DGD: Morfograma 48, 2019. |
Anexo 1
El actor visto por
Robert Bresson
(El actor y el modelo)
Robert Bresson hace una diferencia básica entre “cine”
(ortodoxia) y “cinematógrafo” (arte), así como entre “actor” (profesionista) y
“modelo” (co-creador): “Tal como se las concibe, las películas de cine sólo pueden utilizar actores; las
del cinematógrafo, sólo modelos”
(Robert Bresson: Notes sur le
cinématographe, Gallimard, París, 1975. Notas
sobre el cinematógrafo, Era, México, 1979; trad. de Saúl Yurkiévich).
Define al modelo de este modo: “Lo que das a
conocer de ti por coincidencia con él”. Y su técnica de dirección de actores se
basa en este principio: “Un actor extrae de sí lo que verdaderamente no hay en
él. Ilusionista”.
Y aconseja de
este modo al director: “Al aplomo de los actores opón el encanto de los modelos
que no saben lo que son”. Porque hay ahí necesariamente un diálogo muy íntimo:
“Es a ti y no al público al que [los modelos] dan esas cosas que el público
quizás no vería (y que sólo tú entrevés). Depósito secreto y sagrado”. Y sin
embargo, Bresson establece una regla en ese diálogo: “Fijarás los límites no de
su poder [de los modelos] sino de la ocasión en que lo ejerzan”. Y a los
modelos: “No se trata de interpretar ‘simplemente’ o de representar
‘interiormente’, sino de no interpretar
en absoluto”.
Al actor
entendido como modelo, Bresson le reserva el mayor de los elogios: “Capaces de
sustraerse a su propia vigilancia, capaces de ser divinamente ‘ellos mismos’”.
A ello se conjunta este otro aforismo: “Lo que lo anima (palabras, gestos) no
es aquello que lo pinta, como en el teatro, sino aquello que lo obliga a
pintarse a sí mismo”. Y sobre lo divino: “G,
divinamente hombre, F, divinamente
mujer (modelos), sin ningún truco. Truco
es lo que en ellos hay de oculto, de no aparecido (no revelado)”.
A la suprema
diferencia entre teatro y cine corresponde la misma distancia entre los actores
de teatro y los modelos del cinematógrafo: “Poner sentimiento en su cara y en
sus gestos: ese es el arte del actor, ese es el arte del teatro. No poner
sentimiento en su cara y en sus gestos no es propio del cinematógrafo. Modelos
expresivos involuntarios (y no inexpresivos voluntarios)”. Porque: “Una
película de cine reproduce la
realidad del actor a la par que la del hombre que éste es”.
Bresson
desconfía del trabajo de preparación de personaje: “El actor que estudia su
papel supone un ‘yo’ conocido previamente (que no existe)”. El actor de cine
(el que se facilita las cosas, la presencia) hace en esencia siempre lo mismo (actuar), independientemente de que sus
personajes sean muy distintos entre sí:
Admitir que X
sea a veces Atila, Mahoma, un empleado de banco, un leñador, es admitir que X actúa. Admitir que X actúa es admitir que las películas en
donde actúa se emparientan con el teatro. No admitir que X actúa es admitir que Atila=Mahoma=un empleado de banco=un
leñador, y eso es absurdo.
Bresson entrevé la paradójica relación entre el actor y el
personaje: “Un actor necesita salir de sí mismo para verse en el otro. Tus modelos, una vez salidos de
ellos mismos, no podrán volver a entrar”. Pero a ese salir de sí mismo lo matiza de este modo: “No hay que representar
ni a otro ni a sí mismo. No hay que
representar a nadie”. E incluso
Bresson parece contradecirse, porque ese abrirse se da cerrado: “Modelo.
Cerrado; sólo sin saberlo entra en comunicación con lo de afuera”.
La paradoja
signa su visión del modelo-contrapuesto-al-actor:
Modelos exteriormente mecanizados, interiormente
libres. En su rostro, nada voluntario. “Lo constante, lo eterno bajo lo
accidental”.
Modelo. A salvo de toda obligación respecto al arte
dramático.
Con los seres y las cosas de la naturaleza, limpiados
de todo arte y en particular de arte dramático, harás un arte.
La causa que lo hace decir esta frase, realizar este
gesto, no reside en él sino en ti. Las causas no están en tus modelos. Sobre
las tablas y en las películas de cine,
el actor debe hacernos creer que la causa está en él.
Cuanto más se acercan (en la pantalla) con su expresividad, más se alejan. Las casas,
los árboles se aproximan; los actores se alejan.
Modelos. Dejándose guiar no por ti, sino por las
palabras y los gestos que les haces decir y hacer.
Evitar los paroxismos (cólera, espanto, etcétera) que
uno está obligado a simular y en donde todo el mundo se parece.
Los gestos que ellos, tus modelos, repitieron
maquinalmente veinte veces, una vez lanzados a la acción de tu película, se los
apropiarán. Las palabras que aprendieron con la punta de la lengua encontrarán,
sin que su pensamiento intervenga,
las inflexiones y el canto propios de su verdadera naturaleza. Manera de
recuperar el automatismo de la vida real. (No se tiene ya en cuenta el talento
de uno o varios actores o estrellas. Lo que importa es cómo te aproximas a tus
modelos, cuánto de virgen o de desconocido consigues extraerles.)
Un aspecto igualmente paradójico en el que Bresson insiste
es el de la automaticidad: “Modelo. Vuelto automático, protegido contra todo
pensamiento”. Y esto apoyado en otro gran fragmentarista: “Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si
es automático (no controlado, no querido)”. Y: “A propósito del automatismo,
esto que también es de Montaigne: ‘No ordenamos a nuestros cabellos que se
ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano va a menudo
a donde no la enviamos’”.
El modelo es
“Bello por todos esos movimientos que no hace (que podría hacer)”. Esta potencialidad, este misterio, es para Bresson
la esencia del arte del modelo:
En el autor la simplificación creadora tiene su
nobleza y su razón de ser sobre las tablas. En las películas, suprime la
complejidad del hombre que el actor es y con ella las contradicciones y las
oscuridades de su verdadero “yo”.
Se olvida demasiado la diferencia entre un hombre y su
imagen, y que no hay diferencia entre el sonido de su voz en la pantalla y en
la vida real.
Modelo. Se encierra en sí mismo. Así hace X, un excelente actor. Pero es para
reaparecer disimulado por la actuación, irreconocible.
La vida no la debe expresar la copia fotográfica de la
vida, sino las secretas leyes que rigen al movimiento de tus modelos.
Lo que se hace sin control de uno mismo, principio
activo (químico) de tus modelos.
Las entonaciones son justas cuando tu modelo no ejerce
sobre ellas ningún control.
Lo que no llego a saber acerca de F y de G (modelos) es lo
que los vuelve, para mí, tan interesantes.
Y sobre todo: “Nada de psicología (de aquella que sólo
descubre lo que puede explicar)”.
Esta es una
de las anotaciones más complejas en el cuaderno de notas de Robert Bresson:
“Modelos. Ninguna ostentación. Facultad de atraer hacia sí, de retener, de no
dejar que nada pase hacia afuera. Una cierta configuración interna común a
todos”. No en balde dice a sus modelos: “Hablen como si se hablaran a ustedes
mismos. Monólogo en vez de diálogo”, y afirma de ellos que “Es su ‘yo’ no
racional, no lógico, lo que [la] cámara registra”.
En sus
momentos más altos, pues, el actor que no tiene control sobre lo que hace (es
decir, el que, capaz de sustraerse a su propia vigilancia, es por tanto capaz
de ser divinamente él mismo)
parecería lograr el milagro: el de hacer presente esa cierta configuración interna común a todos que acaso obedece a las secretas leyes que rigen al movimiento.
Cuando el
actor es visto como co-creador, Bresson se aproxima al concepto de
sacralización de este artista: “El actor existe doblemente. Es la presencia
alternada de él y del otro a la que
el público ha sido acostumbrado a venerar”. Hay, entonces, un virtuosismo muy
lejano a la definición usual de esta palabra: “Un virtuoso no nos hace oír la
música tal como está escrita sino como la siente. El actor-virtuoso”. La
sacralización es igualmente redefinida: no es fervor público o fanatismo de la
exterioridad, sino el reflejo del milagro al que el actor hace presente en sus
momentos más altos: “Modelo que, a pesar de sí mismo y de ti [director],
desprende al hombre verdadero del hombre ficticio al que habías imaginado”.
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