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DGD:
Textiles-Serie blanca 34
(clonografía), 2012
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[Este blog alcanza su cuarto aniversario; gracias a los
amigos y colaboradores por su atención y apoyo. (DGD)]
Autenticidad
y alienación
En la antigüedad —según recuenta Octavio Paz en Los hijos del limo (1974)—, la tradición
era concebida como una magnitud uniforme, inmutable e inmóvil de la que procedían
los principios esenciales —identidad, orden, sentido—: una fuente de autenticidad que se manifestaba en la
mitología y los ritos; la renovación no consistía sino en la certeza de que los
ciclos se repiten y de que, al final del ciclo de ciclos, el único futuro
posible es el pasado original (“lo que fue debe seguir siendo”). En cierto modo
el cristianismo rompió esta simetría cuando colocó el sentido en el final de
los tiempos, es decir en el premio o la condena ulteriores; surgió entonces la alienación y el miedo se generalizó
porque había sido refutada la posibilidad del re-comienzo: el tiempo se volvió
irreversible pero el cambio siguió siendo negado. (El miedo es un ingrediente esencial en el mayoritario mundo religioso
de la modernidad; no resulta excesivo afirmar que no otro origen tiene el
inmenso éxito de esa ladera del cine de horror que especula sobre temas
bíblicos, apocalípticos y demoniacos.)
En algún punto de la historia, el hombre se hizo consciente de la tradición —o
mejor dicho, adquirió respecto a ella
otra forma de la conciencia—; para algunos ese punto se localiza en la
Ilustración y ya se anunciaba desde el Renacimiento; para otros, se halla en la
Revolución industrial y en el surgimiento del cientificismo y la noción moderna
del progreso; ciertos analistas lo identifican como un producto lógico de la
expansión del capitalismo; otros más lo atribuyen directamente a las vanguardias
del siglo XX con su antecedente en el romanticismo.
En todo
caso, con este cambio de paradigma, aquella mentalidad ritual y originaria,
cuyo acento estaba en la simultaneidad, sufrió una transformación, puesto que
el acento fue movido a la sucesividad, al cambio y al proceso mismos; éstos
comenzaron a ser exaltados, en tanto el futuro empezó a ser visto como novedad,
originalidad, sorpresa e incluso como base (“nada será como fue y, por tanto,
todo es posible”). Desde entonces la única permanencia aceptada es la que
existe entre el momento en que se destruye la tradición imperante y se da
inicio a la que sigue. En rigor, pues, la palabra “modernidad” ya no puede
usarse en singular; si no se emplea en plural es porque cada época quiere ser
única debido precisamente a la irrepetible cualidad de su ruptura con lo
anterior. Las modernidades, entonces,
son fugaces manifestaciones de una actualidad condenada a ser siempre distinta.
A la vez, cada modernidad no se distingue únicamente por las novedades que
aporta, sino también y sobre todo por la continuidad de la interrupción, la
constante crítica al pasado inmediato. Así nace —afirma Paz— la “tradición de
la ruptura”.
El “cambio
de mentalidad” afectó a todos los territorios y tuvo consecuencias
fundamentales a nivel social y político: lo anterior comenzó a ser
sobreentendido como esclavitud (sujeción a los ciclos, determinismo) para que
lo actual correspondiera no tanto a la libertad como a la liberación, es decir, al acto mismo de deshacerse de un yugo,
cualquiera que éste sea. Y aquí sobreviene la primera contradicción, porque el
acto de liberarse, al ser heredado y reiterado, deviene esclavitud y yugo en sí
mismo: las revoluciones terminan por institucionalizarse. Resulta casi
imposible enumerar a cabalidad las consecuencias de asociar tradición con
esclavitud y ruptura con liberación; baste con un ejemplo en el territorio
cinematográfico. En la época de auge del “cine de autor” —que fue también la de
la contracultura—, la tradición era vista como obnubilación, estancamiento y
ahogo (esclavitud); en cambio, las décadas posteriores la redefinen como
pertenencia, reconocimiento y genealogía (liberación), a la vez que contemplan
a la ruptura como exilio autoinferido, olvido ulterior e inútil parricidio. (Esto
último es lo que se dice en las escuelas a los nuevos cineastas y a todo
novicio en el mundo del arte, pero es también lo que los media repiten a todo novicio
en cualquier esfera.)
La ecuación
no sólo funciona a nivel social sino, sobre todo, individual, en cuanto otra de
las dicotomías en que se transforma la de tradición/ruptura es
igualdad/diferencia. El gran presupuesto indica que los artistas habrán de
diferenciarse unos de otros en virtud de lo que se llama “estilo personal”; mas
este prurito de diferenciación, puesto que es precisamente lo que se espera de
todos y cada uno, a la vez los iguala. La colectividad es vagamente inferida
como tradición; individualizarse implica, pues, una ruptura, pero como esto a
su vez conlleva redundancia e igualdad, se vuelve en sí una tradición.
Resultado: las formas de diferenciación individual están más codificadas y son
más predecibles aún que las características de lo colectivo. Para la ortodoxia,
y sobre todo para los mecenas, el mundo del arte no es sino una tipología
genérica con valor de entretenimiento (entertainment
value); basta ver el modo en que las películas hollywoodenses contemplan a
los artistas a través de una serie de tipos, desde el “joven iracundo” hasta el
“genio incomprendido”, todos ellos luchando contra un aparato que a fin de
cuentas termina definiendo lo que es el arte —y, sobre todo, lo que es la
ruptura, tan necesaria para que exista tradición. (Jorge Luis Borges advierte este proceso: “Entiendo que el género
policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de
sus leyes” —Textos cautivos,
Tusquets, Barcelona, 1986.)
Entre
tantos otros resultados inmediatos que se acumulan para dar paso a la confusión
reinante, radica el hecho de que una época puede tomar como “antigua tradición”
algo que ha sido fabricado poco antes (inmersos en pleno desarraigo sistemático, fácilmente confundimos lo antiguo con lo
que parece antiguo). Puesto que el
acento está en el cambio más que en lo cambiado en sí mismo, es posible tomar
elementos de varias tradiciones anteriores y reunirlos con otros especialmente
creados con objeto de presentarlos como “la” tradición. Esto es lo que hacen
los mecenas y lo que, en particular, ha hecho Hollywood en el territorio del
cine: es a una muy especial “tradición” a la que dicen defender, y no resulta
gratuito que ella coincida punto a punto con el discurso del poder imperante.
La
corriente crítica didáctica, que pretende reivindicar a la tradición, no está reivindicando, desde luego,
a la tradición centrada en la simultaneidad (autenticidad cosmogónica), sino
que confabula, a veces sin saberlo, con lo sucesivo artificialmente vuelto
tradición (alienación disfrazada de autenticidad). Por ejemplo, el crítico Leo Braudy (Film Theory and Criticism, 1979) se queja
de que las obras “cultas” —definidas como las que “caen” en el error de definir
a la cultura como coto alrededor del castillo— o “libres” —es decir, libres de
genealogía, desarraigadas, cuando no parricidas— quieren decirlo todo de una
vez, lo que las obliga a ser excesivas y poco comprensibles, mientras que la
tradición genérica “va más despacio”. Ir
despacio corresponde a ser comprendido por la generalidad del público; de
ahí la “utilidad” de los géneros dramáticos, que son formulaciones
convencionales cuyo juego reiterativo es asumido por los espectadores
mayoritarios con inmenso placer: éstos reconocen un melodrama y adivinan (es
decir, esperan) que al final el villano será castigado; del mismo modo, saben
que en un western habrá un duelo
entre los malvados y los justos con una ardua victoria de estos últimos; o que
en una comedia el protagonista habrá de sufrir innumerables choques y reveses
pero a la vez estará protegido por una especie de poder superior que ama a la inocencia
o a la ingenuidad (y, cada vez más, a la estupidez); o que en un musical los personajes podrán romper a
cantar a mitad de una conversación sin que los demás personajes se extrañen o
escandalicen.
Así como
los niños saben que en los cuentos de hadas la bruja malévola o el poderoso
hechicero recibirán su oportuno castigo, y ello no impide a aquéllos sufrir o
festejar las andanzas de los personajes (e incluso escuchar cien veces la misma
historia con idéntica emoción), el “gran público” ama consumir situaciones estandarizadas
que le garantizan una resolución justa y satisfactoria. En la medida en que
esté seguro de que esa resolución habrá de presentarse, el espectador aceptará
lo divergente o disparatado de las historias que le cuentan; en última
instancia, todo arte narrativo se resuelve en eso: contar historias con mayor o
menor ajuste a lo convencional.
Lograr una verosimilitud —hacer que algo parezca
real o auténtico— es siempre más importante que cuestionar las definiciones
usuales de realidad o de autenticidad. La tradición es una garantía y, en gran medida, equivale a una vindicación en sí misma.
El “espectador medio” pide que en los universos ficticios el mal sea castigado,
y en general que exista en las historias todo lo que está radicalmente ausente
de la vida cotidiana: orden, justicia, direccionalidad y sentido. Esta
“tradición” tiene el primordial objetivo de tranquilizar: el niño se duerme con
placidez luego de haber escuchado los horrores que suelen convocar los cuentos
de hadas; del mismo modo, los espectadores de cine hollywoodense consumen una
avalancha de atrocidades (a esto se llama “realismo”) porque los desenlaces los
confortan al explicarles que el mal no es absoluto.
Todo esto
origina otro sobreentendido: si las obras que van más despacio son mejor comprendidas, por tanto la total inmovilidad
equivale a comprensibilidad absoluta; en otras palabras: la mayor tradición, la
más rica herencia, es la que carece de todo movimiento. Pero ¿no es la cultura
un vértigo voraz, no corresponde cada modernidad a una avalancha de novedades y
no radica en éstas el encanto de lo sucesivo? En la novela El gatopardo (1959), Giuseppe Tomasi di Lampedusa responde con
suficiencia: todo se mueve para quedar como estaba; todo cambia para no variar.
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[Fragmento de “Tradición y ruptura: el conflicto esencial”, sexto anexo de Mirador en una cuerda floja,
CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]