El imperio de las luces, versión de 1954. |
El poeta argentino Roberto Juarroz menciona a Magritte en
una entrevista de 1986:
Recuerdo en este momento algo que a mí me
asombra: en un tren, a las tres o cuatro de la tarde veo por la ventanilla que
se han olvidado de apagar las luces de la calle. No sé qué me impresionó; sentí
que ese hecho, en pleno día, era tanto más importante: representaba la
fragilidad humana, el olvido humano... y escribí: “Y la teoría de la luz / se
rompe, / la mayor retrocede como un árbol / que cayera del fruto”. Como en un
cuadro de Magritte donde junto a la luz del sol hay un farolito encendido,
queriendo mostrar el absurdo de la realidad. La palabra clave es “absurdo”;
¿cómo no sentirlo? El intento es rescatar ciertos elementos del absurdo que,
sin abolirlo, nos permitan convivir con ese absurdo.
Juarroz habla de
uno de los títulos más conocidos de Magritte, El imperio de las luces (L’Empire
des Lumières), pero no se trata
de un cuadro individual sino de una serie: bajo ese
mismo título, entre 1949 y 1964 Magritte realizó diecisiete óleos y diez
versiones litográficas y en gouache (las versiones más celebradas se encuentran
en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Guggenheim y el Museo Real de
Bellas Artes de Bélgica).
Se trata de
un paisaje a primera vista común que representa a una o varias casas vistas de
frente en un entorno boscoso y sobre ellas el cielo abierto y lleno de nubes;
hay árboles, generalmente detrás, y a veces uno o varios frente a la casa que
centra la composición. Un elemento común a todas las versiones es un farol
encendido ante la fachada, puesto que es noche cerrada y las sombras rodean a
la casa y a los árboles, que en algunas variantes se reflejan en un estanque
más cercano al punto de vista. Otro elemento permanente son ciertas ventanas
iluminadas desde dentro como signo de algún ocupante trasnochado.
El imperio de las luces, otra versión de 1954. |
Sin
embargo, estos cuadros tan aparentemente realistas y apacibles provocan algo
que sólo puede describirse como una incomodidad subliminal en la vista del
espectador; hay algo ahí que nos perturba sin que logremos discernir a nivel
verbal el origen de esa inquietud. Un examen más detenido nos lleva a descubrir
que mientras la parte inferior del paisaje está sumida en la más oscura media
noche, en el cielo fulgura el más radiante medio día. Y ello sin ruptura,
puesto que los árboles más altos (a veces también alguna chimenea) dibujan sus
copas densamente nocturnas en contraste directo con lo que tienen detrás, su
fondo, que son las nubes brillantes y diurnas. Ese milagro visual, ese desafío,
esa sutil bofetada apenas puede describirse: debe verse para sentir de lleno su
extrañeza sin par. No hay en esta serie ningún elemento fantástico fuera de la
paradójica convivencia de medio día y media noche.
Con una
sutileza que podría calificarse como violenta, Magritte detona la premisa
fundamental: la sucesión día-noche, y la resuelve en una casi insoportable
simultaneidad. La luz solar, de ordinario una fuente de claridad, aquí causa la
confusión y la aprehensión que son tradicionalmente asociadas a la oscuridad. La
luminosidad del cielo se vuelve inquietante porque a la oscuridad
indiferenciada de la parte inferior la vuelve aún más impenetrable que si fuera
vista en un contexto “normal”. La propuesta es tratada en un estilo impersonal,
preciso, sin énfasis ni grandilocuencias.
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