DGD: Redes 103 (clonografía), 2009 |
(II) Guerra y paz
Para la razón occidental, los cuatro jinetes del Apocalipsis
se llaman Paradoja, Ambigüedad, Contradicción e Incertidumbre. Occidente no
sabe qué hacer con ellos y los encuentra a cada paso que da. Pero en cierta
forma sí ha sabido qué hacer: manipularlos para basar en ellos una muy retorcida
forma de la autoafirmación, a partir de una apariencia según la cual Paradoja,
Ambigüedad, Contradicción e Incertidumbre son anomalías (rupturas) en una Tradición
que constantemente triunfa sobre ellas.
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Los enfoques se manipulan para que la tradición sea en unos
casos deseable y modélica, y en otros indeseable y aberrante. Por ejemplo, se
espera que la juventud sea irruptora para que la madurez se vuelva una
confirmación de lo tradicional. De ahí el extendido refrán “El que a los veinte
años no es un rebelde no tiene corazón, y el que a los cuarenta no es un
conservador no tiene cerebro”. La ruptura se vuelve tan rutinaria como en otro
nivel las revoluciones se institucionalizan.
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Uno de los aforismos más significativos a este respecto se
halla en Los siete pilares de la
sabiduría (1926) de T.E. Lawrence, el libro autobiográfico del legendario
aventurero y militar inglés que, conocido como Lawrence de Arabia, se unió a la insurrección árabe contra el
dominio turco durante la primera guerra mundial. En este libro, el aforismo en
cuestión es colocado por el autor en labios del cínico y poderoso príncipe
árabe Faysal (que más tarde sería el rey Faysal I de Irak): “Los hombres
jóvenes hacen la guerra, y las virtudes de la guerra son las virtudes de los
jóvenes: valentía y esperanza en el futuro. Entonces los viejos hacemos la paz,
y los vicios de la paz son los vicios de los viejos: desconfianza y cautela. Así
debe ser”.
Es una forma
muy simétrica y conveniente de plantear a la guerra como una “tradición de la
ruptura”, cuyos motores son la valentía y la esperanza en el futuro, y a la paz
como una “ruptura de la ruptura” que hace retornar el orden (la tradición),
definido como un vicio necesario que se traduce en desconfianza y cautela
(hipocresía).
La guerra
queda definida como juventud/virtud y la paz como vejez/vicio. Los rebeldes de
veinte años devastan con valentía y esperanza en el futuro, y luego los
conservadores de edad madura pactan una paz que se sostiene con pinzas a través
de la desconfianza —no sólo entre bandos sino entre los miembros de un mismo
bando—, hasta que llegue la siguiente guerra (es decir, el futuro, visto con
esperanza por los jóvenes y con temor por los viejos). Y el broche de oro: “Así
debe ser”.
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Lo retorcido del asunto es que no se habla de dos bandos separados
e inmutables que se contraponen, sino de un bando que eventualmente se convierte en el otro: esos jóvenes valientes
y esperanzados (necesariamente idealistas) que hacen la guerra porque tienen
corazón, se transforman con el tiempo
en esos ancianos cobardes e hipócritas (obligatoriamente realistas) que hacen
la paz porque tienen cerebro.
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Los siete pilares de
la sabiduría fue adaptado a la pantalla por Robert Bolt en el clásico Lawrence de Arabia de David Lean (1962).
Ahí Lawrence está planteado como un personaje profundamente contradictorio: por un lado es una
especie de Mesías que se compromete con la causa insurgente de los árabes
contra el brutal yugo de los turcos, en principio traicionando —por su carácter
rebelde, independiente e imprevisible— al imperialismo colonialista británico del
que procede, y por otro es un caudillo sanguinario aclamado como héroe por ese
mismo imperio. Este hombre se convierte en una ruptura que hizo un gran
servicio a la tradición.
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La película representa a Lawrence joven como rebelde, idealista
y temerario (exclama que nada está escrito sino hasta que uno mismo lo
escribe); a continuación se pormenorizan sus choques con la “realidad” y su
amargura creciente; cuando ha madurado,
su conflicto primordial radica en que no se resigna del todo a convertirse en un
hombre cínico, hipócrita, conformista y duro, es decir, lo diametralmente
opuesto a lo que fuera en sus primeros tiempos.
Pero en
realidad el peor de sus choques surge cuando se da cuenta de que la oscuridad
contra la que lucha no sólo está fuera sino también dentro de sí mismo. No en
balde el filme acentúa aquel momento en que Lawrence (Peter O’Toole) confiesa
que tuvo que matar a un hombre; a continuación comenta que hay algo en ese crimen
que no le gusta, y lo explica en dos palabras: “Lo disfruté”. Esta secuencia
culmina en aquella otra en que se le ve en batalla, cubierto de sangre, matando
a diestra y siniestra en un frenesí demencial.
Lawrence enloquece
porque se percata de que lleva en sí mismo esa tiniebla a la que de joven
contemplaba como “caos que puede reescribirse” y que luego de su experiencia se
le quiere imponer como “orden inevitable”. También su aliado, el príncipe Faysal (interpretado en la película por Alec Guinness),
comenzó como joven idealista dispuesto a cambiar el mundo; también, como casi todos
los personajes del realismo hollywoodense, los choques con la realidad lo han
vuelto “más triste y más sabio”, lo cual significa que ha aprendido a “navegar”
en la tormenta, sobrevivir en medio de la devastación, y a cambiar el discurso
de la conciencia por el de la conveniencia, inmerso, como está, en una realidad en la que “el que no
se dobla, se quiebra”. Ha aprendido a “doblarse” con una apariencia de dignidad:
se ha vuelto un anciano realista que acepta la imposibilidad de cambiar el
mundo. Es, pues, uno de esos líderes aclamados por el “orden mundial”: su sabiduría
práctica no radica en sus victorias sino en las concesiones que hace para
obtenerlas.
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La única diferencia entre Faysal y Lawrence es que este último
no termina por aceptar lo “imposible”. No le queda, pues, sino el
desquiciamiento, cuando a pesar de todo sigue negándose a admitir la
“evidencia” según la cual un verdadero cambio de “orden mundial” implicaría la
desaparición de lo humano.
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Un bando se transforma en el otro para la “ordenación” del
mundo, pero éste es un mundo masculino. Lawrence
de Arabia es una película sin mujeres (no hay un solo nombre femenino en el
reparto principal y de cuadro); éstas sólo aparecen como cadáveres en las
aldeas arrasadas por los turcos, o como siluetas silenciosas que contemplan a
los hombres ocultas por las celosías del harén. En el patriarcado, que es la tradición, lo femenino es una ruptura férreamente regulada. En el
mundo de la guerra la mujer no tiene un papel
sino un uso, y está ajena por
completo a la regulación de ese
mundo.
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Las rupturas están férreamente reguladas en todos los
niveles. Sin rupturas no hay “avance”, y por ello resultan indispensables
puesto que surgen del temido territorio off
limits (primera contradicción: son imprevisibles y a la vez están predichas
y hasta reguladas de antemano). Constantemente se las induce para garantizar la
“continuidad”, pero de un modo controlado, extraoficial, sobreentendido, con
objeto de evitar la aparición de las rupturas que en verdad podrían poner en
peligro a la tradición, cuestionar
sus valores, poner en duda sus “logros”. ¿Qué tradición es ésta? La que se
adapta día con día para seguir los lineamientos no de una riqueza cultural
pretérita sino del discurso de la conveniencia del poder.
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