DGD: Redes 191 (clonografía), 2012 |
(XVII) Misantropía y altruismo
En el
prólogo a Facundo de Sarmiento,
Borges dejó estas líneas, cuya esencia solía repetir en muy diversas circunstancias:
“El mayor escritor comprometido de nuestra época, Rudyard Kipling, comprendió
al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una
fábula, pero no la
íntima comprensión de su moraleja. Recordó el curioso caso de Swift, que se propuso
redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños.
Regresemos, pues, a la secular doctrina de que el poeta es un amanuense del
Espíritu o de la Musa. La mitología moderna, menos hermosa, opta por recurrir a
la Subconsciencia o aun a lo Subconsciente”.
Borges se hace eco de la ironía de
Kipling, sin que ello contradiga la seriedad y profundidad de la tesis. Resulta
inquietante, y revelador, el que los inventores de fábulas puedan conocer la
forma pero no del todo el contenido; en cierto modo es un llamado a la humildad
el que deban considerarse amanuenses del Espíritu, o de la Musa, o del
Subconsciente, o del Inconsciente colectivo, vehículos de un algo que se dice a través de ellos, y de
lo que no están del todo conscientes. Uno de los mayores ejemplos sería el de
Cervantes, que cree estar haciendo una sátira de las novelas de caballería y lo
que deja es un hondo testimonio de la tragicomedia humana, un retrato del alma
que se niega a dejar de soñar.
*
Sin
embargo, el ejemplo que Kipling y Borges ofrecen es equívoco, porque dicho de
esa forma —“se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un
libro para niños”—, oscuramente sobreentendemos que tal cambio fue obra de un Destino
o de una Musa y que éstos, pese a las intenciones del autor, dieron a Los viajes de Gulliver su rostro “verdadero”.
Pero quien transformó a una cosa en la otra fue una sociedad, una cultura, aquella contra la cual Swift levanta su
crítica y que se venga convirtiendo a ese manuscrito corrosivo en un “simple
libro para niños”, con lo cual los niños se vuelven, una vez más, “simples”, y
se muestra con qué facilidad la más aguda crítica contra la sociedad puede
banalizarse; dicho de otra manera, se prueba con qué insolencia la ruptura
más virulenta puede ser transformada en la más ortodoxa tradición.
*
Existe
otro equívoco, más grave, al decir que Swift “se propuso redactar un alegato
contra el género humano”, porque aquí se trasluce una de las más tramposas
equiparaciones que a todos se nos hace sobreentender: la de humanidad con sociedad. Esta tramposa sinonimia es gemela de otra: el tan
frecuente decir “la vida” cuando lo que se quiere significar es “la vida
social”, que no son lo mismo en absoluto.
*
Cuántos
suicidas habrían tomado otro camino si se hubieran dado cuenta de que es
perfectamente posible escapar de la vida social sin renunciar a la vida. Y es
que, en general, no sólo equiparamos humanidad con sociedad, sino con nuestra sociedad; perdonamos hasta
nuestros mayores errores, mientras que somos severísimos con las menores
equivocaciones de sociedades lejanas a la nuestra, en tiempo o en espacio.
Al respecto dice Swift: “cuán
vano intento es en un hombre el de hacerse honor a sí mismo entre aquellos que
están fuera de todo grado de igualdad o de comparación con él”. La comparación
es uno de los temas fundamentales de Gulliver;
gigante entre diminutos, o diminuto entre gigantes, el narrador termina por
intuir que “la comparación me inspiraba un lamentable concepto de mí mismo”, y
lo que hace en consecuencia es que “pasaba por alto mi propia pequeñez, como es
corriente en cada uno hacer con sus defectos”. Uso primordial del discurso de
la conveniencia.
La posteridad ha actuado respecto a Swift del mismo modo que ante otros autores irreductibles: lo ha acusado de misántropo, es decir, de odiador de la humanidad. Y quienes transmiten esta etiqueta se respaldan en el famoso pasaje de una carta de Swift a Alexander Pope, en el que aquél afirma: “Principalmente odio y detesto a ese animal llamado hombre”. Al reiterar hasta el cansancio esta cita, la crítica está filtrando no sólo la obra entera de Swift sino su vida misma, de tal manera que quedará muy poco de la presencia de Swift en su posteridad (sólo permanecerá lo que ha sido filtrado, que es casi únicamente el de ser “autor de un libro para niños”). La crítica quedará muy satisfecha al usar palabras de Swift para alejarlo de los lectores.
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La posteridad ha actuado respecto a Swift del mismo modo que ante otros autores irreductibles: lo ha acusado de misántropo, es decir, de odiador de la humanidad. Y quienes transmiten esta etiqueta se respaldan en el famoso pasaje de una carta de Swift a Alexander Pope, en el que aquél afirma: “Principalmente odio y detesto a ese animal llamado hombre”. Al reiterar hasta el cansancio esta cita, la crítica está filtrando no sólo la obra entera de Swift sino su vida misma, de tal manera que quedará muy poco de la presencia de Swift en su posteridad (sólo permanecerá lo que ha sido filtrado, que es casi únicamente el de ser “autor de un libro para niños”). La crítica quedará muy satisfecha al usar palabras de Swift para alejarlo de los lectores.
Y sin
embargo, aquí no se está haciendo sino poner en práctica una de las más burdas
y a la vez eficientes tácticas del discurso de la conveniencia: el citar de
manera incompleta, gran ejemplo de lo cual es el “errar es humano” de Séneca,
casi un lema de la modernidad del que se ha expurgado la segunda mitad: “pero
perseverar en el error es diabólico”. Lo mismo se hace con aquella frase de
Swift, de la que se ha censurado la parte final: “Principalmente odio y detesto
a ese animal llamado hombre, aunque con todo mi corazón amo a Juan, a Pedro, a
Tomás, y así”. Swift desconfía de la masa, que tiende a la abstracción
manipulable, y confía en el individuo, que tiene como características la
concreción y la imprevisibilidad.
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Swift
redactó un alegato contra la vida social, no contra la vida. Es muy fácil calificar a los críticos de la sociedad como
“misántropos”; es, de hecho, la más efectiva de las armas para minimizar su
virulencia, para acallar la exactitud de sus denuncias, para deshacerse de la
tremenda incomodidad que surge de verse en un espejo tan nítido, tan insobornable.
Pero ese espejo —hay que reiterarlo sin fin— no fue construido contra el género
humano, sino contra la sociedad, y su primera virulencia consiste en hacernos ver
que ambos términos no son, ni con mucho, sinónimos.
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Rubén
Bonifaz Nuño, en el prólogo a su traducción de Cármenes de Catulo, sostiene que “hay, en todo verdadero gran
poeta, una médula básica de malignidad, mezcla de admiración y desprecio
profundo por los hombres, con la cual él se considera a veces a sí mismo, y
mira, siempre, hacia todo cuanto externamente lo condiciona”.
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Swift
coloca en Los viajes de Gulliver (el
libro original, no el pasteurizado por su posteridad) una verdadera bomba, que es justamente un antídoto contra
todos los condicionamientos. Es por ello que resultan casi intolerables
los párrafos como aquel en que un personaje se atreve a resumir la historia
humana en “un montón de conjuras, rebeliones, asesinatos, matanzas,
revoluciones y destierros, justamente los peores efectos que pueden producir la
avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la
locura, el odio, la envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición”
(II-6).
La frase “pasteurizado por su posteridad” permite un juego de palabras no demasiado burdo: la pausteridad. En efecto, eso es precisamente lo que hace cada modernidad: pasar el pretérito por un tamiz, por un filtro, y sólo rescatar lo que esa modernidad valora, desechando todo lo demás. Y lo hará en un sentido de “purificación” e incluso de “sanidad” (en el sentido de “filtración sanitaria”). En el territorio del arte, la posteridad pasteuriza de tal modo que en el imaginario y la memoria colectiva sólo permanece lo conveniente.
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La frase “pasteurizado por su posteridad” permite un juego de palabras no demasiado burdo: la pausteridad. En efecto, eso es precisamente lo que hace cada modernidad: pasar el pretérito por un tamiz, por un filtro, y sólo rescatar lo que esa modernidad valora, desechando todo lo demás. Y lo hará en un sentido de “purificación” e incluso de “sanidad” (en el sentido de “filtración sanitaria”). En el territorio del arte, la posteridad pasteuriza de tal modo que en el imaginario y la memoria colectiva sólo permanece lo conveniente.
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Swift denuncia implacablemente cada una de las lacras que
observa en las sociedades, en todos los niveles, y sin duda su observación está
cargada de pesimismo, e incluso de nihilismo, pero eso no lo hace un
misántropo. El verdadero misántropo se encierra en una torre de marfil, que es
una torre de desprecio, y nunca habla a aquellos a los que repudia. Swift, y
otros grandes satiristas como él, salen a la calle y hablan a quien quiera oírlos. Hacen obra, se arriesgan al
territorio del decir y del hacer.
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Al respecto puede recordarse lo que escribió Tomás Segovia: “El
lenguaje es un espacio para una transparencia, y ‘decir’ es ponerse o querer
ponerse bajo unos rayos X. Hablar es exponerse. La transparencia es pues
expuesta, mientras que el poder y la fuerza están defendidos. El hombre
impenetrable y opaco no nos permite entrar en él y así parece real como un
objeto” (“El silencio y el resto”, 1964).
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Los grandes satiristas no son “misántropos”, e incluso bien
podrían ser vistos como los únicos verdaderos altruistas: si desprecian algo es
a su sociedad, no al hombre; algo en su interior les dice, con plena y casi
dolorosa claridad, que la vida no es ni con mucho un sinónimo de la vida
social, ni el hombre sinónimo del aparato de poder que lo domina. El verdadero
misántropo es impenetrable; el altruista se transparenta, se arriesga a
equivocarse, se deja ver.
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En Gulliver, Swift
afirma que la corrupción de la facultad de razonar es peor que la brutalidad
misma. Pero agrega: “Con todo, [...] no era razón lo que poseíamos, sino
solamente alguna cierta cualidad apropiada para aumentar nuestros defectos
naturales, de igual modo que en un río de corriente agitada se refleja la imagen
de un cuerpo deforme, no sólo mayor, sino también mucho más desfigurada”.
A la vez, con
Rabelais, Swift piensa que “la verdad, la justicia, la moderación y sus
semejantes residen en todos los hombres” y que “la razón por sí sola es
suficiente para dirigir a un ser racional”. Para este autor, el Mal comienza
con la aparición de los aparatos autonombrados como intermediarios: la Iglesia,
intermediaria entre Dios y el hombre; el Estado, intermediario entre el hombre
y el mundo; la burocracia, intermediario entre el hombre y el Estado. Llamar a
estos autores misántropos es confabular con la verdadera misantropía, la del
poder, que quiere ser, a fin de cuentas, el intermediario entre el hombre y el hombre
mismo, es decir el que se interpone entre el hombre y su conciencia, o su
psique, o su alma.