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Morfograma 10, 2017. |
El ensayo
William H. Macy subraya el propósito del ensayo:
En una obra de teatro los actores se conocen porque
tienen una larga temporada de ensayos. El propósito de ensayar una obra es
crear hábitos. Se trata de crear el hábito de ser objetivo, en su forma más
pura, tan inadulterada como sea posible. Si es aburrido, bien: de eso se tratan
los ensayos. No importa ser aburrido: no tienen que ser interesantes o
magníficos sino hasta que haya gente que paga por verlos. El propósito del
ensayo es crear el hábito del objetivo. Y esto es lo que les permite hacer a
ustedes: en términos de stress harán
lo que siempre hacen. Uno siempre vuelve a su hábito, y hacer una obra es un
proceso de stress. Así que si creas
el hábito de ser objetivo, te permite tirar todo a la basura y ver al otro
actor y hacer un poco de improvisación. Y sabes que te mantendrás en la marca
porque has hecho ese objetivo tantas veces en los ensayos. [XI-3, 24-10-2004]
Sin embargo,
hay actores que odian o temen al ensayo. Uno de ellos es Harrison Ford: “No me
gustan los ensayos. No me gusta ‘fijarme’ [set
myself] en ninguna forma. Me gusta saber las líneas [del diálogo] suficientemente,
no perfectamente. Me gusta estar en el set
y trabajar las cosas de manera que pueda asociar las líneas a las cosas y al
lugar y a la otra gente, en lugar de asociarlas a una armadura imaginaria que
no estará ahí para ayudarte. Uno construye el personaje a partir de las cosas
que ayudan a contar la historia” [VI-12, 20-8-2000].
Actores como
Macy subrayan la eficacia de la repetición para crear hábitos (sobre todo el de
ser objetivo, que significa tener un objetivo); actores como Ford temen a la
mecanización (y no tienen otro objetivo que “contar la historia”). En ambos
casos, la espontaneidad es la meta; aquéllos consideran que lo espontáneo sólo
puede surgir si está basado en una estructura firme construida en los ensayos;
éstos, que la naturalidad en el personaje equivale a la ligereza del actor,
pescada en el momento y no en una “armadura imaginaria”.
Ensayo o
espontaneidad
También “desde afuera” de la experiencia del actor, hay
cineastas que no ven al ensayo con buenos ojos. El director de El legado de Bourne (The Bourne Legacy, 2011), Tony Gilroy,
declara que no le gustan los ensayos y que los evita siempre que es posible:
“Me gusta ver las cosas que pasan por primera vez. La vida real es por primera
vez, y si puedes tener a todos lo suficientemente listos, y tenerlo todo
preparado alrededor, es un lujo extra el poder filmarlo así” (Banda de
comentarios del DVD de The Bourne Legacy).
Si se juzga el medio fílmico y televisivo bajo este criterio, resulta que la
comercialidad que elimina a los ensayos en función de los costos tendría
“razón” en el sentido de que permite una mayor creatividad en el actor, que “es
el director de sí mismo” en la medida en que se le dan únicamente las
informaciones esenciales (básicamente el guión) y él queda en “libertad” de
construir a su personaje y darle todos los matices que juzgue necesarios.
Esta
contradictoria mentalidad se parece un poco a la discusión entre determinismo y
libre albedrío, respecto a la cual ciertos filósofos piensan, en términos muy
llanos, que existe un orden pre-establecido en el macrocosmos pero a la vez una
libertad en lo microcósmico. En este caso, el orden determinista equivale al
guión, a la “historia”, mientras que el libre albedrío quedaría representado
por los detalles y matices de la interpretación que hace cada actor, que por
algo se llama precisamente “interpretación”.
Siempre bajo
esta consideración, los directores que privilegian a los ensayos, y los imponen
con obsesividad hasta preestablecer cada detalle, estarían encarnando
inconscientemente el papel de una divinidad, o de un orden cósmico inalterable,
en tanto que los directores que comparten la opinión de Gilroy serían
partidarios de la “libertad dentro de ciertos parámetros”, traducida en dejar
que el actor “sorprenda” al director a través de un involucramiento en la obra
que lo lleva a dirigirse a sí mismo.
En el
transcurso de su carrera, los actores pasan de unos a otros directores, de tal
manera que se tendría aquí la imagen de actores que se adaptan al “modo” del
director, sea éste exigente y totalitario (desconfiado de la interpretación
espontánea de los actores y necesitado de “guiarlos” hasta el punto que
considera esencial) o suelto y más “democrático” (el que confía más en la
creatividad de sus colaboradores y se alimenta de las propuestas que le hace
cada uno de ellos).
El medio es
complejo. Hay actores que, a medida que adquieren un mayor renombre, reclaman
más y más el derecho a dirigirse a sí mismos (buen ejemplo es Anthony Hopkins,
que define a un buen director como aquel que se limita a decirle “más lento,
más rápido”); hay otros que, aunque renombrados, declaran sentirse perdidos si
el director no los llena con toda la información posible acerca del personaje,
o si no les concede una extrema atención hasta poder decirse que el personaje
es una creación conjunta de actor y director (a veces —no siempre— se incluye
al autor de la fuente literaria, con mayor frecuencia al guionista, e incluso a
veces al productor).
Hay actores
—independientemente de que tengan o no renombre y de que desempeñen o no
papeles protagónicos— que exigen la mayor cantidad posible de ensayos, y que en
cada uno ofrecen distintos matices esperando que el director elija en la sala
de montaje. En el otro extremo, hay actores que se sienten agobiados a medida
que ensayan, porque dan lo mejor en los primeros ensayos y se “mecanizan” a
medida que éstos se repiten.
De nuevo, en
ambos casos lo que se festeja en un actor es su “espontaneidad”, ya sea aquella
que él logra convocar gracias al exceso de ensayos o la que le brota cada vez
que se encuentra ante la cámara, independientemente de si lo hace por vez
primera o luego de innumerables repeticiones. A fin de cuentas todos coinciden
en llamar buen actor a uno que consigue “parecer” espontáneo. Tanto el actor
que se dirige a sí mismo como el que se somete al apoyo (o tiranía) del
director, parecen pedir a éste que los ayude a olvidar que son actores, que
están ante una cámara y que se encuentran haciendo una película. Las variantes
son numerosas pero el misterio de fondo permanece igualmente irresuelto.
Matthew
Broderick habla sobre la intuición: “Para ser intuitivo el actor debe hacer
mucho trabajo. Es un misterio [...]. Debo trabajar en el material y creer en la
situación y entenderla [...] y sólo entonces, en los ensayos, una vez que me
siento confortable con todo eso, algo espontáneo podría pasar. Y eso es para lo
que vivo, lo que espero que pase, aquello para lo que me he preparado” (II-3,
1995).
La práctica viva
Una característica generalmente reconocida y celebrada en
los actores norteamericanos es su “vitalidad”. Orson Welles relativiza ese
término en una entrevista televisiva de 1960:
Lo malo de los actores estadounidenses es que suponen
con arrogancia que la forma de enunciar, el movimiento, el usar un vestuario y
todo eso es secundario mientras seas vital. Esa es una gran debilidad entre los
actores estadounidenses. Siempre fue así, no sólo en esta generación. Me pasó
cuando yo producía obras de Shakespeare, cuando apenas comenzaba, y también
sucedía eso. Y hay actores estadounidenses que consideran que el que quiere,
puede. No se trata de capacidad. Sienten que no es necesario ni importante.
Suponen que Macbeth es una obra
acerca de un gángster sin molestarse en averiguar lo que significaba ser un rey
cuando Shakespeare escribió la obra. [Orson
Welles: the Paris Interview, CBC Productions, 1960. Entrevistador: Allen
King.]
El conductor de esta
entrevista, Allen King, comenta que los europeos admiran esa “vitalidad estadounidense”.
Welles responde: “Sí, es algo maravilloso, pero no es un sustituto de la
enunciación. Si uno no sabe sostener un pentámetro yámbico, no va a llegar muy
lejos con Shakespeare, como no llegará lejos en el ballet si no puede pararse
en puntas. Hay que pararse en puntas antes de comenzar, más allá de la
vitalidad que uno tenga”.
Welles parece
defender la tradición, en el sentido de estar exigiendo un intenso
entrenamiento del actor antes de que éste invierta su vitalidad en el escenario
o ante la cámara. Sin embargo, en la misma entrevista advierte:
Creo que el mejor actor shakespeareano vivo sólo
supone. Quizás es una suposición divina, pero sigue siendo una suposición. La
mayoría de las tradiciones son sólo una sucesión de malos hábitos. Consiste en
actores menores que imitan las afectaciones de actores más talentosos. No creo
en la tradición. Sólo creo en la práctica, en la práctica viva.
Welles
defiende, pues, la autocreación del actor, de un modo siempre individual e
irrepetible, hasta el punto de renunciar a lo tradicional (sucesión de malos
hábitos) sin tampoco invertirlo todo en la vitalidad. A eso lo llama práctica viva, y sin duda es la clave de
su larga experiencia como actor. Y también sin duda es por ello que un crítico
tan influyente como Eric Bentley llegó a decir de Welles que no era un actor de
cine, sino solamente alguien “a quien se fotografía” (el propio Welles cita
esta opinión de Bentley en Filming
Othello, de 1978). Una opinión como esa suena menos a crítica que a
venganza, sobre todo en Bentley, que en The
Life of the Drama (1964) exige que toda ruptura a la tradición sea, de
antemano y de forma ineludible, una forma de reforzarla: “Si las viejas
historias son siempre nuevas, las nuevas historias deben ser a su vez siempre viejas
para acaparar nuestro interés; todo ello porque sólo somos capaces de aprender
aquello que sentimos como ya conocido, porque es inútil el conocimiento sin
comprensión, porque todo saber es un Reconocimiento (anagnórisis), ya sea
consciente o inconsciente” (Eric Bentley: The
Life of the Drama, Atheneum, Nueva York, 1964. La vida del drama, Paidós, Buenos Aires, 1969).
Sin embargo,
otro elemento para la discusión brota en el transcurso de la citada entrevista
de 1960; el entrevistador alaba la calidad de la voz de Welles y añade que ella
permite al Welles-actor de cine “transmitir emoción sin sentirla de verdad”. El
autor de Ciudadano Kane responde con
otra pregunta: “¿Eso no es actuar?”. Y agrega: “Si sintiera realmente esa
emoción, durante una escena de homicidio mataría al otro actor”.
Es sabido que
Welles tuvo que aceptar encargos como actor en películas comerciales para poder
financiar sus múltiples proyectos fílmicos en tanto director: se vio obligado a
representar papeles que nunca habría elegido y esto causó que se le
estereotipara como actor y figura. Y para complicar aún más su concepción del
arte narrativo, dice a Allen King: “En primer lugar, creo que el trabajo del
director es el más sobrevaluado del mundo. Es el único que realmente amo en el
espectáculo, pero creo que está enormemente sobrevalorado”. Lo explica de esta
manera:
Creo que un director debería ser el asistente y el
cimiento de una actuación. Y creo que es un trabajo muy difícil, muy meritorio,
un trabajo que me enorgullece realizar y el único trabajo en el cine que me da
placer. Detesto actuar en el cine. [...]
Hay más malos
directores trabajando de lo que la gente sabe. Porque es la única profesión del
mundo (la dirección de cine, no de teatro) en la que puedes ser un incompetente
y tener éxito durante treinta años sin que nadie lo descubra. Quiero decir,
real y absolutamente incompetente. [...] El único trabajo que un director puede
hacer en una película y que tenga un verdadero valor, es lograr algo más de lo
que suele pasar automáticamente.
En este
sentido tiene toda la razón: el cine industrial es una inercia; el guión está
escrito, los actores han memorizado sus líneas y están vestidos y maquillados,
el director de arte ha preparado la escenografía y la utilería, el director de
fotografía ha dispuesto las luces, cada uno de los técnicos aporta su capacidad
y experiencia... Así, lo más difícil es que no avance todo eso junto, movido
por sí mismo. Hay una inercia cuyo nombre es precisamente tradición. Welles define al verdadero director de cine como alguien
capaz de ir más allá de esa inercia,
de esa tradición. Su aporte como director, afirma Welles, es aceptable si
conoce un poco los oficios del guionista, del actor, del fotógrafo, del
sonidista, del director de arte, del editor, del productor... Y ese aporte sólo
puede ser importante si él mismo es del todo guionista, camarógrafo, montajista,
actor, director de arte... De lo contrario, dice Welles, “es sólo el hombre que
dice ‘¡Acción!’, ‘¡Corte!’, ‘¡Más lento!’, ‘¡Más rápido!’, y nunca nadie se va
a dar cuenta de que no sabe nada. Conozco a muchos directores famosos que son
inútiles, lo sabe cualquier actor”.
Es la
explicación de la tan atacada “todología” del autor. El propio entrevistador le
pregunta: “¿No cree que intentó hacer demasiadas cosas a la vez?”. Contesta:
No, no creo que nadie intente demasiado a la vez. Creo
que la gente dice eso sobre mí cuando quiere explicar por qué no soy mejor de
lo que piensa que debería ser. Y es muy amable que digan cosas así. Pero creo
que la gente se especializa demasiado. Todos. Creo que alguien que puede
comunicarse por cualquier medio y puede hacerlo al menos de dos o tres maneras
distintas, debería intentarlo. [...] Supongo que usted está diciendo que si
alguien no se diversifica demasiado puede tener un éxito más sólido, más
duradero y más establecido, y que si yo hubiera deseado eso (cosa que jamás
sucedió), entonces no debería haber probado con tantas cosas diferentes. Pero
siempre me interesó más el experimento que la elaboración. [...] Si uno hace
muchas cosas diferentes, da la impresión de tener un volumen de trabajo mayor
que el real. Yo siento vergüenza de mí mismo por no hacer más. [...] Estoy en
contra de la posteridad por una cuestión de principios. Creo que es algo casi tan
vulgar como el éxito.
Y finalmente Welles en la entrevista llega a una afirmación
que parecería controversial:
No considero que el arte sea lo más importante. Ya te
dije que prefiero cualquiera otra forma de lealtad a la vida que el arte. Odio
la concepción romántica sobre los artistas, de que están por encima de todo lo
demás. Creo que es lo último que debería decirse. [...] Tengo un gran respeto
por la gente que sí aprecia a su arte de esa manera, y creo que ellos son,
probablemente, los artistas más valiosos. De modo que no defino cómo debería
ser un artista. Sólo hablo del tipo de artista que soy yo. [...] No me
considero a mí mismo como un profesional, en lo fundamental. Soy básicamente un
aventurero. Y la gente que sí es seria y que es profesional, total y
profundamente seria, a expensas de cualquier otro valor en la vida, es quizás
la gente que hace los mejores aportes al arte. Yo ciertamente no quisiera ser
uno de ellos.
Eso es acaso
a lo que Orson Welles denomina práctica
viva: un ir más allá, siempre más allá de toda forma de inercia, sobre todo
de las formas que se mueven y acomodan por sí mismas, y que al mismo tiempo son
las más cómodas y redituables.
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