DGD: Morfograma 99, 2020. |
Tradición
selectiva
Baudelaire y Joyce —como también lo hizo
Shakespeare— convierten a la ciencia de las correspondencias (scientia
correspondentiarum) en la clave misma de la mirada analógica, subversiva
desde su propio simultaneísmo: solamente la imaginación puede recomponer los
puentes primigenios rotos por el delirio analítico de la razón, que no por
casualidad representa el fundamento del poder económico. El capitalismo es la
división del mundo en partes separadas que se transforman en mercancía, bienes,
productos. A partir de Galileo, la reducción del mundo a sus componentes
tangibles se vuelve el núcleo del paradigma de lo “real”, que incluye a la
noción del individuo no sólo como producto sino como productor de sí mismo. El
propio Freud trabajó sobre las tesis de sus precursores (y a veces de sus
detractores) acerca de que el yo (la conciencia misma) es una construcción
cultural, tardía, producida a través de la represión de los impulsos del ello,
submundo gobernado por la ley de la libre asociación, la analogía y la
correspondencia. “Con relación al sueño puro, a la impresión no analizada”,
exclama Baudelaire, “el arte definido, el arte positivo, es una blasfemia.”
Lo
es también todo determinismo social. Porque también las ideologías de derecha
han aprovechado la enseñanza de las correspondencias de Swedenborg y así sucede
en el terreno político, por ejemplo, en cuanto al concepto de tradición
selectiva. Esta idea, ubicada dentro del proceso de definición e
identificación cultural y social, es una práctica hegemónica que consiste en
una “intención consciente de elección de un pasado configurativo y de un
presente preconfigurado”.[1] El anarquismo,
contemporáneo del simbolismo, toma ese concepto de tradición selectiva,
le quita lo que tiene de reflejo darwinista y afirma que puede aplicarse no
sólo a las llamadas élites culturales sino a todos los grupos de la sociedad,
de una forma en verdad consciente: no mero reflejo sino modificación de
circunstancias. La célebre relación entre estructura y super-estructura
abandona el determinismo y se vuelve algo activo: un reto abierto y no la
aceptación de una fatalidad social. Ya no se trata de averiguar si existe o no
una configuración auto-selectiva en los movimientos sociales (en muy
diversas disciplinas se da como un hecho el que las configuraciones
supra-individuales existen), sino de elegir libre y pluralmente la
tradición que habrá de reconfigurar el pasado y figurar (abrir) el presente.
La
sincronicidad junguiana
A partir de su gran intuición germinal,
Swedenborg habla de relaciones pero alude a identidades que no pueden
ser percibidas en el estado normal de conciencia del individuo. El intelecto no
puede atrapar esa identidad porque carece de conexiones lógicas. Es a la misma
visión-puente a la que Jung accedió con su noción de la sincronicidad (Synchronizitäten, 1952).[2] Para Jung existe una
elocuencia en los fenómenos similares, en las coincidencias significativas
que no pueden ser explicadas por las nociones convencionales de lógica y
causalidad. Tras proponer la existencia de un principio que es al mismo tiempo
no-causal (escapa a las leyes de la causalidad) e interrelacionante (conecta
fenómenos, sucesos, seres y objetos aparentemente desligados entre sí), Jung lo
aplica a intuir un propósito en las cosas que suceden de modo simultáneo a
partir de correspondencias ocultas.
Desde
el ángulo eminentemente científico, la sincronicidad junguiana está muy cerca
del concepto de supersimetría de la teoría cuántica de los campos;[3] el propio Jung trabajó con el físico cuántico
Wolfgang Pauli y tendió ese puente necesario entre ciencia y metafísica en
cuanto definió a las coincidencias como fenómenos que revelan la profunda
identidad de mente y materia. El esencial concepto que Jung introduce para esta
búsqueda es danza, como lo desglosan Allan Combs y Mark Holland en Synchronicity (2000):
“La danza, como el juego, es la metáfora de un estado del ser que es tanto
relajado como disciplinado. Danzar y jugar son actos abiertos a la intuición
reposada y saben responder a ella. [...] Danzar es moverse al ritmo de toda la
orquestación”.[4]
Se
trata justamente del ángulo idóneo para contemplar el movimiento que Rupert
Sheldrake intenta prefigurar a través de su intuición de los campos mórficos.
Porque ¿qué hacen sino danzar —en este sentido primigenio, es decir simultáneo—
el arcano lenguaje del mito, la iconografía sagrada, los rituales, la magia,
las ceremonias, los sueños, la alquimia, la astrología, la cábala o la
simbología mística? ¿Cuál sino la danza es el lenguaje esencial de las artes?
La lógica, arma de la sucesividad, lleva en sus excesos al literalismo y al
fundamentalismo. La metáfora, instrumento de la simultaneidad, lleva en sus puntos
más altos al lenguaje con el que las esferas del ser (que también pueden ser
llamadas campos mórficos) se corresponden e influyen mutuamente en la absoluta
simultaneidad, al ritmo de toda la orquestación.
*
Notas
[1] Cf. Raymond
Williams: Marxism and Literature (1966), Oxford University Press, Nueva
York, 1985. [Marxismo y literatura, Península,
Barcelona, 1967.] En este libro el crítico e ideólogo Williams define como “materialismo
cultural” a la producción de ideas y bienes culturales en el mundo social.
Existe incluso un “imperialismo cultural” que, aliado con el poder imperante,
predetermina esa producción y selecciona lo que habrá de heredarse de las
tradiciones y, por tanto, desecha aquello que no es útil para los intereses
materiales de grupos o clases privilegiados. Una de las principales
aportaciones de Williams fue remplazar el concepto marxista de “modo de
producción” por el de “modo de información” en tanto el núcleo dinámico de las
sociedades. A partir de ello redefinió a la revolución como un largo proceso de
cambio cultural en vez de una lucha de clases por el poder político.
[2] Cf. Ira Progoff: Jung,
Synchronicity, & Human Destiny:
Noncausal Dimensions of Human Experience (Dell, New York, 1973); Robert
Aziz: C.G. Jung’s Psychology of Religion and Synchronicity (State
University of New York Press, Albany, 1990); Victor Mansfield: Synchronicity,
Science, and Soul-Making:
Understanding Jungian Synchronicity Through Physics, Buddhism, and Philosophy
(Open Court, Chicago, 1995).
[3] Cf. Steven
Weinberg: The Quantum Theory of Fields vol. III (Cambridge University
Press, Cambridge, 2000).
[4] Combs, Allan, y
Mark Holland: Synchronicity: Through the
Eyes of Science, Myth and the Trickster, Marlowe & Co., Nueva York,
2000.