DGD: Redes 121 (clonografía), 2009 |
Revuelos
El realismo
hollywoodense echa mano de los elementos fantásticos con el primordial
propósito de demostrar que no hay nada fantástico en lo real. Esta
mecánica se refleja muy bien en Alas de libertad (1984), filme de Alan
Parker que narra la historia de dos hombres, amigos entre sí desde la infancia;
enviados a la pesadilla de Vietnam, regresan a los Estados Unidos con
respectivos traumas físicos y psíquicos. Uno de esos individuos, apodado Birdy
(Matthew Modine), ha tenido desde la niñez un profundo amor por las aves y una
avasallante necesidad del acto de volar, mismo que identifica con la liberación
total. A raíz de una espantosa experiencia en la guerra (presencia un ataque
con napalm a una selva poblada por numerosas aves), Birdy cae en un absoluto
mutismo y es recluido en un manicomio norteamericano; ahí lo visita su antiguo
amigo (Nicolas Cage), convocado por los médicos militares. La “estrategia” de
éstos consiste en que, a partir de un diálogo rememorante entre los dos
compañeros, el paciente salga de su encierro en sí mismo.
La compleja
personalidad de Birdy recuerda al Alan Strang (Peter Firth) de Equus
(1977); a través de la noción de vuelo, Parker parece estar a un paso de
superar esa trampa estratégica consistente en definir la “normalidad” por medio
de la comparación con los “conflictos psicológicos”, lo que implica un tono de
advertencia y amenaza ulterior (Equus no es ajena a esa comparación
restrictiva que lleva al espectador a calibrar su propia cordura). Sin
embargo, el vuelo nunca llega a cobrar el carácter trascendente que enuncia,
por ejemplo, el protagonista de Años luz (1981). Si el realizador de
esta última película, Alain Tanner, niega en ella un sustento fantástico, es
porque rechaza el uso generalizado de lo que se llama fantasía como adorno y
puerta de emergencia de lo real.
Sin trascenderse por
medio de los elementos fantásticos que convoca, el acto liberador de Birdy cae
en la fórmula estratégica correspondiente: la marcada por Juan Salvador
Gaviota (libro de Richard Bach —1970— y película de Hal Bartlett —1973—),
“aire” de consumo, estandarización de la trascendencia, sustituto mercantil de
las búsquedas individuales, nuevo rasero esterilizado. Birdy no llega a cobrar
una dimensionalidad mítica: se queda —como Alan Strang— en una especie de
perplejidad asexuada que carece tanto de raíz como de frutos. Alas de
libertad es otra película que, por apoyar la fantasía en el realismo —y no
a la inversa— termina por equipararla a la demencia. No basta el intento de
denunciar una rapiña muy concreta y localizable si ese intento no va aunado al
atisbo de una mirada no convencional.
Por evitarse el riesgo
de “hablar en el desierto”, el filme de Alan Parker no encarna la gran metáfora
a que apuntaba; no asumir la aventura hasta el fondo es fomentar el realismo
enjaulado: Birdy niega su discurso porque opta por los sobreentendidos.
La duda existencial se irracionaliza (nadie deseará estar tan loco como
el protagonista, que intenta mirar a las aves con ojos de pájaro). Toda salida,
pues, se confirma como imaginaria (volar queda equiparado con huir de sí
mismo). Si la realidad es tan inevitable como la guerra de Vietnam —y tan
detrítica en orígenes y manifestaciones—, ambas tienen a la locura como única
alternativa crítica. Lo real de cada individuo se reduce a una escala: mayor o
menor trauma. El gigantesco a priori se cumple: ser es convulsionarse.
(Juan Salvador Gaviota vuela por nosotros.) La única posibilidad “real”
es aminorar lo más posible el propio trauma —o disimularlo.
Una mitad del realismo
siempre implica a su “alternativa”, la diversión. La ininterrumpida avalancha
de sobreentendidos cubre la otra mitad —el público— al propiciar dos
subliminales: una predisposición negativa hacia lo intelectual (ya que puede
ser inhibido por el eficaz y agradable “no complicarse la vida”) y una
banalización desde fuera sobre los productos que amenazan con una verdadera práctica
de vuelo. Todo realismo será disyuntivo, pero no en el sentido de promover
alternativas igualmente válidas, sino —como en el caso de Juan Salvador
Gaviota— de tasar el vuelo como “espectáculo” y el no-vuelo como única opción:
añorar lo abierto desde el confinamiento (que sólo está abierto a partir de esa
“añoranza insalvable”, etcétera).
Un paso más allá de la
línea que Birdy no cruza, se coloca Si quieres puedes volar
(1986), cinta que relata la amistad entre dos adolescentes, Milly (Lucy
Deakins) y Eric (Jay Underwood); este último, autista, tiene por única manifestación
vital el deseo de volar. Como la educación de todo niño occidental, la que
Milly ha recibido no está basada en lo que se dice sino en lo que se enseña
a presuponer; habrá un sobreentendido para toda posible coordenada, y en
esta película uno de ellos determina la actitud inicial de Milly: “volar es
imposible”. Al inicio del filme esta adolescente se halla en orden: es feliz porque
nada le sucede, al igual que a cualquier otro individuo occidental que
sobreentiende el mundo. Milly está en orden porque lo calla todo; de modo
recíproco, nadie hablará de ella: no en balde se dice que “la felicidad no
tiene historia”. Sin embargo, Milly se desordena en cuanto comienza a dudar:
desde ese instante tendrá una historia, justamente la de su paulatino y azaroso
esfuerzo por romper uno de los miles de sobreentendidos que la sostienen. Mas
ese esfuerzo no será “ejemplar” porque, al cruzar la línea y situarse en lo
fantástico, la película muestra que los presupuestos sólo pueden romperse “en
la imaginación”. En cambio, Birdy sí será tomado en serio por el público porque
tal personaje sólo vuela “en su imaginación”. Es a este singularísimo uso
hollywoodense de lo imaginativo al que se llama “fantasía”.
Y en efecto, Eric
vuela. No obstante, ¿en qué nivel del juego de instancias? Tras un sorpresivo
vuelo conjunto (la transparente metáfora erótica que aparece tanto en Supermán
como en Alice de Woody Allen), Eric deja a Milly en tierra para luego
perderse en las alturas, huyendo de las atroces experimentaciones que habrían
de practicársele para arrancarle sus secretos “en bien del conocimiento
científico”. Un personaje enuncia la moraleja: “quien desea algo
verdaderamente, lo logra” (pero ¿qué deseaba el personaje, volar o huir?). Eric
“logra” lo que era imposible para Birdy no por impracticable sino por
“ingenuo”; Si quieres puedes volar se decide por esto último y vuela no
para demostrar que son posibles los milagros, sino imposible aceptarlos.
Volar es ocultar las
alternativas y huir cuando no queda más remedio que mostrarlas a la “luz
pública” (más oscura que la defensiva e “indispensable” oscuridad del autismo
personal). La “fantasía” no culmina la efectividad del discurso, como sucede
por ejemplo en la memorable secuencia de las escobas voladoras en Milagro en
Milán de Vittorio de Sica (1950): lo vuelve irreal, como ocurre en E.T.:
El ExtraTerrestre (1981), en donde hay un “homenaje” de Steven Spielberg a
esas imágenes de Milagro en Milán. Pese a ello, hay en Si quieres
puedes volar un cierto registro de sensibilidad nunca alcanzada por
Spielberg, Parker o Bartlett, un atisbo del verdadero vuelo. Es a este apunte
al que el realismo hollywoodense ataca de inmediato, convirtiendo en bisutería
tal registro innominable que la cinta toca: el testimonio de una elocuencia
luchando por salir a flote pese a todos los esfuerzos estratégicos por
mantenerla a ras del suelo, acallada, imposible.
La búsqueda del
equilibrio psíquico queda bajo la impugnación del más terrible de los
desequilibrios. Es la balanza de Hollywood: ante la disyuntiva de ver Atrapado
sin salida (1975) o La novicia rebelde (1965), La decisión de
Sophie (1982) o Tootsie (1982), La verdad incómoda (2006) o Transformers
(2007), no mediará un escoger entre géneros o estilos —ya que no hay
clasificaciones sino clasificadores—, no entre mayor o menor imaginería o entre
grados de credibilidad, sino entre realidad y diversión, entre pensamiento
—solemnidad— y “vuelo” —distracción.
De hecho, esta mecánica
depara a una gran cantidad de filmes la superstición de que el solemne
sensacionalismo implica de entrada una gran inteligencia, una elevada propuesta
intelectual. Del otro lado queda la comedia de consumo, que establece peripecia
desligada del menor asomo de pensamiento (Carrera de locos, 1982; Rat
Race, 2001) y con ello exige del espectador una total entrega, ya que tales
filmes están “cumpliendo con las estrictas reglas del hacer reír”. (La risa,
pues, se sobreentiende como ruptura del pensamiento, antagónica de la reflexión
y de la crítica.) Poco titubeo habrá si se tiene que elegir entre volar —caer,
ser convicto— y añorar el vuelo desde tierra —aceptar lo imposible, resignarse
a las “limitaciones reales”. Menos todavía se dudará entre un “buen rato” (Groundhog
Day, 1993) o un rato de sufrimiento (Réquiem por un sueño, 2000),
entre ser mordido por la dura realidad (Schindler’s List, 1993) o morder
el jugoso fruto del escapismo (The Matrix, 1999).
Y aunque “hay público
para todo” —uno de los más truculentos sobreentendidos, en tanto implica a un
“todo” que fabrica a su público—, esa totalidad no es menos imaginaria que
aquella descripción de la realidad que desde la pantalla nos hace apoyarnos en
la mayor de las irrealidades (el realismo cuerdo, eliminador de toda
búsqueda que reúna los polos y toque lo intocable) para facultar un sentimiento
de pertenencia a la realidad. No se trata de que la “fábrica de sueños” pueda o
no manipular lo real, sino de que es perfectamente capaz de manipular la
definición misma de la pertenencia.
Qué parte de lo real es
el espectador, o en qué medida participa de lo realista, son graduaciones
pertenecientes a lo pre-supuesto: no se investigan por obvias. De tal modo,
pueden ser influidas porque la vía es dramática. Basta atestiguar el sentido
histriónico con que los noticiarios televisivos norteamericanos —y sus
múltiples equivalentes en otros países— presentan la realidad histórica, tan
solemnemente como lo exige un “espectáculo serio” —pero espectáculo al fin.
Queda así descartada cualquiera otra forma de seriedad (postura digna de
reconocimiento); el mero hecho de compartir la pantalla chica con otros
tipos de espectáculo convierte a todo hecho histórico —o político, social,
familiar o individual: todo hecho— en parte del lenguaje “realista”,
para el que no hay vuelo posible (trascendencia) en una realidad fatalmente
incapaz de volar.
*
[Capítulo de la primera
parte de Mirador en una cuerda floja
(Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto
esencial), CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]
[Leer otro fragmento.]
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