DGD: Redes 93 (clonografía), 2009 |
“Cuando la oscuridad es nada más que la ausencia
de luz y no es producida por la creación, entonces el mal es meramente falta de
bondad”, dice san Agustín, y así llega a su no poco terrible conclusión: “El
universo sería menos perfecto si no incluyera al mal”. No pocos han preguntado,
por ejemplo: ¿el siglo XX sería “menos perfecto” si no hubiera existido el
Holocausto?
Esa pregunta se formula, desde luego,
descontextualizando a la aseveración agustiniana; y sin embargo, ¿es que las
preguntas acerca del mal (o de lo divino, o del universo, o de cualquier
elemento suficientemente hondo) sólo pueden plantearse en un determinado
contexto, es decir, insertándolas en una especie de respuesta previa?
Aún más terrible es la culminación de la fe en santo
Tomás: Si malum est, Deus est, “Si hay mal, existe Dios” (Contra
Gentes 3, 71). Esta tesis tomista exclama que “el fuego no podría existir
sin la corrupción de lo que consume. El león debe matar al asno para vivir. Si
no hubiera ningún hecho malo, no habría ninguna esfera para la paciencia y la
justicia”.
Según Agustín, la corrupción de los objetos
materiales en la naturaleza está ordenada por Dios como medio para llevar a
cabo el “plan del universo”. El mal existe como consecuencia de la infracción a
las leyes divinas y es, por tanto, debido a un designio divino. El universo,
pues, sería menos perfecto si sus leyes pudieran violarse con impunidad. Nótese
que Agustín habla ante todo del mal moral y si acaso de algunas formas del mal
físico; el mal metafísico queda tan por encima del ser humano, que éste no
tiene otra injerencia en él que sufrirlo de modo atroz: no es una ley que él
pueda infringir sino un estado del ser —o mejor dicho, una forma de
interrelación de las manifestaciones del ser— del que no puede escapar aunque
quiera.
Por este camino se ha llegado al extremo de
definir al mal como un “bien menor”: Maimónides, en la Guía de perplejos,
lo llama privato boni alicujus, “cierto bien oculto”. Los estoicos
incluso lo habían llamado una necesidad, y para el Maestro Eckhart el
mal, incluido el pecado, tiene su lugar en el esquema evolutivo por el que
todos los procesos, desde y hacia Dios, contribuyen en los órdenes moral y
físico para el cumplimiento del propósito divino. Según Dionisio y san Agustín,
los errores de la humanidad surgen de haber confundido las verdaderas
condiciones de su propio bienestar y han sido la causa del mal moral y físico.
Dios permite el mal del pecado (culpæ), pero en ningún sentido este mal
es debido a la divinidad; su causa está en el abuso de la libre voluntad de
ángeles y hombres.
Y aquí Agustín aporta un curioso matiz: la
perfección universal, en la que de alguna forma el mal es necesario, es la
perfección de este específico universo, no de cualquier otro. El mal
metafísico está incluido como bien en el “plan de este específico universo” y
es conocido parcialmente por los seres humanos; sin embargo, no puede decirse,
sin negar la omnipotencia divina, que no podría crearse otro universo
igualmente perfecto en que el mal no existiera. Por lo pronto, pues, no estamos
en “el mejor de los mundos posibles”, según la célebre propuesta de Leibniz: el
mal sólo existe en este universo y se debe a una especie de “falla de
programación” en el plan que nos atañe en particular.
Evidentemente, todas estas opiniones dejan de
lado la realidad de la experiencia humana. No es extraño, pues, que exista el
acuerdo sobreentendido de que el mal es absoluto, pese a la maraña de opiniones
de la que no parecen desprenderse sino paradójicas maneras —más o menos
retóricas— de aludir a la relatividad esencial del mal. Tal vez el mal es
“relativo” sólo en cuanto a que es tratado de modos muy diversos según los modos
de expresión y las escuelas filosóficas en que se insertan esos modos. En las Confesiones,
el propio Agustín, pilar de la teología positiva, admite su angustia inicial,
previa a su conversión del maniqueísmo al cristianismo: Quaerebam unde
malum, et non erat exitus, “buscaba de dónde provenía el mal, y no
encontraba explicación”. Eso es precisamente lo que buscó durante toda su vida,
y sin duda encontró deslumbrantes explicaciones: un paradójico y complejísimo
aparato racional cuyo primero y último objeto era sostener su fe, preservar su
personalísima e irrepetible relación con la divinidad.
Sin embargo, para otros pensadores la razón no
sostiene más que a la razón misma. Una vez más, Schopenhauer desgarra a todo
eufemismo: “El único fin que podemos señalar a la existencia es el de
convencernos de que valdría más no haber nacido”. De modo más que paradójico,
es el sutil y devastador pesimismo de E.M. Cioran en el siglo XX el que
establece un punto medio: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es
una razón para vivir, la única en realidad”. La pregunta, entonces, deriva
hacia otro punto central: ¿habría un sentido en la vida del hombre si éste
fuera Dios?
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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]