DGD: Morfograma 95, 2020. |
La
figura de retórica:
extrañamiento
o desautomatización
Una de la primeras metas del nuevo pensamiento
(de la conciencia rizomórfica o expandida) estriba en hacer una limpia en las
metáforas en que se basa la retórica del poder y la manipulación.[1] La vía es, desde luego, la poética. En tanto lenguaje
figurado, las grandes metáforas son simultáneas y actúan exactamente como
los campos mórficos de Sheldrake. Decir, como en las canciones populares, “tus
ojos son como luceros”, no sólo acerca e interrelaciona a los campos semánticos
“ojos” y “luceros”, sino reconoce la liga previa entre ambos, la relación que
permanecía invisible hasta antes de la fulguración metafórica (cabe decir, antes
de la masa crítica potencial). No en balde la figura de retórica se
llama “de extrañamiento o desautomatización”, y la metáfora se define como
“tropo que produce un cambio de sentido, o sentido figurado, que se opone al
sentido literal o recto”.
Restos
de ese antiguo lenguaje se manejan automáticamente en lo cotidiano: “la pata de
la silla”, “nubes de mosquitos”, “la flor de la juventud”. Mas, en su sentido
más alto, las metáforas, vistas por Giambattista Vico como instrumento
cognoscitivo (Scienza Nuova, 1725), son simultáneas porque
obligatoriamente nos colocan, así sea por un instante, en un punto anterior a
la razón, que es fatalmente sucesiva. Si para Aristóteles la metáfora era
“traslado de un nombre que designa habitualmente una cosa, a la designación de
otra” (Retórica), trabajos más holísticos se detienen a examinar la
esencial importancia que radica en desautomatizar lo literal y abrir el campo a
lo maravilloso, al misterio intocado por la razón. “Y los peces resbalan / de
piedra en piedra como escalofríos”, escribe Neruda (“El liquen en la piedra”).
Así —en la perfecta descripción de Lausberg—, “dos esferas del ser son subordinadas figurativamente una a otra
[hasta que se alcanzan] realidades espirituales”.[2]
Estas
realidades esenciales se encuentran más allá de la percepción cotidiana y es
por ello que Huidobro llama a la poesía “el lenguaje del Paraíso”,[3] lo que también podría enunciarse como “el
lenguaje del anima mundi”. Como escribe Helena Beristáin, “a través de
las metáforas lo no humano se humaniza, lo inanimado se anima”.[4] No es que la poesía “antropomorfice” a lo no
humano, no es que dé humanidad a lo inmaterial para adornarlo: es que reconoce
el alma del mundo, y al hacerlo humaniza al hombre. Su
herramienta más alta es la metáfora, pero ella es a la vez la base de todo arte
mayor, puesto que percibe lo similar en lo desemejante y une elementos cuyas
afinidades nadie sospechaba antes, es decir, revela su simultaneidad, o de otro
modo, coloca a esos territorios en un nivel en donde la sucesividad deja de ser
exclusiva y comienza a actuar también lo simultáneo.
Porque
una de las esenciales razones de que tantos pensadores de distintas disciplinas
sientan necesario reunificar ciencia y religión, estriba en que esta última
representa la simultaneidad en un mundo regido en exclusiva por el sucesivismo.
Los antagonistas pueden ser llamados de varias formas: ciencias-humanidades,
razón-intuición, lógica-Dios, devoción-conocimiento, hechos-espíritu,
evidencia-eternidad, pero también y sobre todo sucesividad-simultaneidad.
Seyyed Hossein Nasr, profesor de estudios islámicos en la Universidad George
Washington, aporta un ejemplo:
En el principio, la Realidad era a la vez ser,
conocimiento y gracia (la tríada sat, chit y ananda de la
tradición hindú, o la que forman los conceptos qudrah, hikmah y rahmah
que están entre los nombres de Alá en el Islam). La frase “En el principio” se
ubica siempre en presente. En ese “ahora”, el conocimiento continúa poseyendo
una profunda relación con esa Realidad primigenia y primordial que es lo
Sagrado y la fuente de todo lo que es sagrado. [Knowledge and the Sacred,
1990.]
La
ciencia ortodoxa separa, categoriza, desconecta (o ignora las conexiones
secretas); lo que requiere es aquello que es la esencia misma de las
tradiciones esotéricas más antiguas: la metaforización. Así, Kabbalah
también significa “paralelo” (de la palabra hebrea hakbalah), porque la
cábala traza paralelos entre elementos que no parecían tener ninguna conexión
entre sí. No otra cosa sino un pensamiento metafórico, es
decir abierto también a lo simultáneo, demanda Sheldrake para atisbar la
portentosa relojería de los campos mórficos, cuya Figura alienta más allá de
las concepciones usuales de tiempo y espacio.
El
arrebato
La poesía es un ansia de totalidad, y la
metaforización es su principal “ejercicio de abismo”. Acaso es en este sentido
que a veces se dice que la poesía es amorosa o no es, en tanto la experiencia
poética genera en el lector una revolución perceptual similar a la que viven los
amantes de modo espontáneo. Ese arrebato, esa forma del despertar, están
extensamente descritos en la historia de la literatura, por ejemplo en Vicente
Blasco Ibáñez:
El amor había transformado a Juanito, su alma vestía
también nuevos trajes, y desde que era novio de Tonica parecía como que
despertaban sus sentimientos por primera vez y adquiría otros completamente
nuevos. Hasta entonces había carecido de olfato. Estaba segurísimo de ello; y,
si no, ¿cómo era que todas las primaveras las había pasado sin percibir apenas
aquel perfume de azahar que exhalaban los paseos y ahora le enloquecía,
enardeciendo su sangre y arrojando su pensamiento en la vaguedad de un oleaje
de perfumes? No era menos cierto que hasta entonces había estado sordo. Ya no
escuchaba el piano de sus hermanas como quien oye llover; ahora la música le
arañaba en lo más hondo del pecho, y algunas veces hasta le saltaban las
lágrimas cuando Amparito se arrancaba con alguna romanza italiana de esas que
meten el corazón en un puño. El muchacho, antes tan sólido y bien equilibrado,
mostrábase inquieto y nervioso, lloraba a solas por cualquier cosa o se
entregaba a expansiones infantiles; pero, a pesar de esto, era más feliz que
nunca. Su antigua vida parecíale la existencia soñolienta de una bestia
amarrada a la estaca, rumiando la comida o durmiendo, sin noción alguna de un
más allá. [Arroz y tartana, 1894.]
El inglés John Berger expresa de modo exacto
lo que implica esa revolución en los sentidos del amante —que proviene de esa
misma ansia de absoluto, de más allá— a través de la percepción de las correspondencias:
Los amantes incorporan el mundo entero a su totalidad.
Todas las imágenes clásicas de la poesía amorosa lo confirman. El río, el
bosque, el cielo, los minerales de la tierra, el gusano de seda, las estrellas,
la rana, el búho, la luna, demuestran el amor del poeta. La poesía expresa la
aspiración a esa correspondencia, pero es la pasión la que la crea. La pasión
aspira a incluir el mundo entero en el acto de amar. El hecho de querer hacer
el amor en el mar, volando por el cielo, en esta ciudad, en aquel campo, sobre
la arena, entre las hojas caídas, con sal, con aceite, con frutas, en la nieve,
etcétera, no significa que se precisen nuevos estímulos, sino que expresa una
verdad que es inseparable de la pasión. La totalidad de los amantes se
extiende, de manera diferente, a fin de incluir el mundo social. Todos los
actos, cuando son voluntarios, se llevan a cabo en nombre de la persona amada.
Lo que el amante cambia entonces en el mundo es una expresión de su pasión.
[...]
La totalidad de
la pasión oprime (o socava) al mundo. Los amantes se aman con el mundo. (Al igual se podría decir que con todo su corazón o
con sus caricias.) El mundo es la forma de su pasión, y todos los sucesos que
experimentan o imaginan constituyen la iconografía de su pasión. Por eso la
pasión está dispuesta a arriesgar la vida. Se diría que la vida es sólo la forma de la pasión. [Ways of Seeing,
1972.]
Profundamente extendida en la historia de la
literatura en sus muy diversos niveles, esa universal
aspiración a la correspondencia con el absoluto cobra otro rostro —el de los
seres con mirada originaria— en la prosa de Doris Lessing:
¿Cómo podemos
saber si vieron lo que nosotros vemos? Quizá cuando miraron las colinas,
valles, árboles, se hicieron con lo que vieron en una forma que nosotros
no comprendemos, como los aborígenes en Australia pueden ser parte de un
paisaje a través del canto. Quizás, avizorando, de espaldas a las pinturas que
habían ejecutado, ellos eran el paisaje, eran lo que veían. En ocasiones la
gente de hoy tiene destellos o momentos, que son como si formaran “parte de
todo”, y emergen en “todo”: ondean en árboles, plantas, suelo, rocas, y pasan a
ser uno con ellos. ¿Cómo sabemos que esta condición, que se consigue sólo
temporal y ocasionalmente, y por muy pocos, no fue su estado permanente? [The Doris Lessing Reader, 1988.]
Cabe ahondar la pregunta: ¿cómo negar que
sigue habiendo destellos por medio de los cuales la fragmentaria percepción visual
de la modernidad requiere no sólo ser parte del todo, sino recuperar una
antigua mirada ya perdida que permitía al ser humano ser lo que veía y emerger
en todo?
*
Notas
[1] Cf. George Lakoff
y Mark Johnson: Metaphors We Live By (1980); Robert J. Sternberg: Metaphors
of Mind (1990).
[2] Heinrich Lausberg: Elemente
der literarischen Rhetorik, Max Hueber Verlag, Munich, 1949. [Elementos
de retórica literaria, Gredós, Madrid, 1963.]
[3] En la conferencia La poesía, dictada en el
Ateneo de Madrid en 1921.
[4] Helena Beristáin: Diccionario de retórica y poética, Porrúa,
México, 1988.
Libros citados
Berger,
John: Ways of Seeing (1972), Viking Press, Nueva York, 1995.
Blasco Ibáñez,
Vicente: Arroz y tartana (1894), Plaza & Janés (col. Jet),
Barcelona, 1995.
Lessing,
Doris: The Doris Lessing Reader, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1988.
Nasr,
Seyyed Hossein: Knowledge and the Sacred, State University of New York
Press, Albany, 1990.
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