; menos aún deben especificar las condiciones del trato y los millones de
matices esperables en uno u otro polo. De igual modo sucede cuando en
una película (de cualquier procedencia, puesto que Hollywood se ha extendido al
mundo entero) se pronuncian las palabras de relación o parentesco (padre,
madre, hijo, hermano, amigo, conocido, desconocido, etcétera); el espectador no
esperará que los personajes definan el exacto carácter de esa relación: lo
general brota de la mención de la palabra; lo particular, de las actitudes,
tonos, posturas de los actores. Sin embargo, dentro de esos básicos
sobreentendidos ya va impresa una enorme cantidad de información (leyes,
reglas, normas, definiciones de lo posible y lo imposible, lo virtual y lo
inamovible...). A partir de los básicos sobreentendidos de relación se
acumularán los siguientes; los niveles se irán sumando hasta formar la gran
definición del mundo que nadie podría ya enunciar: un mar que brota entero
desde cada una de sus gotas siempre y cuando nadie pueda devolverlo a las
palabras. Las historias serán la Historia para enmudecer a todos los demás
órdenes posibles. Es de este modo que se construye el gran discurso realista
hollywoodense, la sabiduría familiar
que se hereda sin enunciarse: la genealogía secreta.
La silenciosa mecánica de los sobreentendidos
—los millones de certezas inferidas que se manejan día con día— a su vez se
sobreentiende como logro de una cultura, sabiduría “de todos”. Cuestionarla es
poner en tela de juicio ese logro: si en una obra de arte se tolera pronunciar
frases como “el dedo está en la mano” —o si al menos se aceptan durante un
momento sin rechazarlas automáticamente— es porque a ellas las baña otro
presupuesto: al artista lo define una licencia para “perder el tiempo”, para
redundar, para complicarse la vida. Por ello el artista es aquel cuyo exclusivo
y “privilegiado” oficio —lo repite la crítica oficial a cada instante— radica
en contar historias: es el que sabe diferenciar (así sea por un momento que no
deja huella) a los seres de los objetos inanimados. Esa “diferencia” está tan
sobreentendida como las demás: se acepta vagamente, sin cuestionamiento: se
cree en ella con la misma fe con que se cree (y se crea) una definición global
de la realidad en la que es más cómodo aplicar la fe que la incredulidad o la
duda. La labor del artista (sobreentendida, es decir no enunciada en parte alguna)
es inventar un desorden e invertirlo todo en el reordenamiento, mientras que el
resto del universo se sobreentiende.
El gran sobreentendido global “significa” lo
mismo para todos porque para todos es imposible enunciarlo; no obstante, los
sobreentendidos parciales tienen diferentes “significados” para cada individuo
en la medida en que puedan enunciarse. Las diferencias serán la meta porque la
meta es la confusión. En muy raras ocasiones, ciertos personajes del realismo
hollywoodense se esfuerzan por enunciar lo que han sobreentendido ante
determinada circunstancia, y descubren que cada uno interpreta de modo muy
distinto un mismo elemento; pero les bastaría seguir esa línea para percatarse
de que sus diferencias de interpretación guardan una extraña similitud (la
confusión es igual en todos los casos) y que es sólo el principio de un
mar de sobreentendidos del que esos personajes dependen. Si uno de estos seres
quisiera poner en palabras ese mar, no podría hacerlo sin volver a sus raíces:
se vería obligado a reformular su existencia casi desde cero —tendría que
cumplir el lugar común y haber nacido ayer.
Eso mismo sucede al espectador en el mundo
entero: si examinara a fondo sus puntos de vista más personales, sus más
propias opiniones y códigos de valores, se daría cuenta de que la mayor parte
de ellos no le pertenecen: los ha inferido.
Los narradores profesionales (guionistas, directores, actores) poseen una mayor
conciencia de esta mecánica, pero es una mala
conciencia que, para evitar conflictos morales y distracciones éticas, los
hace concentrarse con redoblado ímpetu en el métier y desentenderse de lo que él implica. En todos los niveles
el realismo hollywoodense reclama nuestro acuerdo en el oprobio existencial inevitable, y nuestra tolerancia hacia a
la rapiña cotidiana endémica.
Si en Occidente el artista tiene licencia para
“perder el tiempo”, el espectador/lector no equivale sino a un individuo que
por unos instantes admite la tautología, el despropósito, la innecesaria
complicación: no habrá perdido el tiempo si las convenciones de la obra
coinciden con las de lo cotidiano —es decir, si son realistas. De otra
forma, habrá sido agredido, despertándosele entonces la serie de defensas
sobreentendidas para tales ocasiones. Mientras las universidades insisten en
que la literatura no se define sino en el exclusivo acto de contar historias,
las escuelas de cine afirman una y otra vez a los alumnos que “la fe no se hace
con palabras” y que el lenguaje fílmico es fundamentalmente de imágenes. Sin
embargo, el siguiente paso que las escuelas no dan es alertar a los futuros
literatos y cineastas acerca de los múltiples sobreentendidos que toda palabra
y toda imagen no-exorcizadas transmiten. Aunque en el cine se renuncie a la
palabra y se muestre en lugar de describirse o explicarse, la imagen hace su
propia fe con palabras inferidas, esto es, con base en sobreentendidos
que, en efecto, dicen más que mil palabras pronunciadas.
La nouvelle vague del cine francés tuvo el
valor de asumir de lleno la arriesgada enseñanza de Perogrullo: se dio cuenta
de que a veces resulta preferible emitir un cierto número de palabras
deliberadas y conjurantes (en las que se ha graduado, hasta donde ello es
posible, la direccionalidad del sentido), que caer ciegamente en las mil
rapiñas que contiene cada sobreentendido, involuntaria aceptación de la gran
mudez de un mundo inanimado. Si los filmes de Resnais, Godard, Rivette,
Rohmer, Truffaut, Malle, son “verbales en exceso” (nunca lo serán tanto como
los “modernos productos realistas” hollywoodenses, en los que nadie objeta
verborrea), es porque demandan detener la poderosísima salva de informaciones y
concepciones espurias por medio de las cuales los aparatos enmudecen a la
elocuencia. Porque desde la gran invasión perpetrada por el realismo de Hollywood,
ya no basta con mostrar (lo que se muestra no es el mundo sino la estrategia
que lo define de muy específicas maneras); caer en las imágenes hechas
—que ya son prácticamente todas las imágenes— corresponde a transmitir un
monumental cúmulo de información contaminada. En tal contexto, resulta
indispensable decir “El dedo está en la mano” para recobrar conscientemente lo
que en el principio del cine era una condición de base: la imposibilidad de dar
por sentado. La Nueva Ola francesa especifica: hay que cuestionarlo todo,
re-enunciar toda obviedad, romper el sobreentendido de que la sintaxis (de
palabras o de imágenes) está ya agotada, de que todo está dicho.
Un conjuro tendría que ser tan astuto como la
propia Gran Inercia. Quizás un óptimo sistema sería colocar, al término de toda
obra “realista”, el texto final de La excepción y la regla (1930) de
Bertolt Brecht:
Han visto y oído
han visto un hecho ordinario,
un hecho como los que se producen a diario,
y a pesar de todo les rogamos
que bajo lo familiar descubran lo insólito,
bajo lo cotidiano, adivinen lo inexplicable;
ojalá las cosas llamadas habituales los inquieten.
En la regla descubran el abuso,
y en todo lugar en que aparezca el abuso
encuentren el remedio.
*
[De Hollywood: la
genealogía secreta, Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo
Guardado, Monterrey, 2008.]