DGD: Morfograma 90, 2020. |
El ojo desnudo
Espantapájaros
y talismanes
Para Rupert Sheldrake, la percepción concebida
como la coincidencia de dos campos mórficos (uno de afuera hacia adentro, otro
de adentro hacia afuera) se demuestra en la milenaria certeza de que es posible
influir en las personas con sólo mirarlas. En el lado oscuro de esta certeza se
halla el “mal de ojo” tan temido por la brujería, es decir el temor a la mirada
envidiosa, por ejemplo cuando cosechas abundantes son observadas por
agricultores menos afortunados. Para evitar que la cosecha se arruine debido a
la influencia perniciosa, una antigua forma de la magia aconseja colocar
espantapájaros. Comúnmente se cree que la finalidad de éstos es ahuyentar a los
cuervos y otros rapiñadores, pero su verdadera función no es “práctica” sino
mágica: atraer y conjurar las miradas malévolas. Otro ejemplo es el de mujeres
sin hijos que elogian de modo excesivo al vástago de una recién parida: para
evitar la mala influencia de este tipo de mirada envidiosa, suele rodearse al
infante con un círculo de sal y colocársele talismanes.[1]
En el lado luminoso de esta sabiduría milenaria, se halla por ejemplo la
creencia en la India de que ver a un hombre santo o ser mirado por él implica
en sí una bendición.
La
experiencia de Rupert Sheldrake en la India, en donde vivió varios años, lo
hizo estudiar y practicar la meditación como un modo de conectarse con el campo
mórfico indio y oriental. Fue en un ashram (centro de meditación) en
donde escribió su primer libro, A New Science of Life. “La gente ahí era
pobre más allá de la comprensión de la mayoría de los occidentales, y sin
embargo iban por todas partes con la más radiante de las sonrisas. Camine usted
en una calle de Londres, París o Nueva York, y verá casi únicamente rostros
ansiosos y angustiados. Esa diferencia me impresionó muy profundamente” (The Presence of
the Past, 1988).
La
vía experimental ha llevado a Sheldrake a explorar en todas direcciones en
donde su teoría pudiera comprobarse. Una de ellas es una sensación que todos
hemos experimentado, la de ser observados cuando no estamos en una postura que
nos permita detectar a quien nos mira o incluso cuando creemos estar solos.[2] Los Rosacruces proponen mirar fijamente a
alguien que nos da la espalda y contar cuánto tiempo pasa antes de que esa
persona, inquieta, se vuelva como buscando a quien la observa. Puede incluso
hacerse un experimento más simple: en un lugar público miremos a los ojos a
alguien que está a cierta distancia (entre dos y seis metros), de perfil o de
tres cuartos respecto a nosotros y desentendido de nuestra presencia, y casi
siempre notaremos que de inmediato parpadea rápidamente una o dos veces; el
observado cambia el ritmo natural e inconsciente del parpadeo, como haciéndose
consciente de nuestra mirada o como “llamado” por ella. Esto sucede incluso si
miramos el reflejo de una persona en un espejo o en el cristal de una ventana.
Telegrafía
del parpadeo
El parpadeo no sólo tiene la “función”
fisiológica involuntaria de humedecer a los ojos a cada tanto; es también y
sobre todo un reflejo de la conciencia de sí. La conciencia se transmite: es transmisión. Esto resulta
especialmente notorio en el cine y su esencial magnificación de los rostros: cuando
un actor no se encuentra suficientemente concentrado en su interpretación, o
cuando algo interfiere en su entrega
al personaje, un signo que lo delata es algo que podría llamarse “parpadeo
pesado”, como si los párpados resintieran un peso extra que los llevara a una
ruptura de su ritmo natural de caída (se vuelve irregular, nervioso). En estos
casos resulta evidente que el actor no puede evitar del todo el estar consciente
de la cámara que lo mira, o dicho de otra manera, como si no pudiera creer
a fondo en lo que hace.
De modo
subconsciente el espectador recibe este mensaje que le envían los ojos del
actor (de la misma forma en que ese mismo espectador siente cuando alguien lo
mira de lejos en la vida cotidiana): la resultante es una vaga incomodidad que
le recuerda estar precisamente ante un actor y no ante un ser humano “real” (dentro
de la convención dramática). El delicado juego de realidades convencionales se
ha desequilibrado.
Sucede
lo mismo con la persona a la que observamos a cierta distancia, por ejemplo en
una reunión o en un vagón del metro: nuestra mirada la distrae de su
distracción y la regresa a sí misma. El parpadeo pesado nos informa tanto
del nivel de conciencia del actor como de las fluctuaciones o influencias
transmitidas por la mirada en la vida diaria. Para alguien avezado en esta
mecánica, casi es posible contemplar las oscilaciones de la conciencia del
actor o del observado casual como en un medidor de decibeles en un aparato de
sonido. La única diferencia es que el parpadeo pesado del actor representa un
esfuerzo por mantenerse en el nivel de conciencia en donde puede creer
que es el personaje (el nivel en donde éste es real), es decir una
distracción voluntaria (un “traerse” a otro nivel), mientras que en la persona
observada significa que involuntariamente ha sido “traída” (atraída, jalada) a
la conciencia de sí misma y de la situación.
Actuar
es mentir
Este fenómeno parece muy relacionado con lo
voluntario-involuntario, así como con las nociones de creer, distraerse,
interpretar y decir la verdad: no en balde la neurofisiología considera
a esta forma inusual del parpadeo como uno de los principales signos que
revelan cuando una persona está mintiendo, bajo un lema que no podría ser más
significativo: “Los ojos no saben mentir”. Pero resulta evidente que en ese
lema falta una segunda parte: “según lo que es verdadero o falso en un
determinado nivel de conciencia”. El arte de un actor no consiste en “fingir
más o menos bien” sino en instalarse deliberadamente en un nivel de conciencia
distinto al cotidiano: aquel en donde su personaje es real, es decir, un
nivel en donde el mundo de ese personaje es verdadero (o, dicho de otra
forma, un mundo que posee su propia veracidad y su propia falsedad, muy
distintas de las de la vida diaria del actor y del espectador).
Es por ello que un buen número
de actores declaran su rechazo a estar “demasiado conscientes” de la técnica
histriónica y prefieren trabajar de modo más bien intuitivo. Numerosos artistas
en diversas disciplinas coinciden con esa postura: según explican, asimilan la
técnica y luego la impulsan a volverse automática para no tener que analizar
hasta el último detalle de su labor: la intuición funciona aquí como el “atajo”
que los lleva a esos otros estados de conciencia sin depender del aparato
intelectual. La intuición, pues, se revela como otra palabra clave en este
proceso (así como la desconfianza al intelecto y a la razón).
Si,
por una u otra razón, el actor no puede creer del todo en la realidad de ese
otro nivel de conciencia, transmite subliminalmente al espectador esta falta de
creencia total (o bien, una falta de fe: un no poder acceder del todo a esa fe
laica que todos tenemos hacia la “realidad”): en este caso, en efecto, “los
ojos no saben mentir”, esto es, no se han transportado por completo a ese otro
nivel hasta hacerlo verdadero y no tener que mentir. En otras palabras:
lo que el espectador califica como “mala actuación” es cuando los ojos del
actor le mienten, mientras que una buena interpretación equivale a un
actor cuyos ojos transmiten la incuestionable verdad de los otros estados de
conciencia y “jalan” (traen, atraen) al espectador hacia esa verdad, es decir,
hacia la posibilidad de acceder, en plena vigilia y en plena “normalidad”, a
esos otros estados de conciencia.
*
Notas
[1] El talismán es un símbolo que encauza la
energía y genera un espacio cualitativo a su alrededor; es, pues, un
atractor o asimilador. En este sentido, la alquimia y la astrología hablan del
Amuleto Astral: “Es el sello, la figura, el carácter y la imagen de un signo
celeste, planeta o constelación destinado a atraer sus influencias” (Dom Belim:
Tratado de los Talismanes o Figuras Astrales
—1658—, Ed. Obelisco, Barcelona,
1995).
[2] Cf. Rupert Sheldrake: The Sense of Being
Stared At: and Other Aspects of the Extended Mind, Crown Publishing, Nueva
York, 2003. También el parapsicólogo William G. Braud ha consagrado amplias
experimentaciones en esta dirección (“Lability and Inertia
in Conformance Behavior”, en Journal of
the American Society for Psychical Research, n. 74, Nueva York, 1980).
Libros citados
Sheldrake, Rupert: A
New Science of Life: the Hypothesis of Formative Causation, J.P. Tarcher,
Los Ángeles/Nueva York, 1981.
——: The Presence of the Past: Morphic Resonance
and the Habits of Nature, Random House, Nueva York, 1988.