DGD: Morfograma 39, 2018. |
lunes, 26 de noviembre de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXXIX)
El actor sagrado
Poca estima por los actores parece traslucir en este pasaje
de la Aurora de Nietzsche:
Filosofía de
comediantes. Los grandes actores se
sienten felices ilusionándose con la idea de que los personajes históricos a
los que representan tuvieron realmente el mismo estado de ánimo en que se
encuentran ellos cuando los representan. Pero en esto cometen un grave error,
porque su facultad imitativa y adivinatoria, que tratan de hacer creer que es
una capacidad lúcida, sólo vale para explicar los gestos, el tono de voz, las
miradas y, en general, todo lo externo, lo que quiere decir que captan la
sombra del alma de un héroe, de un estadista, de un guerrero, de un envidioso,
de un desesperado, llegando muy cerca del alma, pero que no penetran en el
espíritu del personaje al que representan. Sería, verdaderamente, un gran
descubrimiento que bastara un actor perspicaz, en vez del pensador, del
científico y del especialista, para esclarecer la esencia misma de cualquier
estado moral.
Cuando oigamos
formular semejantes pretensiones, nunca olvidemos que un actor no es más que un
mono ideal y que, como mono, no es capaz siquiera de creer en la esencia y en
lo esencial. Para él, todo se convierte en papel a representar, entonación,
gesticulación, escena, bastidores y público. [Aurora, 324]
Sin embargo, Nietzsche habla de una deformación del oficio
del actor contemporáneo, comparado con la concepción originaria del actor en la
primera tragedia griega:
Yo creo incluso
que si alguno de nosotros fuera trasladado de pronto a una representación
festiva ateniense, la primera impresión que tendría sería la de un espectáculo
completamente bárbaro y extraño. Y esto por muchas razones. A pleno sol, sin
ninguno de los misteriosos efectos del atardecer y de la luz de las lámparas, en la más chillona realidad vería un
inmenso espacio abierto completamente lleno de seres humanos: las miradas de
todos, dirigidas hacia un grupo de varones enmascarados que se mueven
maravillosamente en el fondo y hacia unos pocos muñecos de dimensiones superiores
a la humana, que, en un escenario largo y estrecho, evolucionan arriba y abajo
a un compás lentísimo.
Porque qué otro nombre sino el de muñecos tenemos que dar a aquellos seres que,
erguidos sobre los altos zancos de los coturnos, con el rostro cubierto
por gigantescas máscaras que sobresalen por encima de la cabeza y que están
pintadas con colores violentos, con el pecho y el vientre, los brazos y las
piernas almohadillados y rellenados hasta resultar innaturales, apenas pueden
moverse, aplastados por el peso de un vestido con cola que llega hasta el suelo
y de una enorme peluca. Además esas figuras
han de hablar y cantar a través de los orificios desmesuradamente abiertos de
la boca, con un tono fortísimo para hacerse entender por una masa de oyentes de
más de veinte mil personas: en verdad, una tarea heroica, digna de un guerrero
de Maratón.
Pero nuestra admiración se acrecienta cuando
nos enteramos de que cada uno de esos actores-cantantes tenía que pronunciar en
un esfuerzo de diez horas de duración unos 1,600 versos, entre los que había al
menos seis partes cantadas, mayores y menores. Y esto ante un público que
censuraba inexorablemente cualquier exageración en el tono, cualquier acento
incorrecto, en Atenas, en donde, según la expresión de Lessing, hasta la plebe
poseía un juicio fino y delicado.
¡Qué concentración y entrenamiento de las
fuerzas, qué prolongada preparación, qué seriedad y entusiasmo en el hacerse
cargo de la tarea artística tenemos que presuponer aquí, en suma, qué actores
ideales! Aquí estaban planteadas tareas para los ciudadanos más nobles; aquí no
quedaba deshonrado, aun en el caso de fracasar, un guerrero de Maratón; aquí el
actor sentía que, vestido con su ropaje, representaba una elevación respecto a
la forma cotidiana de ser hombre, y sentía también dentro de sí una exaltación
en la que las palabras patéticas e imponentes de Esquilo tenían que ser para él
un lenguaje natural. [Textos preparatorios para El nacimiento de la tragedia.]
Esas figuras se
ubican en el origen mismo del oficio del actor y explican sin duda por qué su
primerísimo objetivo era representar a lo sagrado
(“una elevación respecto a
la forma cotidiana de ser hombre”). En todo caso explican lo que hay
detrás de un fenómeno que se ha visto en todas las épocas y que podría llamarse
sacralización del actor.
La sacralización del
actor
En el primer tomo de En
busca del tiempo perdido, Marcel Proust refleja una antigua actitud humana
respecto a los actores:
Todas mis conversaciones con mis compañeros versaban
sobre aquellos actores cuyo arte, aunque me era aún desconocido, era la primera
forma de todas las que reviste el Arte, y con la que para mí se hacía éste presentir.
Las diferencias más insignificantes entre la manera que uno u otro tenían de
declamar o matizar un párrafo, me parecían de una incalculable importancia. Y
por lo que había oído decir de ellos, los iba clasificando por orden de
talento, en una lista que me recitaba a mí mismo todo el día, y que acabaron
por petrificarse en mi cerebro y molestarlo con su inmovilidad.
Desde tiempos inmemoriales la actuación y los actores han
sido sacralizados de una u otra manera, y esa actitud responde acaso a la
intuición de Proust, es decir, que la actuación es la primera de las formas que
reviste el Arte.
También
Joseph Campbell (autor de El héroe de las
mil caras) reflexiona sobre este proceso en diálogo con Bill Moyers (en El poder del mito):
Moyers: ¿Qué pasa cuando la gente se convierte en leyenda? ¿Puedes decir, por
ejemplo, que John Wayne es un mito?
Campbell: Cuando una
persona encarna un modelo para vidas ajenas, ha entrado en la vía de la
mitologización.
Moyers: Esto sucede
frecuentemente con actores de cine, que es en donde buscamos a muchos de
nuestros modelos.
Campbell: Recuerdo que
cuando yo era pequeño, Douglas Fairbanks era mi héroe. Adolphe Menjou lo era
para mi hermano. Por supuesto, esos actores representaban papeles de figuras
míticas. Nos educaban para la vida.
Moyers: Para mí, en el
cine, no hay figura tan conmovedora como Shane. ¿Conoces la película Shane?
Campbell: No, no la he
visto.
Moyers: Es la historia,
ya clásica, del forastero que viene de lejos, hace el bien a la gente y se va,
sin esperar recompensa. ¿Por qué será que esa película nos afecta tanto?
Campbell: Hay algo mágico
en las películas. El actor al que estás viendo está también en otro lugar al
mismo tiempo. Esa es la condición del dios. Si un actor de cine entra en un
lugar público, todos se vuelven para mirarlo. Es el héroe del momento. Ocupa
otro plano. Es una presencia múltiple. Lo que estás viendo en la pantalla no es
él en realidad, y sin embargo “él” aparece. A través de múltiples formas, aquí
está la forma de las formas de la que sale todo.
Moyers: El cine parece
crear a estas grandes figuras, mientras que la televisión sólo crea a
celebridades; no modelos, sino objetos para el chismorreo.
Campbell: Quizás sea
porque a las personalidades de la televisión las vemos en nuestra casa y no en
un templo especial, como es la sala de cine.
El templo que es la
sala de cine pierde día a día feligreses a medida que el cine se proyecta ya no
sólo en las casas sino en todas partes por medio de formas espurias de la
tecnología. Y sin embargo el milagro sigue produciéndose. El milagro borra al
medio. La misa solemne se celebra en el andén del metro. El actor sigue entregando
su antiguo mensaje sagrado sin duda por aquello a lo que Campbell, gran lector
de mitos, señala en esa frase suya (tan elemental como el mito) en la que
subraya el más elemental —y misterioso— de los hechos de la actuación: “El
actor al que estás viendo está también en otro lugar al mismo tiempo”.
*
jueves, 15 de noviembre de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXXVIII)
DGD: Morfograma 38, 2018. |
El genio en el actor
En uno de los momentos deslumbrantes de En busca del tiempo perdido (que son prácticamente todos), el
narrador asiste por segunda vez a una representación teatral de la Fedra de Racine, interpretada de nuevo
por una gran diva, madame Berma; este
narrador va al teatro casi a regañadientes, puesto que espera experimentar la
“decepción” que sintió la primera vez, tiempo atrás, ante la Fedra encarnada
por la Berma. En lugar de ello, asiste, estupefacto, a la revelación del genio
de esta actriz. Y a través de su narrador, Proust reflexiona de este modo:
La impresión que nos causan una persona, una obra o
una interpretación, fuertemente caracterizadas, es particular. Hemos aportado
con nosotros las ideas de “belleza”, “amplitud de estilo”, “patetismo”, que en
rigor podríamos tener la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento,
de un rostro correcto, pero nuestro espíritu atento tiene ante sí la
insistencia de una forma que no posee equivalente intelectual, y cuya incógnita
necesita despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente
interrogativa. Se pregunta: “¿Es hermoso lo que siento? ¿Es admiración? ¿Es
esto la riqueza de colorido, la nobleza, el poderío?”. Y lo que de nuevo le
responde es una voz aguda, es un tono curiosamente interrogador, es la
impresión despótica producida por un ser al que no se conoce, completamente
material, y en la que no queda ningún espacio vacío para la “amplitud de la
interpretación”, y a eso obedece que las obras verdaderamente bellas, si las
oímos sinceramente, sean las que más deben decepcionarnos, porque en la
colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión
individual. [...] Ahora yo me daba cuenta de los méritos de una interpretación
amplia, poética, vigorosa, o más bien era aquella a la que se ha convenido en
otorgar esos títulos, pero del mismo modo que se da el nombre de Marte, de
Venus, de Saturno a estrellas que no tienen nada de mitológico. Sentimos en un
mundo; pensamos, nombramos en otro; podemos establecer entre ambos una
concordancia, pero no colmar el intervalo que los separa.
Y llega a la pregunta suprema: “Ese genio del que la
interpretación de la Berma era solamente la revelación, ¿era realmente sólo el
genio de Racine?”. El genio no es reconocible cuando se tiene una idea
preconcebida de él en la que deben caber la obra o la persona; porque si es
genio, no responde a ningún concepto “preconcebido” (“no posee equivalente
intelectual”, subraya Proust), puesto que es en sí revelación. Pero ahí se concentra también la gran incógnita: ¿el
gran actor se limita a ser el vehículo del genio del autor de la fuente
literaria? De ser así, no sería posible decir que hay genio en una actuación,
sino en el sentido de que se afina hasta convertirse en el vehículo perfecto
para un genio que le es ajeno y exterior.
Sin embargo,
ciertas actuaciones, como esa de la Berma, evidencian que el genio sólo puede
ser “vehiculado” por el genio (lo sabe, entre otros casos imborrables, Pablo
Casals al interpretar a Bach). Y si se acepta esto, entonces sobreviene una
sospecha sobrecogedora: si el genio de la Berma consiste en convertirse en el
vehículo del genio de Racine, este último es, por definición, el vehículo de
otro genio mayor, doblemente esquivo e inclasificable. ¿Genios concéntricos o
ecos de uno solo, remoto y siempre inmediato?
En todo caso,
Proust coloca el acento en el genio de la actriz, capaz de convertirlo todo en
vehículo para su propio genio, sea Racine (es decir el teatro clásico) o un
dramaturgo moderno:
Tanto en las frases del dramaturgo moderno como en los
versos de Racine, la Berma sabía introducir esas vastas imágenes de dolor, de
nobleza, de pasión, que eran obras maestras suyas, y en las que se la reconocía
como a un pintor se le reconoce en retratos que ha pintado con modelos
diferentes.
¿El dolor, alimento
del genio?
En uno de sus
relatos, Brian W. Aldiss escribe: “El dolor... esa es la arena que obliga a la
ostra a segregar la perla y al genio la obra maestra”. Al actor podría
comparársele en este nivel con el intérprete musical, y no de manera gratuita,
puesto que la dramaturgia y la música son artes a mitad de camino: el libreto
(o guión), lo mismo que la partitura, esperan aún a un intérprete: violinista o
actor. Y a mitad de esta línea se coloca otro intermediario: el director de
escena o el director de orquesta (en el caso de obras en las que el intérprete
es solista).
En el caso específico del actor, la
pregunta se ramifica: ¿es el dolor la vía por medio de la cual llega a su
personaje? ¿La medida de la autenticidad de ese dolor es la del genio del
actor, del mismo modo en que habría sido la del genio del autor literario?
En muy pocas áreas artísticas, como en
la actuación, puede decirse que el dolor es no un instrumento sino la esencia
misma. Hay una gran pintura, una gran música, una gran literatura basadas en la
serenidad, mientras que el pathos es
el propio fundamento de la tragedia.
Sería demasiado aventurado proponer
que el dolor es la esencia de lo humano, pero no que lo es de la dramaturgia,
al menos de aquella en la que el genio suele manifestarse. En la carrera de un
actor, los papeles de un rey Lear o de un Hamlet son más reconocidos de esta
forma que los de un Hipólito o un Papageno (se habla más de genio del actor en
los primeros, mientras que en los segundos suele hablarse más bien de oficio, como si fueran la línea media —el
promedio— de la que aquéllos se
desprenden). Acaso Nietzsche diría que el apolíneo se construye un orden que le
permite la ilusión de una felicidad que también está férreamente ordenada,
mientras que el dionisiaco vive en una salvaje felicidad que acaso es también
una ilusión pero que al menos está más cerca (y por tanto es más libre) del
placer-sufrimiento de la vida pura.
En la doctrina stanislavskiana
de la “memoria emocional” o “memoria de los sentidos”, ¿cuánta felicidad es
requerida por los actores en el transcurso de la preparación de sus personajes,
y cuánto dolor personal es usado por ellos como vehículo para llegar a sus
caracteres? O puesto en otras palabras: ¿cuál es la figura arquetípica de la
dramaturgia, Edipo o Ulises, Fausto o Dante?
Es cierto por
otro lado que, si hay un genio en el actor, no sólo se manifiesta en personajes
clásicos y que el oficio de la interpretación lo invita a enfrentar cualquier
papel, e incluso se siente más libre en aquellos que no forman parte de la tradición (por ser obras recientes o de
autores poco conocidos).
Las preguntas
se acumulan en torno al actor, pero una de ellas acaso prevalece: ¿es el actor,
justamente por la esencia de su oficio, el más exacto representante de la más profunda esencia de lo humano, esencia que
recibe el nombre arquetípico de Nadie?
El gran lema
de la filosofía epicúrea, lathe biosas,
es decir, “pasa desapercibido mientras vivas”, era ante todo un llamado a no
caer en las trampas de la competitividad
social y la búsqueda de notoriedad. “Un lema escandaloso”, escribe Carlos
García Gual, “cuando se piensa que la ‘virtud’ griega, la areté, fue siempre competitiva, que lo que se predicaba
tradicionalmente era destacar en los juegos atléticos y en la actuación
política, y que la areté se medía por
el aplauso y la consideración pública”. Precisamente son el aplauso y la
consideración pública los que sustentan a la carrera del actor. Nada parece más
ajeno a su experiencia que “pasar desapercibido”: parece añorar los
reflectores, las marquesinas, la celebridad. Y sin embargo, he aquí la suprema
paradoja del oficio del actor: porque en el fondo —es decir, no en el banal
lenguaje de los medios de comunicación sino en los casos más profundos de esa
vocación, cuando el actor logra encarnar el arquetipo de Nadie— busca
notoriedad para lo invisible, aplauso para lo que nadie aprecia, presencia para
una ausencia que de otro modo seguiría inadvertida.
*
lunes, 5 de noviembre de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXXVII)
DGD: Morfograma 37, 2018. |
Los personajes
históricos
Las “historias reales” —o “basadas en un hecho real”—
parecen plantear al actor idénticas exigencias que las “ficticias”. Cuando se
habla de la interpretación de personajes históricos, la investigación
exhaustiva parece esencial en la preparación del actor. Sin embargo, Gary
Oldman, encargado de interpretar a Ludwig van Beethoven en la película Immortal Beloved (Bernard Rose, 1994),
opina de modo distinto: “Uno tiene que verlo finalmente como fantasía. El
personaje al que toma el director está filtrado por su visión, así que es un
trabajo de ficción. De tal manera que consultar libros para encontrar la verdad
acerca de Beethoven no te ayuda realmente porque de todas maneras estás
aprisionado en el guión” (declaraciones contenidas en el DVD de Immortal Beloved).
Sin embargo,
este aprisionamiento varía ampliamente de dimensiones según el caso. En una
película como Immortal Beloved, la
celda es grande y espaciosa. La actriz Johanna Ter Steege, que interpreta a la
amada inmortal del título, refiere:
Generalmente hago mucha investigación, pero en este
caso el director me pidió que no investigara. [...] Yo estoy acostumbrada a
hablar mucho con el director acerca de las emociones y de las decisiones que
una tiene que tomar, etcétera, y él director me dijo: “Bueno, yo no estoy muy
acostumbrado a hablar de emociones”. Él realmente confiaba en sus actores. Una
vez me dijo: “No puedo decirte mucho acerca de tu parte porque tú eres la
parte”.
La actriz comenta: “En lo personal pienso que es muy difícil
averiguar cuál fue la historia real. Porque si hablamos de historia hay siempre
versiones diferentes, de tal manera que ésta es sólo una de ellas”. Cada historia
es, en efecto, una versión posible de la Historia y se sitúa entre muchas
otras, pero resulta evidente que las “versiones” pueden colocarse como
graduaciones en una escala; en un extremo de ésta se hallan directores como
Rose, que confían implícitamente en el actor y le dejan la mayor libertad
posible para que encuentre su propia verdad.
En el extremo
opuesto de esa escala se localiza, por ejemplo, Amadeus (1984) de Milos Forman. Ya la propia elección del actor
encargado de representar a Mozart (Tom Hulce) es el primer paso de una interpretación concreta y cerrada que
proviene específicamente de la obra de teatro de Peter Shaffer, también autor
del guión del filme. Tanto el tipo físico de Hulce como su principal tendencia en
tanto actor coinciden funcionalmente con el “tipo” (Mozart) entrevisto en la
obra de teatro y en el guión; es, pues, un elemento de la historia cincelado
por Forman y Shaffer, y en realidad se le deja una muy pequeña latitud, aunque
parezca lo contrario: en este caso el “aprisionamiento en el guión” equivale a
una celda de muy reducidas dimensiones.
La libertad
de Hulce se limita a ajustarse lo más posible a un personaje minuciosa e
inconfundiblemente definido por el dramaturgo-guionista y el director: este
actor no podría “cuestionar” desde dentro a esa interpretación que Brook y
Forman hacen de Mozart sin quebrar del mismo modo la credibilidad de su
actuación. Tom Hulce no recibe la confianza del director y del guionista sino
que es, por así decirlo, una manifestación de la confianza que tienen director
y guionista sobre la hechura de ellos mismos (versión, interpretación,
explicación). No puede decirse siquiera que el papel fue hecho como un traje a
la medida de Hulce, sino que este actor fue elegido porque llenaba mejor que
otros un traje preestablecido. Y es que en realidad el filme debería llamarse Salieri, puesto que éste es el verdadero
centro del proyecto; no por otra razón la Academia hollywoodense otorgó un
Oscar al actor encargado de representar a Antonio Salieri (F. Murray Abraham) y
no a Hulce.
Pese a que el
papel de Salieri estaba también muy restringido, la latitud disponible a
Abraham era mucho más amplia, puesto que disponía de una mayor libertad para
encontrar matices y tonos en la característica de su personaje (la envidia),
mientras que de Hulce no se esperaba que “ilustrara”, y menos aún que
definiera, la característica del suyo (el “genio”).
Muy distintos
eran los determinantes y posibilidades del trabajo de Gary Oldman como
Beethoven. Este actor cuenta una anécdota esencial del rodaje de Immortal Beloved: el día inicial del
rodaje, cuando se atavió por primera vez con el traje de Beethoven, y ya tenía
el maquillaje y el peinado correspondientes, algo indefinible sucedió: “Era en
los estudios [de Barandorf], un lugar fantasmal y muy extraño; me vi en el
espejo y recuerdo haber dicho a mi hermana, que estaba ahí: ‘No tengo la menor
idea de lo que estoy haciendo ni de cómo voy a actuar’. Pero cuando caminé
hacia el set, algo sucedió. Algo se
abrió paso de golpe”.
No es
excesivo imaginar que en el momento de verse al espejo con vestuario y
maquillaje, y en el entorno adecuado (“un lugar fantasmal y muy extraño”),
Oldman se convirtió en su primer espectador; sin embargo, esto significaba en
principio verse desde afuera, como cualquier espectador. En el camino al set, pues, se dio un proceso de afuera
hacia adentro, el misteriosísimo proceso conocido como “creación de personaje”.
Esta expresión puede entenderse, con toda razón, como un acto creativo del
propio actor, pero también es posible entenderlo literalmente, como creación debida al propio personaje. (Esto es lo
que se dice de los actores capaces de “borrarse”, es decir, de volverse Nadie,
de no interponer su personalidad sino convertirla en vehículo, casi en el sentido de médium.)
Oldman
intenta describir más a fondo ese algo
que sucedió en el camino al set: “Los
actores siempre piensan acerca de aquel a quien están interpretando. Siempre
hay ideas e instintos que viven fuera del texto, sencillamente porque uno está
pensando en ellas”. Ese “pensar”, evidentemente, es muy distinto en un actor
que en cualquier otro artista (sin mencionar otras laderas del quehacer humano
ligadas con el pensamiento). Acaso podría ilustrarse por medio del testimonio
de ciertos arqueólogos heterodoxos que en el transcurso de sus investigaciones
de campo se topan con antiguos objetos cuyo uso es por completo desconocido en
la modernidad: cuando la etapa de investigación y deducción se ha agotado,
utilizan un último recurso: llevarlos en una mano esperando un momento de
suprema distracción en que el objeto mismo revele su uso.
Oldman habla
de su método personal: “Hay una gran diferencia entre una elección [a choice] y una decisión [a decision]. Las decisiones son para mí
lo cerrado y sellado, lo fatal y preconcebido, mientras que las elecciones
viven y respiran, y entonces lo que haces y tus elecciones dependen de lo que
el otro actor hace en el momento”. Hollywood y el cine convencional trabajan
invariablemente a través de decisiones (aprisionamiento mayor en el guión; de
éste en la producción; de ésta en el sistema) y su método consiste en
predeterminar lo más posible las elecciones (ya no sólo del actor, sino de
todos los profesionales involucrados, e incluso las del público) y restringir las
libertades sin que se note esta restricción. Es el método primordial del poder.
*
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