DGD: Redes 10 (clonografía), 2009 |
Santo
Tomás y la teología católica definen al pecado mortal como una ofensa contra Dios
que “de alguna manera es infinita en su malicia”, en tanto va dirigida contra
un ser infinito, y “la gravedad de la ofensa es medida por la dignidad del
ofendido”, aunque de inmediato acotan que, en cuanto acto, “el pecado es finito
porque la voluntad del hombre no es capaz de malicia infinita”. Aquí se está
aceptando implícitamente que el ser finito es capaz de realizar un acto
infinito, así sea por reflejo y por estar afectando la “dignidad del ofendido”.
Tomás se apresura a explicar que la injuria no produce ningún cambio en Dios,
quien es inmutable e infinito por naturaleza, y añade que el pecado, a través
de su acto, “priva a Dios de la reverencia y honor que se le debe”. ¿Es esta
justamente la temida esencia de Nadie, aquel que se vacía de sí mismo para
tocar el infinito por reflejo?
El teólogo español Andrés Torres Queiruga emprende una teodicea (término teológico que significa
“justificación de Dios”)
que llega aquí al mismo extraño punto, al mismo vacío. Su propuesta
estriba en que Dios quiere eliminar el mal del mundo pero no puede, y para
explicar ese arriesgado “no puede”, sin que ello niegue la omnipotencia divina,
sugiere este enunciado: “Dios ‘no puede’ hacer un círculo cuadrado”. Este autor
no sólo no rechaza la razón, sino que utiliza las más afiladas armas de la
lógica para su teodicea: “Aquí resulta más fácil intuir dónde está el fallo. Se
ve claramente que no se trata de que a Dios le falte algo y que no sea
omnipotente; lo que sucede es que ‘círculo-cuadrado’ sólo en apariencia significa
algo, porque en realidad es un absurdo, es nada, y la nada no se puede hacer.
[...] Un mundo sin mal —un mundo-finito-perfecto— sería un círculo-cuadrado”.
Pero acaso Nadie, es decir el hombre devastado por el mal metafísico, es eso
justamente: un círculo-cuadrado, en tanto “abstracción que nada significa”.
Torres Queiruga se apoya en un curioso párrafo de la Politeía
de Platón, obra en que el filósofo se opone a la inframoral presentación
homérica de los dioses:
La divinidad, que en realidad es buena, no puede ser
la causa de todas las cosas, como dice la mayoría, sino solamente de unas
cuantas de las que ocurren a los hombres. Pues son muchas menos, en realidad,
las cosas buenas que las cosas malas. Únicamente las primeras deben atribuirse
a la divinidad; la causa de las malas debe buscarse en otra parte, en otro ser
que no sea divino.
Interesante propuesta: la
divinidad no es causa de todas las cosas sino sólo de las buenas, que son la inmensa minoría. El numen sólo
está presente en una mínima parte de la creación. ¿Quién causa las cosas
restantes? La acusación se desvía entonces a “otro ser que no sea
divino”; y si el ser humano no es directamente aludido como causante del mal,
sí lo es indirecta y parcialmente, porque el hombre no es divino. Así pues, el mal proviene de otra
parte, y de ahí deduce Queiruga que “la existencia no querida, no causada y no evitable del mal no
merma a la omnipotencia de Dios”. He aquí un dualismo disfrazado de monismo. El
mal es un interregno (una Nadeidad) y un mundo sin maldad es un círculo
cuadrado. Lo finito no puede ser perfecto.
Queiruga
agrega: “La finitud es siempre perfección a costa de otra perfección:
‘perfección imperfecta’ por definición. Por eso no puede darse en ella el
acabado perfecto, la ausencia de desajustes, la falta absoluta de fallos o
anomalías”. He ahí lo que Leibniz denominó “mal metafísico”, la limitación
intrínseca de la criatura. Pero aquí cabría detenerse y observar un punto
lógico que usualmente escapa de los lógicos: si lo perfecto y lo infinito
coinciden, es sólo porque así conviene a la razón binaria. Si lo infinito es
realmente tal, debe contenerlo todo, incluido lo imperfecto. La
asociación entre infinitud y perfección no es gratuita, porque ella sirve para
asociar a los opuestos: sólo por ello lo finito resulta imperfecto y sólo por
ello ambos pueden ser definidos como mal, es decir, lo opuesto al bien, que es
infinito y perfecto. ¿Es el mal una ecuación truqueada?
Escribe Torres
Queiruga:
Lo
“metafísico” del “mal” no es una metáfora, sino una denominación rigurosa,
puesto que radica en la esencia misma de la finitud; pretender eliminarlo
supone una contradicción estricta. Sería hacer de la criatura Dios o, lo que es
lo mismo, hacer infinito lo finito (ya Leibniz decía: “Dios no podía dar todo
[a su criatura] sin hacer de ella Dios”). En cambio, el “mal” calificado por
ese “metafísico” no lo es en sentido estricto: constituye más bien la condición
estructural que hace inevitable la aparición del mal concreto. De ahí se
derivan, en efecto, el mal físico, como consecuencia de los inevitables
desajustes de la realidad finita en su funcionamiento (lo no perfecto no puede
funcionar perfectamente), y el mal moral, como posibilidad inseparable de la
libertad finita (una libertad finita no puede ser perfecta).
En esa cita de Leibniz se halla, en
efecto, la más contundente explicación del mal metafísico: Dios quería dar todo
a su criatura, pero ello habría significado hacerla su igual (nótese que el
acento está jactanciosamente puesto en la criatura y no en el universo como
totalidad). Hay una “intención” de Dios que no puede ser cumplida por las
propias reglas del juego. Pero aquí Epicuro podría de nuevo argumentar: o bien
la divinidad quería darlo
todo a su criatura pero no pudo (y entonces Dios es bondadoso pero carece de la capacidad de crear a
otros como él; es infinito pero, contradictoriamente, sólo puede crear lo
finito); o bien podía pero no quiso (¿por prudencia, por celos, por
soberbia?); o bien no pudo ni quiso (y en este caso la creación es un proceso
automático e inevitable ante el que Dios se mantiene comprensiblemente
indiferente); o bien pudo y quiso (¿y entonces por qué no lo llevó a cabo?).
Torres
Queiruga pretende huir de los “juegos lógicos de lo posible” contenidos en
postulados como estos: “podría haber un mundo en el que...”; “Dios podría
organizar una libertad finita que, pudiendo escoger el mal, de hecho no lo
escogiera nunca”; “podría crear un mundo con menos mal... con mucho menos
mal... con ningún mal”, etcétera, pero se cuida muy bien de no escapar de otros
juegos lógicos igualmente experimentales pero a los que toma muy en serio. Así,
razona que si el mal está en la voluntad misma, se transforma en bien porque la
obliga a “superarse”. Parece imposible no ahondar en esa cuestión sin caer en
juegos como este de santo Tomás: “Querer que el mal suceda, y querer que el mal
no suceda, no se oponen contradictoriamente porque ambos son afirmativos. Por
tanto, Dios ni quiere que el mal suceda, ni quiere que el mal no suceda, sino que
quiere permitir que el mal suceda. Y esto es bueno”. Esta última frase equivale
a un “y ya”, a un “y dejémonos de cuentos”, pero sólo se dejará de cuentos
quien acepte esa compleja distribución de significados que hace Tomás entre
tres actos diferentes: “querer”, “permitir” y “querer permitir”.
Durante
los días de la creación, el Dios del Antiguo Testamento se complace con lo que
va creando y lo califica como “bueno”. El hombre se entera de esas escenas
primigenias a través de la revelación, que no sólo le transmite una “imagen”
sino lo hace entender lo que la divinidad entiende por “bueno” y, por
comparación, sobreentender lo que para Dios podría ser “malo”. A partir de
entonces, la inmensa mayoría del conocimiento será no el que se entiende (el
bien, lo afirmado) sino el que se sobreentiende (el mal, lo implícito). Cada
quien, entonces, distribuirá sus significados de acuerdo más a lo no-dicho (lo
sugerido, lo virtual, lo que “se calla por sabido”) que a lo pronunciado. Las
definiciones más aceptadas serán, pues, las impuestas por autoridad, es decir,
no por el poder de la razón sino del convencimiento. En toda la historia
humana, pues, el mal (como el poder) estará en todo lo sobreentendido, en lo
que “se da por hecho”, en lo que “no se cuestiona” (no por obvio sino por temor
al castigo). Tomás sabe que en una frase tan precaria como “Dios ni quiere que
el mal suceda, ni quiere que el mal no suceda, sino que quiere permitir que el
mal suceda”, existe un océano de sobreentendidos. Para evitar el tener que
enunciarlos uno a uno, cierra con un “dejémonos de cuentos”: Y esto es bueno.
Es bueno por su autoridad, así como las cosas del mundo eran buenas por la
autoridad del Creador.
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Bibliografía
Andrés Torres Queiruga: Creo
en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal
Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.
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Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]