DGD: Morfograma 39, 2018. |
El actor sagrado
Poca estima por los actores parece traslucir en este pasaje
de la Aurora de Nietzsche:
Filosofía de
comediantes. Los grandes actores se
sienten felices ilusionándose con la idea de que los personajes históricos a
los que representan tuvieron realmente el mismo estado de ánimo en que se
encuentran ellos cuando los representan. Pero en esto cometen un grave error,
porque su facultad imitativa y adivinatoria, que tratan de hacer creer que es
una capacidad lúcida, sólo vale para explicar los gestos, el tono de voz, las
miradas y, en general, todo lo externo, lo que quiere decir que captan la
sombra del alma de un héroe, de un estadista, de un guerrero, de un envidioso,
de un desesperado, llegando muy cerca del alma, pero que no penetran en el
espíritu del personaje al que representan. Sería, verdaderamente, un gran
descubrimiento que bastara un actor perspicaz, en vez del pensador, del
científico y del especialista, para esclarecer la esencia misma de cualquier
estado moral.
Cuando oigamos
formular semejantes pretensiones, nunca olvidemos que un actor no es más que un
mono ideal y que, como mono, no es capaz siquiera de creer en la esencia y en
lo esencial. Para él, todo se convierte en papel a representar, entonación,
gesticulación, escena, bastidores y público. [Aurora, 324]
Sin embargo, Nietzsche habla de una deformación del oficio
del actor contemporáneo, comparado con la concepción originaria del actor en la
primera tragedia griega:
Yo creo incluso
que si alguno de nosotros fuera trasladado de pronto a una representación
festiva ateniense, la primera impresión que tendría sería la de un espectáculo
completamente bárbaro y extraño. Y esto por muchas razones. A pleno sol, sin
ninguno de los misteriosos efectos del atardecer y de la luz de las lámparas, en la más chillona realidad vería un
inmenso espacio abierto completamente lleno de seres humanos: las miradas de
todos, dirigidas hacia un grupo de varones enmascarados que se mueven
maravillosamente en el fondo y hacia unos pocos muñecos de dimensiones superiores
a la humana, que, en un escenario largo y estrecho, evolucionan arriba y abajo
a un compás lentísimo.
Porque qué otro nombre sino el de muñecos tenemos que dar a aquellos seres que,
erguidos sobre los altos zancos de los coturnos, con el rostro cubierto
por gigantescas máscaras que sobresalen por encima de la cabeza y que están
pintadas con colores violentos, con el pecho y el vientre, los brazos y las
piernas almohadillados y rellenados hasta resultar innaturales, apenas pueden
moverse, aplastados por el peso de un vestido con cola que llega hasta el suelo
y de una enorme peluca. Además esas figuras
han de hablar y cantar a través de los orificios desmesuradamente abiertos de
la boca, con un tono fortísimo para hacerse entender por una masa de oyentes de
más de veinte mil personas: en verdad, una tarea heroica, digna de un guerrero
de Maratón.
Pero nuestra admiración se acrecienta cuando
nos enteramos de que cada uno de esos actores-cantantes tenía que pronunciar en
un esfuerzo de diez horas de duración unos 1,600 versos, entre los que había al
menos seis partes cantadas, mayores y menores. Y esto ante un público que
censuraba inexorablemente cualquier exageración en el tono, cualquier acento
incorrecto, en Atenas, en donde, según la expresión de Lessing, hasta la plebe
poseía un juicio fino y delicado.
¡Qué concentración y entrenamiento de las
fuerzas, qué prolongada preparación, qué seriedad y entusiasmo en el hacerse
cargo de la tarea artística tenemos que presuponer aquí, en suma, qué actores
ideales! Aquí estaban planteadas tareas para los ciudadanos más nobles; aquí no
quedaba deshonrado, aun en el caso de fracasar, un guerrero de Maratón; aquí el
actor sentía que, vestido con su ropaje, representaba una elevación respecto a
la forma cotidiana de ser hombre, y sentía también dentro de sí una exaltación
en la que las palabras patéticas e imponentes de Esquilo tenían que ser para él
un lenguaje natural. [Textos preparatorios para El nacimiento de la tragedia.]
Esas figuras se
ubican en el origen mismo del oficio del actor y explican sin duda por qué su
primerísimo objetivo era representar a lo sagrado
(“una elevación respecto a
la forma cotidiana de ser hombre”). En todo caso explican lo que hay
detrás de un fenómeno que se ha visto en todas las épocas y que podría llamarse
sacralización del actor.
La sacralización del
actor
En el primer tomo de En
busca del tiempo perdido, Marcel Proust refleja una antigua actitud humana
respecto a los actores:
Todas mis conversaciones con mis compañeros versaban
sobre aquellos actores cuyo arte, aunque me era aún desconocido, era la primera
forma de todas las que reviste el Arte, y con la que para mí se hacía éste presentir.
Las diferencias más insignificantes entre la manera que uno u otro tenían de
declamar o matizar un párrafo, me parecían de una incalculable importancia. Y
por lo que había oído decir de ellos, los iba clasificando por orden de
talento, en una lista que me recitaba a mí mismo todo el día, y que acabaron
por petrificarse en mi cerebro y molestarlo con su inmovilidad.
Desde tiempos inmemoriales la actuación y los actores han
sido sacralizados de una u otra manera, y esa actitud responde acaso a la
intuición de Proust, es decir, que la actuación es la primera de las formas que
reviste el Arte.
También
Joseph Campbell (autor de El héroe de las
mil caras) reflexiona sobre este proceso en diálogo con Bill Moyers (en El poder del mito):
Moyers: ¿Qué pasa cuando la gente se convierte en leyenda? ¿Puedes decir, por
ejemplo, que John Wayne es un mito?
Campbell: Cuando una
persona encarna un modelo para vidas ajenas, ha entrado en la vía de la
mitologización.
Moyers: Esto sucede
frecuentemente con actores de cine, que es en donde buscamos a muchos de
nuestros modelos.
Campbell: Recuerdo que
cuando yo era pequeño, Douglas Fairbanks era mi héroe. Adolphe Menjou lo era
para mi hermano. Por supuesto, esos actores representaban papeles de figuras
míticas. Nos educaban para la vida.
Moyers: Para mí, en el
cine, no hay figura tan conmovedora como Shane. ¿Conoces la película Shane?
Campbell: No, no la he
visto.
Moyers: Es la historia,
ya clásica, del forastero que viene de lejos, hace el bien a la gente y se va,
sin esperar recompensa. ¿Por qué será que esa película nos afecta tanto?
Campbell: Hay algo mágico
en las películas. El actor al que estás viendo está también en otro lugar al
mismo tiempo. Esa es la condición del dios. Si un actor de cine entra en un
lugar público, todos se vuelven para mirarlo. Es el héroe del momento. Ocupa
otro plano. Es una presencia múltiple. Lo que estás viendo en la pantalla no es
él en realidad, y sin embargo “él” aparece. A través de múltiples formas, aquí
está la forma de las formas de la que sale todo.
Moyers: El cine parece
crear a estas grandes figuras, mientras que la televisión sólo crea a
celebridades; no modelos, sino objetos para el chismorreo.
Campbell: Quizás sea
porque a las personalidades de la televisión las vemos en nuestra casa y no en
un templo especial, como es la sala de cine.
El templo que es la
sala de cine pierde día a día feligreses a medida que el cine se proyecta ya no
sólo en las casas sino en todas partes por medio de formas espurias de la
tecnología. Y sin embargo el milagro sigue produciéndose. El milagro borra al
medio. La misa solemne se celebra en el andén del metro. El actor sigue entregando
su antiguo mensaje sagrado sin duda por aquello a lo que Campbell, gran lector
de mitos, señala en esa frase suya (tan elemental como el mito) en la que
subraya el más elemental —y misterioso— de los hechos de la actuación: “El
actor al que estás viendo está también en otro lugar al mismo tiempo”.
*