DGD: Textiles-Serie blanca 33 (clonografía), 2012 |
Una cierta concepción teológica afirma: “El mal
metafísico no es propiamente mal; no es sino la negación de un bien superior, o
la limitación de los seres finitos por otros seres finitos”. Al menos en esto
concuerda la definición “laica”, que lo describe como la mutua limitación
que se hacen entre sí los componentes del mundo natural. A través de este
limitarse unos a otros, los objetos naturales se impiden alcanzar su perfección
“ideal”, ya sea por la constante presión de la condición física, o por súbitas
catástrofes de la naturaleza. Este es el nivel del Nadie metafísico, pero si se
examina bien al Nadie moral/social, no puede sino concluirse que también este
nivel se basa en una mutua limitación (“Los límites humanos son las otras
personas”, dice aquel refrán que ya prefiguraba el budismo con su sentencia “El
hombre está encadenado al hombre”): los miembros de la sociedad se limitan unos
a otros, se atajan, se mantienen en la línea media, no permiten que nada
destaque ni por encima ni por debajo del promedio. Incluso podría
adivinarse una correspondiente auto-limitación en el Nadie físico, cuyos
componentes corporales y espirituales asimismo se obstaculizan unos a otros: el
hombre social también se autolimita, plenamente convencido de las “barreras
biológicas”.
En el nivel del mal metafísico, la “experiencia”
indica que los organismos vegetales y animales son influidos de varias maneras
por el clima y otras causas; la existencia de los animales predatorios
(incluido el hombre) depende de la destrucción de la vida; la naturaleza está
sujeta a calamidades y convulsiones, y su orden depende de un sistema de
perpetua decadencia y renovación debida a las interacciones de sus partes. En
esta instancia, pues, el mal metafísico es una visión “ampliada” de la primera
categoría de mal, el físico. Para la ciencia no hay nada metafísico en esta
definición: ella lo llama sencillamente entropía, tendencia al caos. La versión
religiosa, en cambio, es una versión “ampliada” de la segunda categoría de mal,
el moral. El individuo ya no sólo debe preocuparse por su entorno, y es
invitado (otros dirán, obligado) por las religiones y sistemas espirituales a
entender su vida como inserta en una esfera mayor, incomprensible en sí misma
pero de efectos muy concretos en la existencia cotidiana.
Los preceptos religiosos se presentan como aún
más estrictos que los laicos (morales/sociales); de la noción de pecado nace la
de castigo, que es la sanción divina al incumplimiento de una obligación moral.
En este nivel la codificación es abrumadora: el pecado puede ser de comisión
(un acto positivo contrario a preceptos prohibitivos) y de omisión (una falta
de cumplimiento de lo ordenado, o incluso el deseo de algo incompatible con ese
cumplimiento); en cuanto a su “malicia”, se distinguen en pecados de
ignorancia, de pasión o de dolencia; en cuanto a las actividades que
involucran, en pecados de pensamiento, palabra o hecho; en cuanto su gravedad,
en veniales o mortales.
Existen pecados materiales (una acción contraria
a la ley divina pero no conocida como tal por el agente, como una persona que
toma algo ajeno mientras piensa que es suyo) y formales (el agente libremente
trasgrede la ley, ya sea que ésta realmente exista o sólo se crea que existe,
por ejemplo si alguien toma lo ajeno en la certeza de que pertenece al
prójimo). Hay pecados internos: delectatio morosa (el placer logrado en
un pensamiento malvado incluso sin desearlo), gaudium (vivir complacido
con los pecados ya cometidos), desiderium (el mero deseo por lo que es
pecaminoso). El deseo, pues, está penado como activo; un deseo efficacious
incluye la intención deliberada de satisfacerlo y tiene la misma malicia
(mortal o venial) que la acción prevista. Un deseo inefficacious es
aquel en que la voluntad está preparada para realizar una acción malvada en
caso de que cierta condición se verifique. Mientras no se llegue al “pecado de
acción” y se limite a lo imaginario, el deseo no involucra pecado y hasta es
considerado útil, puesto que “purga” a la acción.
En un curioso acceso de humor involuntario, la
Iglesia católica acepta que esta maraña —cuyo nombre bien puede ser “industria
del pecado”— prácticamente penaliza a cada detalle de la vida cotidiana, y el
Concilio de Trento afirma: “Si alguien declara que un hombre, una vez absuelto,
no puede pecar de nuevo, o que puede evitar para el resto de su vida todo
pecado incluso venial, excomulguémoslo”. Ante tal complejidad no es extraño que
los sistemas panteístas negaran la distinción entre Dios y sus criaturas y
afirmaran que el pecado es imposible. Si Dios y el hombre son uno, éste no es
responsable de sus actos y la moralidad es destruida.
Tampoco el materialismo da lugar al pecado,
puesto que no sólo niega la espiritualidad y la inmortalidad del alma, sino la
existencia de cualquier espíritu y, consecuentemente, de Dios. Para el
materialismo evolucionista, el hombre no es sino un animal altamente
desarrollado y la conciencia un producto de la evolución. Ésta ha revolucionado
a la moralidad y ya no existe el pecado. El materialismo monista afirma que no
hay ni puede haber voluntad libre: sólo existe un origen de todos los
fenómenos, incluido el pensamiento; el hombre no es sino un juguete en manos de
ese torrente que lo mueve a su gusto y finalmente lo lleva a la nada
(curiosamente, el dogma religioso coloca a la nada como origen, mientras que el
pensamiento materialista la sitúa como efecto final). No hay lugar para el bien
y el mal: el pecado es imposible, puesto que no lo hay sin ley, sin libertad y sin
un Dios personal.
Lutero y Calvino muestran que, propiamente
hablando, no queda voluntad libre en el hombre luego de la caída de Adán y Eva;
el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible incluso con la asistencia
de la gracia: el hombre peca en todas sus acciones. La fe salva y no hay
necesidad de buenas obras. Jansenio en sus Agustinos enseña que, de
acuerdo a los poderes presentes en el hombre, la mayoría de los preceptos
divinos son imposibles de cumplir incluso para el individuo más justo y
esforzado: la voluntad no es libre, sino que está guiada necesariamente por la
concupiscencia o la gracia. Baio (Michael Baius o De Bay, 1513-1589), que
enseñaba una doctrina semiluterana, llegó a afirmar que la libertad no está
enteramente destruida sino sólo debilitada: sin la gracia, no se puede sino
pecar. La verdadera libertad no es necesaria para el pecado; un acto malo
cometido involuntariamente vuelve al hombre responsable.
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[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]