El gran poeta argentino Roberto Juarroz guardó en la memoria
el fragmento de una entrevista hecha a Joan
Miró. En esa ocasión se preguntaba al pintor: “¿Qué hace usted cuando termina
un cuadro?”, y la respuesta de Miró fue: “Lo pongo contra la pared para que se
termine solo”. René Magritte podría haber dado una respuesta semejante, que no
significa desligarse del cuadro sino todo lo contrario, algo semejante a
sembrar una semilla en el camino y verla crecer... dentro de quien la sembró.
Juarroz decía algo muy similar en su XIV
Poesía vertical:
Quiero apostar a lo infinito.
No he completado aún mi propuesta.
Quizá no llegue nunca a
completarla,
pero sé que es la única que
importa.
Y tal vez eso baste:
mi apuesta se hará sola
si yo no la completo.
La acabará por mí
el soplo que he ayudado a nacer.
El poema, el cuadro, son soplos que el artista ha ayudado a
nacer (el primer aliento de una palabra, el inicial trazo de una imagen),
apuestas al infinito que se hacen solas si están conscientemente orientadas
desde su inicio, si contienen la totalidad del ser de quien dice “No he
completado aún mi propuesta”.
La
propuesta de Magritte es, por definición, incompleta, porque continúa en cada
espectador (en cada mirador) de sus imágenes. Gran ejemplo es el árbol-hoja. En
una carta a André Breton de julio de 1934, Magritte le habla sobre pinturas que
entonces está desarrollando como soluciones a diversos problemas, y se refiere
al problema del árbol: “En este momento estoy tratando de descubrir lo que hay
en un árbol que pertenece específicamente a ese árbol, pero que iría en contra
de nuestro concepto de un árbol”. Pronto encontró la respuesta a esta cuestión
en la imagen arquetípica del árbol-hoja: “El árbol, como sujeto de un problema,
se convirtió en una gran hoja cuyo tallo era un tronco directamente plantado en
el suelo”. Poco después realiza el primer estudio para La giganta (La Géante).
Estudio para La giganta, ca. 1935. Museo Magritte. |
El año siguiente desarrolla un estudio más detallado, que
transporta al óleo con la misma fidelidad.
La giganta, 1936. Museo Magritte. |
Tres décadas después, el artista sigue apostando a lo
infinito: el cuadro sigue pintándose solo (“el soplo que he ayudado a nacer”) a
través de variantes que son como una depuración alquímica.
La giganta, 1965. Museo Magritte. |
Una de las propuestas más estremecedoras del “problema del
árbol” es La mirada interior.
La mirada interior, 1942. Museo Magritte. |
Los pájaros de vivos colores se posan en las nervaduras de
la hoja, visualmente transformadas en ramas. Pero la palabra transformación no alude aquí a un
estadio que se convierte en otro, es decir a uno que dé sucesión a otro, sino a
una simultaneidad: la nervadura es
rama, la rama es nervadura. El ojo no
va de un elemento a otro, de una significación a otra: se abre a un uno que sólo es uno porque es otro(s).
La misma apertura (soplo) se comunica al paisaje, a la cortina, al pretil, al
humildísimo vaso con (de) agua en toda su perfección técnica. El “problema” no
pertenece al árbol y ni siquiera al ojo, sino a la mirada, y se resuelve cuando
la idea de una “transformación” se vuelve la certeza de una apertura. El
conocimiento es reconocimiento. No hay mejor definición de la magia.
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