DGD: Morfograma 45, 2018. |
Actor y presencia
En la banda de comentarios del DVD de Zardoz (1974), el director de este filme, John Boorman, habla del
actor protagónico:
Lo extraordinario de Sean [Connery] como actor —y he
seguido su carrera— es que tiene una especie de presencia. Una vez le dije:
“¿Has pensado alguna vez en usar un acento diferente?”. Me refiero a que él
obtuvo un premio de la Academia como actor de reparto en Los intocables, actuando a un policía irlandés con acento escocés,
y cuando le pregunté eso, me respondió [imita
el acento escocés de Connery]: “Si yo no hablara del modo en que lo hago,
no sabría quién demonios soy yo” [If I
didn’t talk the way I talk, I wouldn’t know who the hell I am]. Así que él
es siempre él mismo, y eso es lo extraordinario de una movie star: puede ser otra persona y actuar un papel, y sin embargo
seguir siendo él mismo.
La presencia,
pues, queda definida como algo que va más allá del mero “carisma”; es una
fuerza que se impone de tal forma que, en el caso de Connery, le permite ser
aceptado por el público en cualquier papel que interprete: una fuerza que
hablará y se comportará siempre de la misma manera. Boorman equipara a esa
fuerza con el carácter casi mítico de la estrella
de cine, definido por este cineasta como la capacidad de entregarse por
completo al instante presente:
El actor que desaparece detrás de un papel es un tipo
distinto de actor. Sean tiene esta presencia: posee la habilidad de ser en el
momento presente, de ser totalmente en ese momento. La mayoría de nosotros
vivimos parcialmente en el pasado y parcialmente en el futuro, pensando “¿qué
va a pasar?”, “¿qué ha pasado?”, en lugar de estar totalmente despiertos y
alertas respecto a este momento en el tiempo. Y pienso que uno puede siempre
definir a una movie star de ese modo:
es alguien que está totalmente presente, por completo en el aquí y en el ahora.
Y Connery se da por entero. Esa es la otra cosa. Lo que el público quiere es el
sentimiento de que un actor o una actriz es vulnerable, abierto, que no se está
protegiendo sino que se está exponiendo.
¿La máxima vulnerabilidad genera a la portentosa fuerza de
la movie star? ¿El público lo acepta
y hasta venera porque la presencia
fílmica convierte en vulnerabilidad el hecho de ser siempre igual, siempre él
mismo (o ella misma)?
Resulta
imposible dirigir a un actor que no sólo no va a desaparecer detrás de su
personaje sino que se va a imponer a todo papel y será siempre aquello que lo
identifica: su presencia. La
diferenciación entre el actor que se dirige a sí mismo (o el que pide del
director todo menos dirección) y el
que se somete a la dirección (y a veces la solicita casi como tiranía), ¿puede
trasladarse a la dicotomía, tan antiguamente planteada, entre el actor y la
presencia? Anthony Hopkins admira —y en más de un sentido encarna— la figura de
Clint Eastwood, que es siempre el mismo sin importar que desempeñe personajes
diferentes (y del que Scorsese usa esa frase tan ambigua según la cual “él es
Clint Eastwood mejor que cualquier otro podría ser Clint Eastwood”), como parte
de una galería de actores de cine hollywoodense (menciona a Bogart y Brando)
que son menos intérpretes que representantes de sí mismos. Hopkins defiende la
imagen de un actor que se facilita las
cosas, en contraposición del que “puede elegir lo difícil y ser miserable”.
Sea como sea,
es evidente que los actores que se “facilitan” las cosas ni siquiera se dirigen
a sí mismos, sino que se limitan a presentarse, y no en el sentido de
identificarse sino en el de simplemente aparecer: son presencias, y de la mayoría de ellos está hecha la “mitología” del star system norteamericano. El carácter
de star es ante todo (como atestigua
el lenguaje de los media) el de una
“presencia carismática”. De manera muy curiosa, el actor intelectual, el que
estudia, analiza, profundiza e interpreta, el que busca el mayor diálogo
posible con el director para la creación del personaje, no suele formar parte
de las “estrellas”, porque no vende carisma —brillo exterior— sino visceralidad
—oscuridad exhibida. De ahí lo contradictorio en el hecho de que Boorman
identifique a la presencia con la
vulnerabilidad; resulta evidente que en la historia de la actuación hubo
grandes presencias que se basaron en la vulnerabilidad —Chaplin sería un
ejemplo eximio, y en su propio nivel Marilyn Monroe—, mientras que otras —como
Eastwood— se basan en la opacidad y distan de entregarse al tiempo presente
puesto que su característica es ser inmutables.
Un actor que
coincide con la figura de Eastwood, Sylvester Stallone, parte incluso de la
dicotomía: “Hay actores [actors] y
representadores [performers]. Los
actores transforman su propia personalidad y la vuelven tan excitante como los
personajes a los que crean; aman el acento, aman cambiar el ritmo, cambiar los
vestuarios. Los representadores tienen la capacidad de llevar su propio ritmo
natural y lo que son, y sólo lo ponen en la pantalla” (VI-3, 5-12-1999).
La vieja escuela
Desde sus orígenes hasta el siglo XX, el actor se definía
como aquel que hace sentir a los
espectadores; sólo con las vanguardias de Meyerhold, Stanislavsky y Grotowski
surgió el actor que primero debe sentir, si en verdad pretende hacer sentir al
público. Lo que antes era la mera representación de lo emocional (aquella imitación o mímesis que llevó a Platón a expulsar a los actores de su República
ideal), se volvió su presentación directa e irrepetible en los escenarios y
luego, años más tarde, vía impulsos como el del Actors Studio, ante la cámara
de cine.
Ingmar
Bergman habla de los actores teatrales “de la vieja escuela”:
En nuestro apartado paisaje
cultural hemos tenido sin duda una serie de actores destacados que carecían de
los conocimientos técnicos elementales. Confiados en su carisma indiscutible
entraron en escena y crearon una especie de relación sexual con el público. En
los casos en que esa relación no se logra, caen en la confusión, olvidan el
papel (que no han aprendido bien) y actúan de manera indecisa y tentaleante, lo
que resulta una pesadilla para los otros actores [...]. Han sido aficionados
geniales, con instantes, a veces con noches enteras de inspiración fulgurante,
y en medio lo que hay es grisura irregular. [Linterna mágica.]
Resulta
innegable que este tipo de actores no sólo no ha desaparecido sino que de un
modo obstinado sobrevivió a la revuelta de Stanislavsky: es, en términos
generales, el que alimenta a la insaciable televisión, pero en sus casos
extremos perdura en la “estrella” hollywoodense: el actor que compensa con carisma la técnica deficiente o la verdadera
entrega emocional, y que establece, en efecto, una especie de relación sexual
con el público. Esto significa que asume deliberadamente un estereotipo, o
incluso inventa uno nuevo. Es la escuela de Rudolph Valentino o Greta Garbo:
realmente no importa gran cosa el papel que una figura como estas desempeñe,
sino su aparición en pantalla rodeada por el glamour, que es exuberancia sensual. La respuesta de los fans tiene un claro contenido de
sexualidad.
David Mamet
sintetiza este proceso desde otro ángulo:
Stanislavsky decía que
existen tres clases de actores. La primera presenta una versión ritualizada y
superficial del comportamiento humano, una versión que se basa en su
observación de otros malos actores. El actor ofrecerá al público una versión de
repertorio del “amor”, la “cólera” o la emoción que parezca más adecuada para
el texto. La segunda clase de actores estudia el guión y elabora su propia,
exclusiva e interesante versión de la conducta supuestamente exigida por la
escena, y luego llega al set o al
escenario y presenta eso. La tercera
clase, lo que Stanislavsky llamaba “el actor orgánico”, se da cuenta de que el
texto no exige ningún comportamiento
ni ninguna emoción, que el texto sólo exige acción,
y llega al set o al escenario
únicamente equipado con su análisis de la escena y dispuesto a actuar sobre la
marcha, basándose en lo que ocurre en la función... sin negar nada y sin inventar nada. Este último, el actor
orgánico, es la clase de artista con la que quiere trabajar un director. Es
también el artista al que más admiramos en los escenarios y en las pantallas.
Curiosamente, no suele coincidir con lo que oficialmente se llama el gran actor. A lo largo de los años,
he observado que existen dos subdivisiones del arte de Tespis: a una se le
llama Actor y a la otra Gran Actor. Y casi sin excepción, los denominados
Grandes Actores, las Primeras Figuras de su época, entran en la segunda
categoría de Stanislavsky. Tanto en escena como en pantalla ofrecen pomposidad
intelectual. Yo creo que el público los llama “Grandes” porque desea
identificarse con ellos: con los actores, no con los personajes que
representan. Al público le gusta identificarse con estos actores porque parecen
dotados del poder de comportarse con arrogancia en un entorno protegido. [A Whore’s Profession.]
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