DGD: Morfograma 12, 2018. |
domingo, 25 de febrero de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XII)
Capra, la
improvisación y el tempo
En el principio de su carrera como director, Frank Capra
acostumbraba largas sesiones de ensayos antes de cada toma. Este sistema cambió
cuando tuvo que dirigir a Barbara Stanwyck, una actriz formada en el teatro;
Capra se dio cuenta de que el trabajo de Stanwyck se mecanizaba u oscurecía a
medida que ensayaba o repetía tomas. Si Stanwyck no ensayaba, y se la hacía
participar directamente en una toma, ésta era notablemente mejor que las
restantes. Capra decidió preparar a los demás actores de tal manera que no
ensayaran y pudieran reaccionar a Stanwyck en la primera toma, que era por
tanto en gran medida impredecible; a la vez, el director evitó filmar en
desorden, de tal manera que la continuidad no se viera afectada. Así rodó con
ella filmes como Ladies of Leisure
(1930), The Miracle Woman (1931), Forbidden (1932) o The Bitter Tea of General Yen (1933), que forjaron la fama de esta
actriz.
Algo similar
sucedió a Capra cuando trabajó con Frank Sinatra, que, a decir del cineasta,
“dejaba sus mejores escenas en los ensayos”, mientras que las tomas
subsecuentes se hacían cada vez menos creíbles, menos “puras”. Por ello en la
única película en que trabajaron juntos, Capra rodó con Sinatra escenas sin
ninguna forma de ensayo. Esto enfureció a los demás actores; se cuenta que
Edward G. Robinson abandonó el set de
A Hole in the Head (1959) y pidió ser
liberado de su contrato porque estaba acostumbrado a ensayar en todos sus
papeles fílmicos. Capra llegó a declarar que Sinatra tenía el potencial para
convertirse en el mejor actor de todos los tiempos, y le aconsejó abandonar su
carrera como cantante y concentrarse solamente en la actuación. Uno de los
proyectos que Capra consideró, y nunca pudo llevar a cabo, era una vida de San
Pablo interpretado por Sinatra.
Debido al
inusual método de rodaje que Capra desarrolló a partir del acento colocado en
los actores, su equipo técnico tuvo que trabajar más duramente, lo cual
significó incrementar el nivel de trabajo más allá de los estándares
hollywoodenses; ello provocó que este grupo superara el desempeño de otros
equipos, más acostumbrados a la forma hollywoodense de hacer las cosas. La
filosofía de Capra cambió hasta ajustarse a esta frase, que repetía a sus
colaboradores: “Ustedes trabajan para los actores: ellos no trabajan para
ustedes”.
Esta
declaración de principios tuvo una resultante notable. Capra comenzó a apoyarse
cada vez más en la improvisación, que era el único método por medio del cual
encontró que podía capturar no tanto un “realismo” (que eso era lo que hacían
todos los estudios hollywoodenses) sino casi un naturalismo que le resultaba
esencial para comunicarse con el público y hacerlo olvidar la gran complejidad
de la puesta en escena cinematográfica. Capra solía llegar al set ya no con un guión escrito sino con
unas cuantas cuartillas en las que no había más que una simple descripción de
las escenas generales. Explicó su técnica de este modo:
Lo que necesitas es saber sobre qué es la escena,
quién hace qué a quién, y quién se interesa [cares about] por quién. [...] Todo lo que quiero es una escena
general [master scene] y yo me
encargo de lo demás: cómo rodarla, cómo evitar que la maquinaria se interponga
y cómo mantener la atención sobre los actores todo el tiempo.
Este método
lo llevó a evitar cualquier “desplante técnico” (fancy technical gimmicks), y a la vez desembocó en su más
significativa innovación: la aceleración del tempo fílmico.
Capra se dio
cuenta de que la experiencia colectiva de ver un filme tenía un efecto
psicológico en cada espectador; el efecto general consistía en hacer más lento
el ritmo de la película. Un filme que, visto durante el rodaje o en la sala de
edición o incluso en la pequeña pantalla de una sala privada entre
profesionales parece de ritmo normal, se vuelve lenta cuando es proyectada en
la pantalla grande. Esto, que podría parecer el resultado de la ampliación de
los rostros, para Capra significó que era un efecto de psicología de masas, una
especie de dilatación temporal que afectaba a las multitudes; afirmó haber
notado el mismo efecto en los juegos deportivos y en convenciones políticas.
Así pues, como su película American
Madness (1932, titulada en español La
locura del dólar) tenía como tema el de las multitudes, temió que en este
caso el efecto dilatador se vería duplicado. Por lo tanto, decidió acelerar el
ritmo del filme durante el rodaje.
Una de las
primeras cosas que eliminó fue la salida y entrada de personajes, que era una
práctica común de la “gramática” hollywoodense de los años treinta, heredada
del teatro y de los photoplays. Capra
presentó a los personajes ya dentro de las escenas, evitó el verlos salir y
también eliminó las disolvencias y fades
(transiciones), que también eran parte del lenguaje de los estudios con objeto
de marcar transiciones de tiempo o lugar, o finales de capítulo. Asimismo llegó
a su gran innovación, los diálogos encimados: en los primeros filmes sonoros,
la convención indicaba que cada actor dejara que su interlocutor terminara
completamente sus líneas para sólo entonces decir las propias; de este modo se
facilitaba la edición del sonido. Capra aceleró el ritmo de sus actores de tal
manera que una escena que normalmente duraría un minuto tomara sólo cuarenta
segundos.
Cuando todos
estos elementos se combinaban en la versión final, ello hacía que el filme
pareciera de “ritmo normal” en la pantalla grande. También daba a la película
una sensación de premura, de precipitación que, en el caso de American Madness, reflejaba
perfectamente el tema del pánico financiero. Y aún más, como dice Capra en su
autobiografía, “mantenía la atención del público fija en la pantalla”. Con
excepción de filmes de temas dramáticos (mood
pieces), Capra usó estas técnicas en todas sus películas, y se manifestaba
muy divertido cuando los críticos elogiaban la “naturalidad” de su dirección.
El crítico
John Raeburn habla de American Madness:
El tempo del
filme, por ejemplo, está perfectamente sincronizado con la acción. [...] A
medida que se incrementa la intensidad del pánico financiero, Capra reduce la
duración de cada plano y usa más y más el crosscutting
[sucesión de planos intercalados] y los cortes en eje [jump cuts] para enfatizar la “locura” de lo que está sucediendo.
[...] Capra aumentó la cualidad naturalista del diálogo por medio de hacer que
los interlocutores encimaran sus diálogos, tal como sucede con frecuencia en la
vida cotidiana.
Ello implica
otra paradoja, puesto que a través de ese naturalismo con el que cualquier
espectador podía identificarse, sus actores se convertían en retratos de
personalidades desarrollados en imágenes reconocibles de la cultura popular. El
realizador John Cassavetes, admirador de Capra, intenta describir el efecto
logrado: las interpretaciones de sus actores “tienen la audaz simplicidad de un
icono”.
*
sábado, 17 de febrero de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XI)
DGD: Morfograma 11, 2018. |
Improvisación
“No preparo mucho para la cámara”, comenta Robert Redford. “Me
gusta la improvisación aunque sé que es peligrosa; no me gusta ver escenas que
fueron obviamente improvisadas. Creo que hay una responsabilidad y que la
improvisación debe ser invisible, pero como actor es muy excitante por la
libertad y vitalidad que hay en ella. Uno debe usar su cerebro y estar ahí,
habitar el personaje o de otro modo será arrojado del desfile. Y me gusta
actuar con los otros actores cuando saben actuar; es muy difícil para mí
trabajar con otros actores que han memorizado perfectamente sus líneas: se
puede ver en sus globos oculares que tienen todo preparado” (XI-13, 30-01-2005).
La
improvisación es matizada por Ingmar Bergman en Linterna mágica: “Los
actores [van] descubriendo sus posibilidades en el marco de límites claramente
definidos. Satisfechos, [aguardan] el momento en el que [pueden] poner en juego
su propia creatividad”. Bergman es reconocido como un perfeccionista
obsesivo, y él mismo lo explica en su libro de memorias: “Preparo hasta el más mínimo detalle, me
impongo la obligación de dibujar cada escena. Cuando voy a los ensayos tengo
que tener ya listo cada momento de la función. Mis instrucciones deben ser
claras, útiles y, de ser posible, estimulantes. Sólo el que está bien preparado
tiene posibilidad de improvisar”.
El director James Cameron da una
especie de respuesta hollywoodense: “Me he definido como un ‘correctista’ [rightist]: no tienes que hacerlo hasta
que esté perfecto sino hasta que esté correcto [right]. Lo perfecto es demasiado subjetivo, es demasiado un blanco
móvil” (XVI-4, 1-3-2010). Sin embargo, ¿es realmente objetivo lo correcto?,
¿quién o qué lo certifica? Lo único que en rigor diferencia a lo perfecto y a
lo correcto es la funcionalidad, que
es un criterio exterior, un consenso de industria: llevar las cosas hasta el
punto en que todos están de acuerdo en que funcionan,
y desentenderse de la continuación de esa línea.
Richard Gere refiere el aprendizaje
que obtuvo en su trabajo con Robert Altman en Dr. T and the Women (2000):
Lo primero que me dijo Robert Altman sobre el trabajo
del director cuando trabajé con él es “Lo que debes hacer es jamás decir a la
gente qué hacer, porque eso es todo lo que harán”. Y es verdad: con actores
entrenados es lo mismo; les dices “primero haces esto y luego aquello y después
aquello otro”, y mientras lo dices se van programando y eso es todo lo que
harán. [VIII-13, 5-5-2002.]
El sistema
general de Altman parece conectarse con la experiencia de grandes directores de
escena: no decir al actor qué hacer; dejarlo libre de acción y de invención, y
sólo en determinadas ocasiones decirle qué no
hacer. De este método, Gere deduce el deber y prerrogativa del actor de hacer
siempre más de lo que se le ha dicho:
El personaje eres tú y nadie más. Y cuando ese click sucede, tú conoces a ese personaje
mejor que el escritor y que el director y que cualquiera. Puedes ser dirigido
de esta manera o de otra, pero tú eres la autoridad. No sucede en un tiempo
determinado; la luz no se apaga, sólo sucede. Es parte de la magia de ser
actor: comprometerse con un personaje. Y todos lo hacemos: no importa qué
personaje representamos en la vida real, nos comprometemos con él en un
determinado momento, y nosotros somos esa persona. Y entonces suceden todas las
misteriosas conexiones asociadas con las identificaciones.
Si la
improvisación es la forma de propiciar ese click
(libertad de acción e invención) que para Gere define a las grandes
actuaciones, el método que este actor menciona no es poco significativo,
misterioso y acaso esencial en la profesión del actor: el del ensueño como
preparación:
No es una técnica consciente, pero sé lo que viene a
mí durante el rodaje. Si todo se comienza a volver demasiado sólido, si sé
demasiado, tengo que relajarme [losen up].
Soy el que conoce mejor al personaje, pero lo conozco demasiado bien. Debes
retroceder y dejarlo respirar un poco. Y entonces sucede el ensoñar. Me gusta
mucho esa aproximación. Me digo: “Muy bien, no voy a forzarlo, me acercaré
cuanto sea posible, he hecho mi trabajo en mi vida, sé cómo hacer esta clase de
cosa, y entonces dejémosle un poco de espacio y veamos de dónde viene esta
inspiración”. Parte del proceso proviene de dejar que se vaya la identificación
total conmigo, de tal manera que haya espacio para que alguien más se asome,
otra versión de mí mismo.
A este método
el actor Val Kilmer agrega un matiz interesante:
El mundo de los sueños es tal vez más real que este
mundo de nuestros sentidos. Una de las alegrías en las artes es llegar a un
lugar en el que entiendes que el sueño es tan real como la vigilia. Es un
hermoso sentimiento. Toda la oscuridad que el hombre ha creado. Y es hermoso
que te recuerden cuán hermoso puede ser. En arte puedes tocar la experiencia de
estar en ese ambiente en el que los sueños pueden ser tan vívidos o
impactantes. No dudamos de la realidad del sueño, y es bueno recordar que tus
sentidos son traicioneros. Los llevamos a entender o los usamos para llegar a
un lugar en donde podemos entender la esencia de la vida, pero son tan reales
como los sueños. [VI o VII, 2000]
En primer
lugar, esta certeza se manifiesta a través del impulso de ir en contra de lo
aprendido, es decir un rechazo de lo intelectual (un argumento en el que
coinciden prácticamente todos los actores); Kilmer dice al respecto: “Una cosa
que he estado haciendo recientemente es no trabajar del modo en que sé. Estoy
tratando de lograr esa confianza de que soy el personaje, y no sé todavía cómo
llegará eso a integrarse. De joven lo entendía de una forma intelectual y no
estaba en mi corazón, no creía en las cosas que debía hacer. Esa confianza es
algo que he visto en otros actores, el darse el derecho de interpretar esos
papeles”.
Samuel L.
Jackson concuerda en este sentido:
La actuación puede compararse a un golpe de golf [golf swing]. Mientras menos tengas que
pensar en ello, obtendrás mejores resultados. Porque hay muchas cosas en las
que pensar en el golf: como están tus pies, cómo sostienes el palo, la
distancia a tu cuerpo, el ángulo de ataque, la dirección del viento... Mientras
más cosas haces técnicamente para llevarte a donde estás, más se te permite
hacer instintivamente el movimiento que necesitas hacer, pero debes tener una
base realmente firme y sólida para hacer eso, y debes poder confiar en esa
base. Eso es lo que te lleva al buen resultado. [VIII-15, 2-6-2002.]
“La
improvisación ha cambiado mi vida”, comenta el actor y escritor Alan Alda, “y
me ha hecho una persona diferente. Y es interesante porque he visto que los
actores que han improvisado mucho, son mucho más magnéticos” (VI-11, 6-8-2000).
Describe entonces su método de trabajo:
La forma en que uso la improvisación cuando escribo es
así: tengo un esbozo [outline] pero
no de trozos muy largos; espero a saber qué es lo que el personaje dice, y
tengo un micrófono con un switch en
él, y digo la línea, lo desconecto y espero a la línea siguiente. Y no vuelvo
atrás, no escucho lo que he grabado. Es una improvisación en el sentido de que
no lo estoy juzgando y de que en ese punto no estoy organizando. Una de las
cosas que aprendí [...] es que improvisar no es escribir en tus pies [writing on your feet], no es escribir
pensando en un diálogo listo o ingenioso, sino llegar a una relación con esa
persona de tal manera que sale de ti algo que ni siquiera sabías que estaba
ahí. Algunas veces lo que sale estalla y te enfurece cuando antes sólo estabas
un poco serio, y el otro actor lo recoge y responde y entonces tenemos una
escena completamente nueva, y sigue siendo de la forma en que fue dirigida y
escrita, pero es fresca y divertida. Es obra y es juego [play]. No olviden que es juego. Es horrible cuando es trabajo [labor]. Jueguen como niños. Los niños se
divierten en grande. A veces la gente quiere burlarse y dice que los actores
son como niños; ¡deberían vivir tanto como ellos! [they should live so long!].
Hilos sueltos
en esta madeja: sólo el actor es el personaje y lo conoce “mejor que el
escritor y que el director y que cualquiera” porque le presta su cuerpo y su mente;
él es la autoridad aunque la conceda a otros. Pero entonces sucede que el actor
conoce demasiado bien al personaje: éste debe sorprenderlo, lo mismo que el
actor debe sorprender al director. Así que el actor se relaja, lo deja suelto,
le devuelve su libertad, del mismo modo en que, al menos en teoría, debe actuar
el director respecto al actor. Y es también la forma de evitar un peligro
concreto, porque el actor deja respirar al personaje e incluso vivir su propia
vida, pero siempre considerando que es “otra versión de mí mismo”. Los recursos
para evitar la esquizofrenia —así sea de forma “teórica” o “simbólica”— son el
ensueño y el juego. Son acaso las únicas formas de evitar el desquiciamiento y
de aceptar (el actor respecto al personaje lo mismo que el director respecto al
actor y el espectador respecto a actor y director) que “sale de ti algo que ni
siquiera sabías que estaba ahí”.
*
martes, 6 de febrero de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (X)
DGD: Morfograma 10, 2017. |
El ensayo
William H. Macy subraya el propósito del ensayo:
En una obra de teatro los actores se conocen porque
tienen una larga temporada de ensayos. El propósito de ensayar una obra es
crear hábitos. Se trata de crear el hábito de ser objetivo, en su forma más
pura, tan inadulterada como sea posible. Si es aburrido, bien: de eso se tratan
los ensayos. No importa ser aburrido: no tienen que ser interesantes o
magníficos sino hasta que haya gente que paga por verlos. El propósito del
ensayo es crear el hábito del objetivo. Y esto es lo que les permite hacer a
ustedes: en términos de stress harán
lo que siempre hacen. Uno siempre vuelve a su hábito, y hacer una obra es un
proceso de stress. Así que si creas
el hábito de ser objetivo, te permite tirar todo a la basura y ver al otro
actor y hacer un poco de improvisación. Y sabes que te mantendrás en la marca
porque has hecho ese objetivo tantas veces en los ensayos. [XI-3, 24-10-2004]
Sin embargo,
hay actores que odian o temen al ensayo. Uno de ellos es Harrison Ford: “No me
gustan los ensayos. No me gusta ‘fijarme’ [set
myself] en ninguna forma. Me gusta saber las líneas [del diálogo] suficientemente,
no perfectamente. Me gusta estar en el set
y trabajar las cosas de manera que pueda asociar las líneas a las cosas y al
lugar y a la otra gente, en lugar de asociarlas a una armadura imaginaria que
no estará ahí para ayudarte. Uno construye el personaje a partir de las cosas
que ayudan a contar la historia” [VI-12, 20-8-2000].
Actores como
Macy subrayan la eficacia de la repetición para crear hábitos (sobre todo el de
ser objetivo, que significa tener un objetivo); actores como Ford temen a la
mecanización (y no tienen otro objetivo que “contar la historia”). En ambos
casos, la espontaneidad es la meta; aquéllos consideran que lo espontáneo sólo
puede surgir si está basado en una estructura firme construida en los ensayos;
éstos, que la naturalidad en el personaje equivale a la ligereza del actor,
pescada en el momento y no en una “armadura imaginaria”.
Ensayo o
espontaneidad
También “desde afuera” de la experiencia del actor, hay
cineastas que no ven al ensayo con buenos ojos. El director de El legado de Bourne (The Bourne Legacy, 2011), Tony Gilroy,
declara que no le gustan los ensayos y que los evita siempre que es posible:
“Me gusta ver las cosas que pasan por primera vez. La vida real es por primera
vez, y si puedes tener a todos lo suficientemente listos, y tenerlo todo
preparado alrededor, es un lujo extra el poder filmarlo así” (Banda de
comentarios del DVD de The Bourne Legacy).
Si se juzga el medio fílmico y televisivo bajo este criterio, resulta que la
comercialidad que elimina a los ensayos en función de los costos tendría
“razón” en el sentido de que permite una mayor creatividad en el actor, que “es
el director de sí mismo” en la medida en que se le dan únicamente las
informaciones esenciales (básicamente el guión) y él queda en “libertad” de
construir a su personaje y darle todos los matices que juzgue necesarios.
Esta
contradictoria mentalidad se parece un poco a la discusión entre determinismo y
libre albedrío, respecto a la cual ciertos filósofos piensan, en términos muy
llanos, que existe un orden pre-establecido en el macrocosmos pero a la vez una
libertad en lo microcósmico. En este caso, el orden determinista equivale al
guión, a la “historia”, mientras que el libre albedrío quedaría representado
por los detalles y matices de la interpretación que hace cada actor, que por
algo se llama precisamente “interpretación”.
Siempre bajo
esta consideración, los directores que privilegian a los ensayos, y los imponen
con obsesividad hasta preestablecer cada detalle, estarían encarnando
inconscientemente el papel de una divinidad, o de un orden cósmico inalterable,
en tanto que los directores que comparten la opinión de Gilroy serían
partidarios de la “libertad dentro de ciertos parámetros”, traducida en dejar
que el actor “sorprenda” al director a través de un involucramiento en la obra
que lo lleva a dirigirse a sí mismo.
En el
transcurso de su carrera, los actores pasan de unos a otros directores, de tal
manera que se tendría aquí la imagen de actores que se adaptan al “modo” del
director, sea éste exigente y totalitario (desconfiado de la interpretación
espontánea de los actores y necesitado de “guiarlos” hasta el punto que
considera esencial) o suelto y más “democrático” (el que confía más en la
creatividad de sus colaboradores y se alimenta de las propuestas que le hace
cada uno de ellos).
El medio es
complejo. Hay actores que, a medida que adquieren un mayor renombre, reclaman
más y más el derecho a dirigirse a sí mismos (buen ejemplo es Anthony Hopkins,
que define a un buen director como aquel que se limita a decirle “más lento,
más rápido”); hay otros que, aunque renombrados, declaran sentirse perdidos si
el director no los llena con toda la información posible acerca del personaje,
o si no les concede una extrema atención hasta poder decirse que el personaje
es una creación conjunta de actor y director (a veces —no siempre— se incluye
al autor de la fuente literaria, con mayor frecuencia al guionista, e incluso a
veces al productor).
Hay actores
—independientemente de que tengan o no renombre y de que desempeñen o no
papeles protagónicos— que exigen la mayor cantidad posible de ensayos, y que en
cada uno ofrecen distintos matices esperando que el director elija en la sala
de montaje. En el otro extremo, hay actores que se sienten agobiados a medida
que ensayan, porque dan lo mejor en los primeros ensayos y se “mecanizan” a
medida que éstos se repiten.
De nuevo, en
ambos casos lo que se festeja en un actor es su “espontaneidad”, ya sea aquella
que él logra convocar gracias al exceso de ensayos o la que le brota cada vez
que se encuentra ante la cámara, independientemente de si lo hace por vez
primera o luego de innumerables repeticiones. A fin de cuentas todos coinciden
en llamar buen actor a uno que consigue “parecer” espontáneo. Tanto el actor
que se dirige a sí mismo como el que se somete al apoyo (o tiranía) del
director, parecen pedir a éste que los ayude a olvidar que son actores, que
están ante una cámara y que se encuentran haciendo una película. Las variantes
son numerosas pero el misterio de fondo permanece igualmente irresuelto.
Matthew
Broderick habla sobre la intuición: “Para ser intuitivo el actor debe hacer
mucho trabajo. Es un misterio [...]. Debo trabajar en el material y creer en la
situación y entenderla [...] y sólo entonces, en los ensayos, una vez que me
siento confortable con todo eso, algo espontáneo podría pasar. Y eso es para lo
que vivo, lo que espero que pase, aquello para lo que me he preparado” (II-3,
1995).
La práctica viva
Una característica generalmente reconocida y celebrada en
los actores norteamericanos es su “vitalidad”. Orson Welles relativiza ese
término en una entrevista televisiva de 1960:
Lo malo de los actores estadounidenses es que suponen
con arrogancia que la forma de enunciar, el movimiento, el usar un vestuario y
todo eso es secundario mientras seas vital. Esa es una gran debilidad entre los
actores estadounidenses. Siempre fue así, no sólo en esta generación. Me pasó
cuando yo producía obras de Shakespeare, cuando apenas comenzaba, y también
sucedía eso. Y hay actores estadounidenses que consideran que el que quiere,
puede. No se trata de capacidad. Sienten que no es necesario ni importante.
Suponen que Macbeth es una obra
acerca de un gángster sin molestarse en averiguar lo que significaba ser un rey
cuando Shakespeare escribió la obra. [Orson
Welles: the Paris Interview, CBC Productions, 1960. Entrevistador: Allen
King.]
El conductor de esta
entrevista, Allen King, comenta que los europeos admiran esa “vitalidad estadounidense”.
Welles responde: “Sí, es algo maravilloso, pero no es un sustituto de la
enunciación. Si uno no sabe sostener un pentámetro yámbico, no va a llegar muy
lejos con Shakespeare, como no llegará lejos en el ballet si no puede pararse
en puntas. Hay que pararse en puntas antes de comenzar, más allá de la
vitalidad que uno tenga”.
Welles parece
defender la tradición, en el sentido de estar exigiendo un intenso
entrenamiento del actor antes de que éste invierta su vitalidad en el escenario
o ante la cámara. Sin embargo, en la misma entrevista advierte:
Creo que el mejor actor shakespeareano vivo sólo
supone. Quizás es una suposición divina, pero sigue siendo una suposición. La
mayoría de las tradiciones son sólo una sucesión de malos hábitos. Consiste en
actores menores que imitan las afectaciones de actores más talentosos. No creo
en la tradición. Sólo creo en la práctica, en la práctica viva.
Welles
defiende, pues, la autocreación del actor, de un modo siempre individual e
irrepetible, hasta el punto de renunciar a lo tradicional (sucesión de malos
hábitos) sin tampoco invertirlo todo en la vitalidad. A eso lo llama práctica viva, y sin duda es la clave de
su larga experiencia como actor. Y también sin duda es por ello que un crítico
tan influyente como Eric Bentley llegó a decir de Welles que no era un actor de
cine, sino solamente alguien “a quien se fotografía” (el propio Welles cita
esta opinión de Bentley en Filming
Othello, de 1978). Una opinión como esa suena menos a crítica que a
venganza, sobre todo en Bentley, que en The
Life of the Drama (1964) exige que toda ruptura a la tradición sea, de
antemano y de forma ineludible, una forma de reforzarla: “Si las viejas
historias son siempre nuevas, las nuevas historias deben ser a su vez siempre viejas
para acaparar nuestro interés; todo ello porque sólo somos capaces de aprender
aquello que sentimos como ya conocido, porque es inútil el conocimiento sin
comprensión, porque todo saber es un Reconocimiento (anagnórisis), ya sea
consciente o inconsciente” (Eric Bentley: The
Life of the Drama, Atheneum, Nueva York, 1964. La vida del drama, Paidós, Buenos Aires, 1969).
Sin embargo,
otro elemento para la discusión brota en el transcurso de la citada entrevista
de 1960; el entrevistador alaba la calidad de la voz de Welles y añade que ella
permite al Welles-actor de cine “transmitir emoción sin sentirla de verdad”. El
autor de Ciudadano Kane responde con
otra pregunta: “¿Eso no es actuar?”. Y agrega: “Si sintiera realmente esa
emoción, durante una escena de homicidio mataría al otro actor”.
Es sabido que
Welles tuvo que aceptar encargos como actor en películas comerciales para poder
financiar sus múltiples proyectos fílmicos en tanto director: se vio obligado a
representar papeles que nunca habría elegido y esto causó que se le
estereotipara como actor y figura. Y para complicar aún más su concepción del
arte narrativo, dice a Allen King: “En primer lugar, creo que el trabajo del
director es el más sobrevaluado del mundo. Es el único que realmente amo en el
espectáculo, pero creo que está enormemente sobrevalorado”. Lo explica de esta
manera:
Creo que un director debería ser el asistente y el
cimiento de una actuación. Y creo que es un trabajo muy difícil, muy meritorio,
un trabajo que me enorgullece realizar y el único trabajo en el cine que me da
placer. Detesto actuar en el cine. [...]
Hay más malos
directores trabajando de lo que la gente sabe. Porque es la única profesión del
mundo (la dirección de cine, no de teatro) en la que puedes ser un incompetente
y tener éxito durante treinta años sin que nadie lo descubra. Quiero decir,
real y absolutamente incompetente. [...] El único trabajo que un director puede
hacer en una película y que tenga un verdadero valor, es lograr algo más de lo
que suele pasar automáticamente.
En este
sentido tiene toda la razón: el cine industrial es una inercia; el guión está
escrito, los actores han memorizado sus líneas y están vestidos y maquillados,
el director de arte ha preparado la escenografía y la utilería, el director de
fotografía ha dispuesto las luces, cada uno de los técnicos aporta su capacidad
y experiencia... Así, lo más difícil es que no avance todo eso junto, movido
por sí mismo. Hay una inercia cuyo nombre es precisamente tradición. Welles define al verdadero director de cine como alguien
capaz de ir más allá de esa inercia,
de esa tradición. Su aporte como director, afirma Welles, es aceptable si
conoce un poco los oficios del guionista, del actor, del fotógrafo, del
sonidista, del director de arte, del editor, del productor... Y ese aporte sólo
puede ser importante si él mismo es del todo guionista, camarógrafo, montajista,
actor, director de arte... De lo contrario, dice Welles, “es sólo el hombre que
dice ‘¡Acción!’, ‘¡Corte!’, ‘¡Más lento!’, ‘¡Más rápido!’, y nunca nadie se va
a dar cuenta de que no sabe nada. Conozco a muchos directores famosos que son
inútiles, lo sabe cualquier actor”.
Es la
explicación de la tan atacada “todología” del autor. El propio entrevistador le
pregunta: “¿No cree que intentó hacer demasiadas cosas a la vez?”. Contesta:
No, no creo que nadie intente demasiado a la vez. Creo
que la gente dice eso sobre mí cuando quiere explicar por qué no soy mejor de
lo que piensa que debería ser. Y es muy amable que digan cosas así. Pero creo
que la gente se especializa demasiado. Todos. Creo que alguien que puede
comunicarse por cualquier medio y puede hacerlo al menos de dos o tres maneras
distintas, debería intentarlo. [...] Supongo que usted está diciendo que si
alguien no se diversifica demasiado puede tener un éxito más sólido, más
duradero y más establecido, y que si yo hubiera deseado eso (cosa que jamás
sucedió), entonces no debería haber probado con tantas cosas diferentes. Pero
siempre me interesó más el experimento que la elaboración. [...] Si uno hace
muchas cosas diferentes, da la impresión de tener un volumen de trabajo mayor
que el real. Yo siento vergüenza de mí mismo por no hacer más. [...] Estoy en
contra de la posteridad por una cuestión de principios. Creo que es algo casi tan
vulgar como el éxito.
Y finalmente Welles en la entrevista llega a una afirmación
que parecería controversial:
No considero que el arte sea lo más importante. Ya te
dije que prefiero cualquiera otra forma de lealtad a la vida que el arte. Odio
la concepción romántica sobre los artistas, de que están por encima de todo lo
demás. Creo que es lo último que debería decirse. [...] Tengo un gran respeto
por la gente que sí aprecia a su arte de esa manera, y creo que ellos son,
probablemente, los artistas más valiosos. De modo que no defino cómo debería
ser un artista. Sólo hablo del tipo de artista que soy yo. [...] No me
considero a mí mismo como un profesional, en lo fundamental. Soy básicamente un
aventurero. Y la gente que sí es seria y que es profesional, total y
profundamente seria, a expensas de cualquier otro valor en la vida, es quizás
la gente que hace los mejores aportes al arte. Yo ciertamente no quisiera ser
uno de ellos.
Eso es acaso
a lo que Orson Welles denomina práctica
viva: un ir más allá, siempre más allá de toda forma de inercia, sobre todo
de las formas que se mueven y acomodan por sí mismas, y que al mismo tiempo son
las más cómodas y redituables.
*
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