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miércoles, 5 de diciembre de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XL)
Algo mayor que uno
mismo
Desde sus inicios, el cine sacralizó a los actores, aunque
los actores mismos despreciaban al cine en tanto “espectáculo vulgar” y sólo
privilegiaban al teatro como su territorio. ¿A qué se debe esta sacralización?
Tom Hanks intenta una respuesta:
Creo que se debe a la básica necesidad del ser humano
de ser parte de algo más grande que él mismo. Como actores creamos eso, nos
unimos a esa especie de gran gestalt.
El resto, los que no son actores, lo hacen por medio de ser parte de un
público. En los viejos tiempos, en la época shakespeareana había obras a las que
iba todo el mundo, lo mismo que los griegos; quién no quería ir al teatro y ser
parte de esta cosa que iba a pasar una sola vez. [...]
En la era
moderna, con el poder del cine, no puedes negar eso: el poder de los actores es
inmediatamente traducido por estas cajas mágicas, las cámaras. Entre todos los
momentos creativos de cualquier cultura y ambiente, encuéntrame a uno que sea
tan poderoso como Ingrid Bergman en Casablanca.
Ella no tiene que decir una sola palabra; sólo tiene que estar ahí sentada oyendo
a Sam tocar el piano y tú como espectador estás devastado, porque su cara es
tan grande y está proyectada en este lugar mágico, y todo lo que hay es luz y
sonido, y ni siquiera es en color sino en blanco y negro, y sin embargo uno se
siente parte de una gran historia global que es la suya y la del cine, y que
también impregna tu vida cuando dejas la sala. [...] Y ese es el poder del
arte; es una cosa tras otra; es el relámpago en una botella; falla cuando se
supone que debería funcionar, y funciona cuando debería fallar; no hay
explicación posible pero es innegablemente muy poderosa. [XII-11, 14-5-2006.]
¿Es posible especificar un poco más ese “algo más grande que
uno mismo”, esa gestalt de la que
Hanks habla de una forma acaso inevitablemente ambigua e incierta? (“falla
cuando se supone que debería funcionar, y funciona cuando debería fallar”). Tal
vez sólo se “especifica” en un nivel intuitivo, y aquí concierne de manera muy
especial el modo en que Proust habla de la novela en una de sus páginas inefables:
[N]ingún sentimiento de los que nos causan la alegría
o la desgracia de un personaje real llega a nosotros, si no es por intermedio
de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista
estribó en comprender que, como en el conjunto de nuestras emociones la imagen
es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir
pura y simplemente a los personajes reales, significaría una decisiva
perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, lo
percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco
para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de
levantar. Si le sucede una desgracia, no podremos sentirla más que en una parte
mínima de la noción total que de sí tenga. La idea feliz del novelista es
sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad equivalente
de partes inmateriales, es decir, asimilables para nuestro espíritu.
Lo que el novelista provoca en el espíritu de cada lector,
el actor lo convoca en su propio interior para todos los espectadores, sin
contradecir que cada uno de ellos lo percibe de modo íntimo e irrepetible. El
actor sustituye a “esas partes impenetrables para el alma por una cantidad
equivalente de partes inmateriales, es decir, asimilables para nuestro espíritu”;
queda en el aire la respuesta a si el novelista sabe exactamente cómo realiza
esa sustitución de partes inmateriales, pero lo que sí puede afirmarse es que
el actor desconoce aún más el modo exacto en que lleva a cabo ese milagro.
Continúa
Proust:
Desde ese momento poco nos importa que se nos
aparezcan como verdaderos los actos y emociones de esos seres de nuevo género,
porque ya las hemos hecho nuestras; en nosotros se producen, y ellas sojuzgan,
mientras vamos volviendo febrilmente las páginas del libro, la rapidez de
nuestra respiración y la intensidad de nuestras miradas. Y una vez que el
novelista nos ha puesto en ese estado, en el cual, como en todos los estados
puramente interiores, toda emoción se decuplica, y en el que su libro vendrá a
inquietarnos como nos inquieta un sueño, pero un sueño más claro que los que
tenemos dormidos, y que nos durará más en el recuerdo, entonces desencadena en
nuestro seno, por una hora, todas las dichas y desventuras posibles, de esas
que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas, y las más
intensas de las cuales se nos escaparían, porque la lentitud con que se
producen nos impide percibirlas (así cambia nuestro corazón en la vida, y este es
el más amargo de los dolores; pero un dolor que sólo sentimos en la lectura e
imaginativamente; porque en la realidad se nos va mutando el corazón lo mismo
que se producen ciertos fenómenos de la naturaleza, es decir, con tal lentitud,
que aunque podamos darnos cuenta de cada uno de sus distintos estados
sucesivos, en cambio se nos escapa la sensación misma de la mudanza).
El novelista debe hacer grandes malabares técnicos con las
palabras para dar lo que de modo inmediato
ofrece el actor (sobre todo el teatral, desde luego, pero también el
cinematográfico debido a la magia de la imagen, que está hecha de concreción,
proximidad y evidencia). Sin embargo, esa inmediatez no es atributo del actor
sino su logro; esto quiere decir que no es “natural” sino también fruto de una
técnica compleja —es sólo por ello que parece natural. El novelista —por así
decirlo— construye con las palabras una pantalla en la que las vivencias y
emociones de sus personajes pueden proyectarse; por su parte, el actor apronta
su cuerpo mismo; es verdad que habla, y además abundantemente, pero sus
palabras están en el mismo nivel que su carnalidad; en él el misterio no
requiere una pantalla para proyectarse: es su propia pantalla y su propio
proyector.
*
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