DGD: Redes 198 (clonografía), 2012 |
(XIV) Lo sedentario y
lo nómada
En el célebre prólogo a su reunión de prólogos (Torres
Agüero, Buenos Aires, 1975), Borges recuerda un momento capital de la historia
argentina:
En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser
españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que
fuera distinta. Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado
hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura
indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo. Optamos, como era fatal,
por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano,
llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé). Fuera de la sangre y del
lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que
ninguna otra nación.
“Dejar de ser españoles” es romper una tradición manipulada.
La asamblea legislativa de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que se
reunió entre los años 1816 y 1820 —primero en la ciudad de San Miguel de
Tucumán y luego en Buenos Aires—, buscaba “una tradición que fuera distinta”, y
en su propia raíz indígena encontró otra tradición manipulada a la que acceder
resultaba “no menos imposible que absurdo”. El grupo que sancionó la
Declaración de Independencia y la Constitución Argentina de 1819, eligió, según
sintetiza Borges irónicamente, una tradición “distinta”, la francesa, porque
Francia había sido tan influyente para ellos como las dos tradiciones más
íntimas, la sangre y el lenguaje. Este grupo siente como ajena a la tradición
española; al romper con ella, busca una tradición que no le es menos ajena
(porque no la lleva ni en la sangre ni en el lenguaje), pero que se diferencia
de la española en que ese grupo la ha
elegido, mientras que la española se le ha impuesto.
*
Borges habla de tres tradiciones a las que no parece posible
colocar en un mismo nivel, sino más bien en niveles descendentes: 1) la sangre;
2) el lenguaje; 3) la cultura. La primera es, con toda evidencia, imposible de
romper; la segunda no puede romperse sino sólo ampliarse; es en la tercera en
la que resulta posible emprender una ruptura, que en este caso consiste en ser
remplazada (aunque nunca de forma “definitiva” o “total”). El Congreso de
Tucumán, en representación de su pueblo —puesto que cuenta con la misma sangre
y con un lenguaje ampliado—, se siente capaz de insertarse en la tradición
elegida.
*
Y no puede negarse que la fuerza de la tradición con la que
estos vanguardistas legislativos rompieron les permitió insertarse en la
elegida con la suficiente intensidad. (Porque todo indica que la ruptura, para
ser significativa, debe tener la fuerza suficiente como para compararse a la
potencia de la tradición a la que se opone. De otra manera no puede alejarse de
ella, y menos aún adoptar una tradición “distinta”.)
*
La ruptura de una tradición, pues, se entiende aquí como el
paso necesario para adoptar otra tradición. (Nadie habla de quedarse sin tradición alguna; aun el Congreso de
Tucumán busca no una destrucción sino un remplazo; no una mera renuncia sino un
renuevo.)
En un nivel,
la tradición es aquello que ha sido impuesto, y la ruptura equivale a renunciar
a tal imposición. En otro nivel, sin embargo, la ruptura no es más que el
trámite, el paso, el puente entre una y otra tradición, que se diferencian de
manera subjetiva: este grupo pasa de una tradición impuesta a una elegida. Pero
las dos son tradiciones. Lo que vuelve a una de ellas indeseable y a la otra
deseable, es justamente la postura intelectual del grupo que las contempla: la orientación de su deseo.
*
Pero ello no implica que la tradición de llegada (la
francesa) sea la “buena” o “definitiva”, así como tampoco la tradición de
salida (la española) es necesariamente la “mala” o “precaria”. La ironía
borgesiana se explica acaso en otro de sus prólogos, el de Recuerdos de provincia de Sarmiento, autor de quien Borges afirma
que es enemigo de España pero no necesariamente para cambiarla por Francia,
sino por la universalidad a la que este último país simboliza: “[Sarmiento] sabe
que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y
del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin
exclusión alguna”.
Al paso del
tiempo, los descendientes de este grupo podrían renegar de la tradición
francesa, puesto que bien pueden llegar a sentir que se les ha impuesto (“diferir de los padres es tal vez
una fatalidad de los hijos”, afirma Borges en otro de sus prólogos);
acaso elegirán otra, no por “mejor” sino por elegida. Y sus descendientes podrían actuar de la misma manera. Y
ya hay aquí, una vez más, “tradición de la ruptura”. Un momento en que Borges
se aproxima a este concepto es
su afirmación según la cual el desafío de Yeats a la tradición (que implica a
la evolución de la poesía británica: “el pasaje de lo remoto, lo ilustre y lo
melodioso a lo inmediato, lo común y lo áspero, sin menoscabo de la esencia”) es tradicional.
Pero acaso lo que sucede en Argentina
(y en el mundo entero en virtud de la tradición manipulada) es incluso peor; el
mismo Borges lo prefigura: “A
unos treinta años del Congreso de Tucumán, la historia no había asumido todavía
la forma de un museo histórico. Los próceres eran hombres de carne y hueso, no
mármoles o bronces o cuadros o esquinas o partidos”.
*
Podría preguntarse, entonces, si la tradición es el puente
entre las islas y no las islas mismas. O acaso sea más fructífero imaginar que
sólo hay islas, y que es la actitud de los que las habitan o viajan entre ellas
lo que las convierte, ya sea en tradiciones (sedentarismo) o en rupturas
(nomadismo). Tal vez esa actitud no puede tener otro nombre que fervor. Borges
anota: “sin la tradición que [Bartolomé] Hidalgo inaugura no hubiera existido
el Martín Fierro, pero también es cierto que [José]
Hernández se rebeló contra ella y la transformó y puso en el empeño todo el
fervor que encerraba su pecho y tal vez no hay otra manera de utilizar una
tradición”.