DGD: Redes 116 (clonografía), 2009 |
En
ciertas ciudades cercanas al ecuador hay un exceso de luz y de calor. Las
actividades se detienen por varias horas poco después de medio día, y en pleno
furor solar las personas suelen tomar una siesta corta. Se refugian en lo
fresco de las habitaciones, en lo oscuro de sí mismas, pero no pueden separarse
del todo de un ámbito en el que, unos cuantos metros más allá de donde duermen,
vocifera el incendio. Estas siestas deben ser cortas si son curaciones, porque
si se prolongan se vuelven contraproducentes: si se le da tiempo, el incendio
circundante parecería que alcanza a llegar al sueño: al despertar el individuo
se siente letárgico, pesado, probablemente lo aqueja dolor de cabeza.
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Otra
cosa es el jet-lag, los efectos del
cambio de horario en aquellos viajeros que cambian de continente y llevan la
noche de un hemisferio al día del otro. Ante todo los pilotos de aviación conocen
este trastorno, que a veces combaten con antidepresivos: una atroz somnolencia combinada
con insomnio. Un estar atrapado a mitad de camino, sin poder dormir, sin poder
despertar. El jet-lag (también llamado
descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios)
se parece en eso al sonambulismo: ambos son un requerimiento de luz, ya sea la
luz refleja (noche) para inmovilizar al cuerpo físico y movilizar al cuerpo
sutil (sueño: un estar en todas partes), o bien la luz directa (día) para movilizar
a los músculos e inmovilizar a la conciencia (vigilia: un estar aquí y ahora).
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Pero
hay un jet-lag colectivo, un sonambulismo
apenas metafórico; no son pocos los autores que advierten que, en las sociedades
occidentales, el individuo “recorre los días de su vida como un autómata,
anestesiado, atrapado por el engranaje de la máquina del mundo” (Charles Reich, The Greening of America). En
realidad son innumerables las voces que se han levantado en esta denuncia, y
sin embargo la opinión pública las sigue escuchando (cuando las escucha) como
casos aislados: aislados, precisamente, por el carácter tan polémico como fundamentado
de la denuncia.
Neil Postman afirma que este
sonambulismo se debe a la rendición total de la cultura a la tecnología (Technopoly, 1992), y Langdon Winner
agrega que, dominados por la “tecnomanía”, “caminamos como sonámbulos por el
mundo que hemos creado, ajenos a lo que hemos perdido, sin pensar en las
consecuencias de las decisiones que no hemos tomado” (Newsday, noviembre 23 de 1997). Este “insomnio sonámbulo” colectivo
ya no tiene que ver con la situación geográfica y la presencia o ausencia de
luz solar, sino con una especie de oscuridad apenas metafórica que cubre al
mundo dominado por el tecnopolio.
*
Los estragos
que causa en el individuo la presencia del día en la noche y de la noche en el
día parecen multiplicarse en la colectividad. El ser humano parece exclamar,
como Tamino en La flauta mágica,
cuando de noche se queda solo en el patio del palacio: “¡Oh, noche oscura!
¿Cuándo vas a desaparecer? ¿Cuándo voy a encontrar luz en las tinieblas?”.
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Es una
pesadilla recurrente en la historia humana, la de andar en un entorno oscuro
con una débil lámpara en las manos. Qué antigua la admonición de Proverbios 20:20: “Se
le apagará su lámpara en oscuridad tenebrosa”. En la literatura abundan
descripciones como “De pronto se apagó la luz y todo quedó a oscuras”. Pero el
mito indica lo contrario: de pronto se
encendió la oscuridad y todo quedó iluminado. Podría argumentarse que no
hay ninguna simetría: cuando la luz se apaga, en efecto, todo queda a oscuras, pero cuando la oscuridad se enciende es
apenas “algo” lo que queda iluminado, en comparación con lo que permanece en
las tinieblas. Así pues, aquella frase debería terminar “y mi camino quedó
iluminado”, lo cual implica un matiz esencial: “yo quedé iluminado”. Esa
esencialidad implicada podría enunciarse de otra forma: “de pronto se encendió
la oscuridad y yo recordé que soy luz”.