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DGD:
Paisajes-Ciudad alienígena 10
(clonografía), 2001
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Existe una Historia que cuentan todas las historias, un Mito de fondo que se halla oculto detrás de las leyendas urbanas de moda, una única y persuasiva Moraleja debajo de las aparentemente diversas y contradictorias moralejas individuales en las obras del arte narrativo occidental. No es un “lujo” ni un “delirio” el intento de desentrañar esa Historia general, ese Mito global, esa Moraleja institucional; es, en todo caso, un deber de todo individuo que desee usar esa libertad expresiva e imaginativa que por todos lados se fomenta pero que prácticamente no se usa.
En su ensayo “El emperador de todas las cosas” (“Emperor of Everything”, en Isaac Asimov’s SF Magazine, 1987), Norman Spinrad hace uso de esa libertad y coloca los puntos sobre las íes en un territorio sembrado de minas explosivas. Ahí Spinrad afirma que la gran mayoría de las novelas más difundidas de ciencia-ficción y fantasía (y, podría agregarse, de las películas basadas en ellas) cuentan casi siempre una única Historia bajo distintos disfraces. A continuación, con su desparpajo e ironía características, Spinrad procede a describir esa Historia en sus términos esenciales:
Nuestra historia comienza en los límites de la civilización, en
donde un joven aparentemente normal está sufriendo los tormentos de la angustia
adolescente. Sin que lo sepan los patanes que lo rodean (y quizá sin que lo
sepa él mismo), es, de hecho, el heredero legítimo aunque exiliado del trono
del Imperio, o un superhombre mutante de incógnito, o el propietario de poderes
mágicos latentes, o quizá, sencillamente, un fuera-de-serie con una espada de doble
filo.
Pero las Fuerzas
Oscuras están en auge, se está cociendo un Apocalipsis como la copa de un pino
entre el Bien y el Mal, y nuestro héroe está destinado, por imperativos
genéticos, hereditarios o argumentales, a ser el campeón de los Ejércitos de la
Luz. Unos siniestros personajes merodean buscándolo, y puede que hacia el final
del primer capítulo hayan estado cerca de eliminarlo.
No tarda en aparecer
un forastero procedente de los mundos centrales, un Forastero poseedor de
conocimientos avanzados, perspectiva histórica, visión política y la misión de
buscar al Enchufado del Destino para entrenarlo y conseguir que se enfrente a
Darth Vader en la gran pelea por la corona de peso pesado del universo.
Así comienza la educación
errante de nuestro héroe bajo las directrices de Merlín el Mutante. Irá
desarrollando sus poderes potenciales en un viaje organizado por la galaxia, y a
golpes irá abriéndose paso desde la nada de la que provino, en una lenta
trayectoria espiral hacia el Trono del Imperio.
Por el camino sufre el
desprecio de la Princesa, va acumulando a su alrededor un abigarrado sistema
satélite de duros tenientes y sargentos de primera, monta un Ejército del
Pueblo, salva a la Princesa —ganándose su amor de paso—, y por último le revela
su Identidad Secreta de legítimo Emperador de Todas las Cosas y la convierte a
la causa.
El ejército
guerrillero se abre camino luchando hasta Roma, y consigue llegar al Palacio
Presidencial tras una batalla de unas sesenta páginas llena de sacrificios y
proezas. Pero el Señor Oscuro no ha llegado a convertirse en Maestro del Mal
chupándose un dedo: así que se mete una herradura en el guante de una mano y un
disruptor neurónico en el guante de la otra, y el héroe y él se disputan quince
asaltos mano a mano en lucha por el destino del universo.
Pero resulta que el
Tío Feo no ha oído hablar de las reglas de boxeo del Marqués de Queensbury:
tumba al árbitro sobre la lona y nuestro chico recibe palos durante catorce
asaltos, así que parece que al universo le espera una mala racha de un millón
de años.
Pero, justo cuando
está en el suelo y a punto de oír el final de la cuenta regresiva, sus poderes
mágicos entran en acción, la princesa le lanza un beso, Obi Wan Kenobi le
recuerda que la Fuerza lo acompaña, su intelecto mutante le permite fabricar un
lanzarrayos de partículas con palillos y clips, y un criado al que una vez
salvó la vida le inyecta cien miligramos de anfetas sagradas.
Nuestro héroe se
levanta de la lona a la cuenta de nueve y lanza un inspirado discurso: “Eh, tú”,
dice al Villano Definitivo, “se te ha desatado el cordón del zapato”. Cuando
Ming el Implacable baja la vista para comprobarlo, el Héroe del Pueblo le lanza
un gancho a la mandíbula que lo saca del cuadrilátero y de la novela, haciéndolo
volar hasta el segundo libro de la serie.
El bien triunfa sobre
el mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en
Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás....
o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte.
En “El emperador de todas las cosas”,
Spinrad tiene la tremenda ambición no sólo de glosar la parte mayoritaria de la
literatura de ciencia-ficción y fantasía sino a fin de cuentas toda la
literatura desde un punto de vista arquetípico y global: el resorte secreto de
prácticamente todas las historias centradas por la figura de un héroe. Éste en
particular es “un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria
definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad”.
Independientemente de que se esté de acuerdo o no con esta visión, de entrada
es claro que Spinrad ha dado con la razón por la cual la ciencia-ficción es,
como se dice, una “lectura de adolescencia”. Es tal vez por eso que se deja de
leer ciencia-ficción y fantasía e incluso mitología cuando se deja atrás la
juventud, entendida como etapa de “sueños”, y se aborda la adultez, con todas
sus decepciones y desilusiones, como etapa de “realidades”.
Si tiene tanto éxito esa “fórmula
primigenia para la acción-aventura” a la que Spinrad denuncia es porque está
dirigida a los adolescentes, sí, pero también a esa pequeña pero significativa
parte del adulto que no se resigna del todo a perder la capacidad de
crecimiento, de sueño, de enfrentamiento con lo imposible, de trascendencia.
Por eso tiene tanto éxito Star Wars
lo mismo que toda la literatura de auto-ayuda y el seudo-esoterismo: porque, al
igual que la saga del “Emperador de todas las cosas”, promete una revancha de todas las
pérdidas. Lo malo es que una idéntica fascinación es la que rodeó al nazismo,
que no hizo otra cosa con las ideas de Nietzsche.
Spinrad sabe
ubicar un digno contrapeso: la más lúcida revisión que se ha hecho al respecto, la de Joseph Campbell
en El héroe de las mil caras (The Hero with a Thousand Faces, 1949), al que Spinrad sabe dar su
sitio preciso: “el Héroe de las Mil Caras, a diferencia del héroe del Emperador
de Todas las Cosas, es un ser humano prototípico embarcado en una búsqueda
mística”.
La misma contraposición podría
establecerse experimentalmente en el cine de ciencia-ficción norteamericano,
entre Star Wars y Star Trek; en otras palabras: George
Lucas es a Gene Roddenderry lo que el “Emperador de todas las cosas” al “Héroe
de las mil caras”. El problema reside que en otros casos no es tan fácil
deslindar los bandos, y hay sagas que pisan ambos territorios, como Dune de Frank Herbert. Spinrad advierte este complejo
fenómeno:
También es cierto que muchas auténticas obras maestras del
género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales. Dune, Neuromante [Gibson], El libro
del Sol Nuevo [Gene Wolfe], ¡Tigre,
tigre! [Bester], la mayor parte del ciclo Dorsai de Gordon Dickson, El
Señor de los Anillos [Tolkien], Los
tres estigmas de Palmer Eldritch [Philip K. Dick], El Señor de la Luz [Zelazny], Nova
[Samuel R. Delany], La intersección
Einstein [Delany], las novelas del Mundo
del Río de Philip José Farmer, Forastero
en tierra extraña [Heinlein], Tres
corazones y tres leones [Poul Anderson], y otras muchas novelas de
auténtico valor literario son hermanas encubiertas, al menos en términos
argumentales, de esta fórmula primigenia para la acción-aventura.
Y si a eso vamos,
también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido,
Barbarroja y Musashi Murakami, las vidas [tal como las cuentan los libros de
historia] de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar,
Tokugawa Ieyasu, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia americana, [Dreiser], El conde de Montecristo [Dumas], David Copperfield [Dickens], El hombre que podía hacer milagros [H.G.
Wells] y Superman.
Por tanto, es obvio
que nos enfrentamos a algo más profundo que una simple fórmula de ficción comercial:
se trata de una historia arquetípica intercultural que parece surgir del
inconsciente colectivo de la especie, presente ahí en donde se cuenten
historias, e incluso hay quienes aseguran que es la historia arquetípica.
Spinrad (nacido en 1940 en el Bronx
neoyorquino) no es un teórico sino un escritor, un inventor de ficciones, y su
ensayo es divagante y un poco débil a la hora de los soportes éticos o
filosóficos, pero su llamada de atención no puede sino agradecerse. Qué bien
que nos haga recordar que el Héroe de las Mil Caras de Campbell tiene “un
maestro espiritual shamánico” y que su viaje “es la historia de su despertar
espiritual. Libra batalla con las facetas más bajas de su propia naturaleza, ya
sea de forma abierta o transmutadas en una imaginería de villanos o monstruos.
El inframundo o centro al que por fin consigue penetrar, es el Vacío que hay en
el centro de la Gran Rueda, el nivel de la mente en donde el ego y la
conciencia emergen de la base colectiva de la creación. Y la batalla definitiva
en el centro es la lucha por conseguir la fusión mística de su espíritu con el
mundo, el clímax triunfal mediante el que obtiene una trascendencia espiritual
con la que puede volver al mundo de los hombres como Portador de Luz e
inspiración heroica”.
Este fenómeno puede entenderse ya no
como el choque de dos formas opuestas de concebir el destino humano, sino como
una sola forma antiquísima de concebirlo, que ha sido deformada con fines de
manipulación colectiva. En otras palabras: contamos una única historia de dos
modos distintos; una de ellas, la minoritaria, la del Héroe de las Mil Caras,
es, después de todo —dice Spinrad—, “la historia de nosotros mismos, o al menos
la historia de nuestras vidas que todos escribiríamos si pudiéramos poner las
manos sobre el teclado del Procesador de Textos del Cielo, y por eso los
narradores profesionales nos la siguen contando una y otra vez por todo el
mundo a lo largo de los milenios, y por eso siempre estamos dispuestos a
vivirla indirectamente una vez más”.
Si esta historia originaria se cuenta
de forma sincera y sin trucos, “puede hacemos sentir valientes, fuertes y
alegres, y ello puede animarnos a realizar hazañas de valentía espiritual en
nuestras propias vidas”, pero si se cuenta con trampas y bajezas para explotar
nuestros deseos, apetencias y necesidades más íntimas y volverlas cómplices del
poder instituido y del ulterior conformismo, se convierte en el otro modo de
contar la misma historia: la del Emperador de Todas las Cosas, el mayoritario canto
del poder masculino predador y la barbarie: el espíritu adormecido.
Por eso es
tan resonante el momento en que Spinrad plantea la diferencia entre el Emperador de Todas las Cosas,
que es un Arnold Schwarzenegger vociferante y cargado de armas fálicas, y el Héroe
de las Mil Caras, que es “el Hombre Corriente transformado en el Portador de la
Luz, como el auténtico Bodhisattva, [que] rehúye la cima de la trascendencia
ególatra y vuelve al mundo de los hombres no como un avatar de la divinidad,
sino como un Hombre Corriente renacido, como avatar democrático del dios que
hay en el interior de todos nosotros. Y esa es la verdadera luz del mundo, no
la magnificencia de algún ungido Enchufado del Destino”.
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