DGD: Morfograma 99, 2020. |
sábado, 25 de julio de 2020
El misterio de los cien monos (XLVIII)
Tradición
selectiva
Baudelaire y Joyce —como también lo hizo
Shakespeare— convierten a la ciencia de las correspondencias (scientia
correspondentiarum) en la clave misma de la mirada analógica, subversiva
desde su propio simultaneísmo: solamente la imaginación puede recomponer los
puentes primigenios rotos por el delirio analítico de la razón, que no por
casualidad representa el fundamento del poder económico. El capitalismo es la
división del mundo en partes separadas que se transforman en mercancía, bienes,
productos. A partir de Galileo, la reducción del mundo a sus componentes
tangibles se vuelve el núcleo del paradigma de lo “real”, que incluye a la
noción del individuo no sólo como producto sino como productor de sí mismo. El
propio Freud trabajó sobre las tesis de sus precursores (y a veces de sus
detractores) acerca de que el yo (la conciencia misma) es una construcción
cultural, tardía, producida a través de la represión de los impulsos del ello,
submundo gobernado por la ley de la libre asociación, la analogía y la
correspondencia. “Con relación al sueño puro, a la impresión no analizada”,
exclama Baudelaire, “el arte definido, el arte positivo, es una blasfemia.”
Lo
es también todo determinismo social. Porque también las ideologías de derecha
han aprovechado la enseñanza de las correspondencias de Swedenborg y así sucede
en el terreno político, por ejemplo, en cuanto al concepto de tradición
selectiva. Esta idea, ubicada dentro del proceso de definición e
identificación cultural y social, es una práctica hegemónica que consiste en
una “intención consciente de elección de un pasado configurativo y de un
presente preconfigurado”.[1] El anarquismo,
contemporáneo del simbolismo, toma ese concepto de tradición selectiva,
le quita lo que tiene de reflejo darwinista y afirma que puede aplicarse no
sólo a las llamadas élites culturales sino a todos los grupos de la sociedad,
de una forma en verdad consciente: no mero reflejo sino modificación de
circunstancias. La célebre relación entre estructura y super-estructura
abandona el determinismo y se vuelve algo activo: un reto abierto y no la
aceptación de una fatalidad social. Ya no se trata de averiguar si existe o no
una configuración auto-selectiva en los movimientos sociales (en muy
diversas disciplinas se da como un hecho el que las configuraciones
supra-individuales existen), sino de elegir libre y pluralmente la
tradición que habrá de reconfigurar el pasado y figurar (abrir) el presente.
La
sincronicidad junguiana
A partir de su gran intuición germinal,
Swedenborg habla de relaciones pero alude a identidades que no pueden
ser percibidas en el estado normal de conciencia del individuo. El intelecto no
puede atrapar esa identidad porque carece de conexiones lógicas. Es a la misma
visión-puente a la que Jung accedió con su noción de la sincronicidad (Synchronizitäten, 1952).[2] Para Jung existe una
elocuencia en los fenómenos similares, en las coincidencias significativas
que no pueden ser explicadas por las nociones convencionales de lógica y
causalidad. Tras proponer la existencia de un principio que es al mismo tiempo
no-causal (escapa a las leyes de la causalidad) e interrelacionante (conecta
fenómenos, sucesos, seres y objetos aparentemente desligados entre sí), Jung lo
aplica a intuir un propósito en las cosas que suceden de modo simultáneo a
partir de correspondencias ocultas.
Desde
el ángulo eminentemente científico, la sincronicidad junguiana está muy cerca
del concepto de supersimetría de la teoría cuántica de los campos;[3] el propio Jung trabajó con el físico cuántico
Wolfgang Pauli y tendió ese puente necesario entre ciencia y metafísica en
cuanto definió a las coincidencias como fenómenos que revelan la profunda
identidad de mente y materia. El esencial concepto que Jung introduce para esta
búsqueda es danza, como lo desglosan Allan Combs y Mark Holland en Synchronicity (2000):
“La danza, como el juego, es la metáfora de un estado del ser que es tanto
relajado como disciplinado. Danzar y jugar son actos abiertos a la intuición
reposada y saben responder a ella. [...] Danzar es moverse al ritmo de toda la
orquestación”.[4]
Se
trata justamente del ángulo idóneo para contemplar el movimiento que Rupert
Sheldrake intenta prefigurar a través de su intuición de los campos mórficos.
Porque ¿qué hacen sino danzar —en este sentido primigenio, es decir simultáneo—
el arcano lenguaje del mito, la iconografía sagrada, los rituales, la magia,
las ceremonias, los sueños, la alquimia, la astrología, la cábala o la
simbología mística? ¿Cuál sino la danza es el lenguaje esencial de las artes?
La lógica, arma de la sucesividad, lleva en sus excesos al literalismo y al
fundamentalismo. La metáfora, instrumento de la simultaneidad, lleva en sus puntos
más altos al lenguaje con el que las esferas del ser (que también pueden ser
llamadas campos mórficos) se corresponden e influyen mutuamente en la absoluta
simultaneidad, al ritmo de toda la orquestación.
*
Notas
[1] Cf. Raymond
Williams: Marxism and Literature (1966), Oxford University Press, Nueva
York, 1985. [Marxismo y literatura, Península,
Barcelona, 1967.] En este libro el crítico e ideólogo Williams define como “materialismo
cultural” a la producción de ideas y bienes culturales en el mundo social.
Existe incluso un “imperialismo cultural” que, aliado con el poder imperante,
predetermina esa producción y selecciona lo que habrá de heredarse de las
tradiciones y, por tanto, desecha aquello que no es útil para los intereses
materiales de grupos o clases privilegiados. Una de las principales
aportaciones de Williams fue remplazar el concepto marxista de “modo de
producción” por el de “modo de información” en tanto el núcleo dinámico de las
sociedades. A partir de ello redefinió a la revolución como un largo proceso de
cambio cultural en vez de una lucha de clases por el poder político.
[2] Cf. Ira Progoff: Jung,
Synchronicity, & Human Destiny:
Noncausal Dimensions of Human Experience (Dell, New York, 1973); Robert
Aziz: C.G. Jung’s Psychology of Religion and Synchronicity (State
University of New York Press, Albany, 1990); Victor Mansfield: Synchronicity,
Science, and Soul-Making:
Understanding Jungian Synchronicity Through Physics, Buddhism, and Philosophy
(Open Court, Chicago, 1995).
[3] Cf. Steven
Weinberg: The Quantum Theory of Fields vol. III (Cambridge University
Press, Cambridge, 2000).
[4] Combs, Allan, y
Mark Holland: Synchronicity: Through the
Eyes of Science, Myth and the Trickster, Marlowe & Co., Nueva York,
2000.
jueves, 16 de julio de 2020
El misterio de los cien monos (XLVII)
DGD: Morfograma 98, 2020. |
La
Ciencia de las Correspondencias de Swedenborg
El poder de la metáfora radica en posibilitar
en el hombre una mirada sutil. Buen
ejemplo aporta Joseph Campbell: “Dios puede ser entendido como la metáfora de
un misterio que trasciende todas las categorías del pensamiento humano” (The Hero With a Thousand Faces, 1959).
Tal vez el pensamiento que funciona como puente entre la antigüedad y el
presente histórico, podría mejor llamarse mirada puente, puesto que se
trata de una intuición inmediata para el ojo desnudo. Una de estas miradas, que
se cuenta entre las más significativas, es la que Emanuel (o Inmanuel)
Swedenborg (1688-1772) traspuso en su concepto de scientia
correspondentiarum o Ciencia de las Correspondencias (The Four Doctrines, 1763).[1]
En
Cielo e infierno (1758), Swedenborg escribe:
Todas las cosas de la naturaleza, y asimismo del
cuerpo humano y de cada partícula en ellos, se corresponden con cosas
espirituales. Sin embargo, no se conoce lo que la correspondencia es, aunque en
los tiempos más antiguos era por demás conocido, porque la ciencia de las
correspondencias era entonces la ciencia de las ciencias, y era tan universal
que todos los documentos y libros eran escritos por medio de las
correspondencias.
Según Swedenborg, el conocimiento de la
“ciencia de las ciencias” fue perdido por las generaciones subsiguientes debido
a que lo aplicaron a conseguir poderes mágicos y a formar cultos. Sin embargo,
esa ciencia magna se encuentra intacta en la Biblia; Swedenborg se consagra a
demostrar, a través de un minucioso análisis, que el lenguaje es una
representación exacta de la esfera divina y de que el significado último de las
palabras, letras e incluso signos de puntuación hebreos equivale a la esencia
de lo que nombran. La Biblia estaría escrita en tres niveles de sentido: el
primero es literal e histórico y ha prevalecido como único; el segundo revela
el sentido espiritual, es decir el divino conocimiento, mientras que el tercero
contiene temas relacionados con el amor divino o el Bien.
Estos
dos últimos niveles se hayan codificados y desentrañarlos depende del grado de
conciencia del lector respecto a las correspondencias; otra forma de decirlo
sería que los estratos ocultos sólo son visibles a una conciencia analógica.
Ahora bien, los tres niveles son vasos comunicantes (y por tanto se
corresponden uno a otro como a escala): la clave de lectura de los niveles
ocultos está ya en el nivel literal o primario, a través justamente de las
correspondencias: para un ojo adiestrado, la más humilde palabra es un umbral
hacia la totalidad. El propio Swedenborg extiende ese sistema al universo
mismo: los tres niveles en que se lee la Biblia son a su vez parte de la serie
de círculos concéntricos que conforman a la Gran Escritura (el Universo). Así,
la filosofía antropocéntrica de Swedenborg traza una analogía entre el cosmos y
el cuerpo humano; éste es un mapa a escala de la armonía divina: “todo el
Universo se asemeja a un hombre a quien, por lo tanto, se denomina Maximus
Homo [Hombre Máximo]”.
En esa noción hay un eco de Meister
Eckhart (1260-1327), cuyo vasto Opus Tripartitum (sólo conocido
parcialmente) enseña una deificación del hombre y una asimilación de la
creatura en el Creador a través de la contemplación. Otros antecedentes pueden
localizarse en el panteísmo místico de Jacob Böhme (1575-1624) o en la teoría
del paralelismo de Spinoza, según la cual cada idea tiene un complemento
físico y, del mismo modo, cada objeto físico tiene su correspondiente idea (Ética
demostrada según el orden geométrico, 1674).
Las
raíces místicas de la doctrina de las correspondencias están regadas por el
tiempo y el espacio, desde el panteísmo monista de los Upanishads (cuya
doctrina advaita, de la no-dualidad, afirma que el alma individual es
idéntica al alma universal) o el panpsiquismo de Leibniz (la certeza de
que toda la naturaleza está animada) hasta la moderna teosofía (y su “gran
síntesis de la vida”, es decir las correspondencias entre religión, ciencia y
filosofía) o el neo-hegelianismo (para el que la existencia de Dios es sólo
conocible por medio de la intuición directa, cuyo otro nombre es conciencia
analógica).
Lo
semejante busca a lo semejante
De una forma más general (como ha sido recogida
por numerosos autores) la scientia correspondentiarum puede describirse
como una relación metafórica y/o analógica que se establece entre dos objetos,
conceptos o sucesos que para la lógica carecen de toda conexión; además, tal
liga no-causal actuaría en varios niveles simultáneos, desde el más evidente
hasta el más oculto. A través de esta fundamental intuición que determinó su
obra, Swedenborg se erige como puente que comunica (o mejor dicho, hace
corresponder) un vasto pasado con el Occidente de los cambios, inventor de la
“modernidad”. En el Renacimiento, la imperante visión sobre el universo, el
mecanicismo, heredero del atomismo de Demócrito, comienza la etapa más álgida
de su antigua lucha con la visión contrapuesta, la corriente hermética de filiación
neoplatónica: Paracelso, Agrippa, Ficino, Bruno, Brahe o Kepler son
interlocutores más o menos exiliados del terreno de la ciencia debido a su
conexión con concepciones religiosas.
El
hermetismo concibe al universo como un organismo viviente, una totalidad en la
que cada parte se comunica con las demás. La principal ley del universo,
establecida ya por los pitagóricos y por Empédocles, es el principio de que “lo
semejante busca a lo semejante” (este principio es el origen literal de la
llamada medicina homeopática). La tradición hermética medieval y renacentista,
es decir el conjunto de doctrinas atribuidas a Hermes Trismegisto, se basa en
las correspondencias secretas entre lo inferior y lo superior, el hombre y el
universo, lo terrestre y lo celeste, la materia y el espíritu, el microcosmos y
el macrocosmos. En esta pugna de concepciones, el mecanicismo resulta vencedor
hasta el siglo XIX, en que toman fuerza las corrientes enfrentadas al
racionalismo imperante: el romanticismo y el simbolismo: Novalis, Nerval.
La
teoría de las correspondencias de Baudelaire
En este marco, no es gratuito que la
mirada-puente de Swedenborg repercutiera en todos los territorios y sobre todo
en las vanguardias artísticas europeas del XIX; tampoco lo es que, por ejemplo,
pueda detectarse en la base del simbolismo. Para el simbolista Jean Moréas, la
misión del poeta era “seguir el sentido intuitivo del que está dotado y
percibir (en existencia) analogías, correspondencias, que asuman el aspecto
literario de la metáfora, del símbolo, de la comparación”.[2] Se halla también en la teoría de las
correspondencias de Baudelaire (intuición compartida por Rimbaud y Mallarmé lo
mismo que por Debussy). Según el autor de Las flores del mal, la poesía
es el único lenguaje capaz de expresar las relaciones entre lo concreto y lo
abstracto, lo material y lo ideal, así como de establecer las correspondencias
simbólicas entre estímulos sensoriales (colores, sonidos, aromas). “Dos ideas
que tienen una relación de antagonismo se llaman recíprocamente, y la una
sugiere a la otra”, escribe Baudelaire en los Pequeños poemas en prosa (1869). La belleza es producto de una relación,
de una reciprocidad: todo es símbolo, todo remite a otra cosa que sólo el ojo-puente
es capaz de captar.
Hume
situaba a la analogía dentro del reino de lo psicológico; Baudelaire la reclama
para el reino de la ontología. La razón es disgregadora, analítica, y su
esencia misma es separar, cortar, desunir, reducir las cosas a sus componentes
inertes, y por tanto resulta paradójicamente “acientífica”, mientras que
—escribe Baudelaire— “La imaginación es la más científica de nuestras
facultades, porque sólo ella es capaz de comprender la analogía universal.
[...] No es sorprendente que la verdadera música sugiera ideas análogas en
cerebros diferentes; lo sorprendente sería que el sonido no sugiriera el color,
que los colores no pudieran traducir ideas; las cosas se han expresado siempre
por una analogía recíproca, desde el día en que el creador profirió al mundo
como una indivisible y compleja totalidad” (Curiosités esthétiques, 1868). La
manifestación literaria más elevada de la conciencia analógica es la poesía.
La
noción de la obra artística como mapa mundi y acceso a todos sus niveles
a través de la epifanía (o revelación por medio de la conciencia
analógica) depara también al Ulises (1922) de James Joyce. Umberto Eco
explica que esta novela reproduce la estructura del mundo, “representando poco
a poco por medio del lenguaje, verdadero protagonista de la historia, las partes
del cuerpo, los capítulos de la Odisea, las técnicas literarias, las
ciencias, las artes, los símbolos arquetípicos” (Las poéticas de Joyce,
1993). El propio autor explica en una carta:
En concepción y técnica intenté representar la tierra,
que es prehumana y posiblemente post-humana. [Ulises es] la epopeya de
dos razas (Israel-Irlanda), y al mismo tiempo el ciclo del cuerpo humano, y
también una pequeña historia de jornada (vida). También es una especie de
enciclopedia. Mi intención es la de no sólo presentar el mito sub specie
temporis nostri, sino también que cada aventura (es decir cada hora, cada
órgano y cada arte conectados y fundidos en el esquema somático del conjunto)
condicione o, mejor dicho, cree su propia técnica. [Letters of James Joyce,
1957.]
Joyce trabaja con base en las
correspondencias: todos esos niveles se reflejan unos a otros (y a la vez
reflejan la forma en que están dispuestos los vasos comunicantes en el
universo), de tal forma que a un cierto elemento del Ulises corresponden
distintos y simultáneos niveles de lectura: una parte del cuerpo, un capítulo
de la Odisea, una determinada técnica literaria, una ciencia, alguna
forma del arte y alguno de los símbolos arquetípicos.[3]
*
Notas
[1] Los primeros
asomos a este concepto se hayan en obras tempranas de Swedenborg como La
economía del reino animado (1740-1741) y Clavis hieroglyphica
arcanorum naturalium et spiritualium, per viam repraesentationum et
correspondentiarum (publicado póstumamente en 1784).
[2] Cit. por Edward
Braun en El director y la
escena. Del naturalismo a Grotowski, Galerna, Buenos Aires, 1986.
[3] Cf. Alejandro
Toledo: James Joyce y sus alrededores, Aldvs Editora, México, 2004.
Libros citados
Baudelaire,
Charles: Curiosités esthétiques (1868), Union Générale d’Éditions,
París, 1986.
——: Petits poëmes
en prose (1869), Gallimard, París, 1973. [Pequeños poemas en prosa,
Cátedra, Madrid, 1986.]
Eco, Umberto: Las poéticas de Joyce, Lumen, Barcelona, 1993.
Joyce,
James: Ulysses, Shakespeare and Company, París, 1922. [Ulises, Santiago Rueda, Buenos Aires,
1952.]
——: Letters
of James Joyce, Viking Press, Nueva York, 1957.
Swedenborg,
Emanuel: Clavis hieroglyphica arcanorum
naturalium et spiritualium, per viam repraesentationum et correspondentiarum
(ca. 1750), R. Hindmarsh, Londres,
1784.
——: The Four Doctrines (1763), Swedenborg
Foundation, West Chester (Pennsylvania), 1971.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)