DGD: Morfograma 45, 2018. |
viernes, 25 de enero de 2019
El misterio de los actores y de la actuación (XLV)
Actor y presencia
En la banda de comentarios del DVD de Zardoz (1974), el director de este filme, John Boorman, habla del
actor protagónico:
Lo extraordinario de Sean [Connery] como actor —y he
seguido su carrera— es que tiene una especie de presencia. Una vez le dije:
“¿Has pensado alguna vez en usar un acento diferente?”. Me refiero a que él
obtuvo un premio de la Academia como actor de reparto en Los intocables, actuando a un policía irlandés con acento escocés,
y cuando le pregunté eso, me respondió [imita
el acento escocés de Connery]: “Si yo no hablara del modo en que lo hago,
no sabría quién demonios soy yo” [If I
didn’t talk the way I talk, I wouldn’t know who the hell I am]. Así que él
es siempre él mismo, y eso es lo extraordinario de una movie star: puede ser otra persona y actuar un papel, y sin embargo
seguir siendo él mismo.
La presencia,
pues, queda definida como algo que va más allá del mero “carisma”; es una
fuerza que se impone de tal forma que, en el caso de Connery, le permite ser
aceptado por el público en cualquier papel que interprete: una fuerza que
hablará y se comportará siempre de la misma manera. Boorman equipara a esa
fuerza con el carácter casi mítico de la estrella
de cine, definido por este cineasta como la capacidad de entregarse por
completo al instante presente:
El actor que desaparece detrás de un papel es un tipo
distinto de actor. Sean tiene esta presencia: posee la habilidad de ser en el
momento presente, de ser totalmente en ese momento. La mayoría de nosotros
vivimos parcialmente en el pasado y parcialmente en el futuro, pensando “¿qué
va a pasar?”, “¿qué ha pasado?”, en lugar de estar totalmente despiertos y
alertas respecto a este momento en el tiempo. Y pienso que uno puede siempre
definir a una movie star de ese modo:
es alguien que está totalmente presente, por completo en el aquí y en el ahora.
Y Connery se da por entero. Esa es la otra cosa. Lo que el público quiere es el
sentimiento de que un actor o una actriz es vulnerable, abierto, que no se está
protegiendo sino que se está exponiendo.
¿La máxima vulnerabilidad genera a la portentosa fuerza de
la movie star? ¿El público lo acepta
y hasta venera porque la presencia
fílmica convierte en vulnerabilidad el hecho de ser siempre igual, siempre él
mismo (o ella misma)?
Resulta
imposible dirigir a un actor que no sólo no va a desaparecer detrás de su
personaje sino que se va a imponer a todo papel y será siempre aquello que lo
identifica: su presencia. La
diferenciación entre el actor que se dirige a sí mismo (o el que pide del
director todo menos dirección) y el
que se somete a la dirección (y a veces la solicita casi como tiranía), ¿puede
trasladarse a la dicotomía, tan antiguamente planteada, entre el actor y la
presencia? Anthony Hopkins admira —y en más de un sentido encarna— la figura de
Clint Eastwood, que es siempre el mismo sin importar que desempeñe personajes
diferentes (y del que Scorsese usa esa frase tan ambigua según la cual “él es
Clint Eastwood mejor que cualquier otro podría ser Clint Eastwood”), como parte
de una galería de actores de cine hollywoodense (menciona a Bogart y Brando)
que son menos intérpretes que representantes de sí mismos. Hopkins defiende la
imagen de un actor que se facilita las
cosas, en contraposición del que “puede elegir lo difícil y ser miserable”.
Sea como sea,
es evidente que los actores que se “facilitan” las cosas ni siquiera se dirigen
a sí mismos, sino que se limitan a presentarse, y no en el sentido de
identificarse sino en el de simplemente aparecer: son presencias, y de la mayoría de ellos está hecha la “mitología” del star system norteamericano. El carácter
de star es ante todo (como atestigua
el lenguaje de los media) el de una
“presencia carismática”. De manera muy curiosa, el actor intelectual, el que
estudia, analiza, profundiza e interpreta, el que busca el mayor diálogo
posible con el director para la creación del personaje, no suele formar parte
de las “estrellas”, porque no vende carisma —brillo exterior— sino visceralidad
—oscuridad exhibida. De ahí lo contradictorio en el hecho de que Boorman
identifique a la presencia con la
vulnerabilidad; resulta evidente que en la historia de la actuación hubo
grandes presencias que se basaron en la vulnerabilidad —Chaplin sería un
ejemplo eximio, y en su propio nivel Marilyn Monroe—, mientras que otras —como
Eastwood— se basan en la opacidad y distan de entregarse al tiempo presente
puesto que su característica es ser inmutables.
Un actor que
coincide con la figura de Eastwood, Sylvester Stallone, parte incluso de la
dicotomía: “Hay actores [actors] y
representadores [performers]. Los
actores transforman su propia personalidad y la vuelven tan excitante como los
personajes a los que crean; aman el acento, aman cambiar el ritmo, cambiar los
vestuarios. Los representadores tienen la capacidad de llevar su propio ritmo
natural y lo que son, y sólo lo ponen en la pantalla” (VI-3, 5-12-1999).
La vieja escuela
Desde sus orígenes hasta el siglo XX, el actor se definía
como aquel que hace sentir a los
espectadores; sólo con las vanguardias de Meyerhold, Stanislavsky y Grotowski
surgió el actor que primero debe sentir, si en verdad pretende hacer sentir al
público. Lo que antes era la mera representación de lo emocional (aquella imitación o mímesis que llevó a Platón a expulsar a los actores de su República
ideal), se volvió su presentación directa e irrepetible en los escenarios y
luego, años más tarde, vía impulsos como el del Actors Studio, ante la cámara
de cine.
Ingmar
Bergman habla de los actores teatrales “de la vieja escuela”:
En nuestro apartado paisaje
cultural hemos tenido sin duda una serie de actores destacados que carecían de
los conocimientos técnicos elementales. Confiados en su carisma indiscutible
entraron en escena y crearon una especie de relación sexual con el público. En
los casos en que esa relación no se logra, caen en la confusión, olvidan el
papel (que no han aprendido bien) y actúan de manera indecisa y tentaleante, lo
que resulta una pesadilla para los otros actores [...]. Han sido aficionados
geniales, con instantes, a veces con noches enteras de inspiración fulgurante,
y en medio lo que hay es grisura irregular. [Linterna mágica.]
Resulta
innegable que este tipo de actores no sólo no ha desaparecido sino que de un
modo obstinado sobrevivió a la revuelta de Stanislavsky: es, en términos
generales, el que alimenta a la insaciable televisión, pero en sus casos
extremos perdura en la “estrella” hollywoodense: el actor que compensa con carisma la técnica deficiente o la verdadera
entrega emocional, y que establece, en efecto, una especie de relación sexual
con el público. Esto significa que asume deliberadamente un estereotipo, o
incluso inventa uno nuevo. Es la escuela de Rudolph Valentino o Greta Garbo:
realmente no importa gran cosa el papel que una figura como estas desempeñe,
sino su aparición en pantalla rodeada por el glamour, que es exuberancia sensual. La respuesta de los fans tiene un claro contenido de
sexualidad.
David Mamet
sintetiza este proceso desde otro ángulo:
Stanislavsky decía que
existen tres clases de actores. La primera presenta una versión ritualizada y
superficial del comportamiento humano, una versión que se basa en su
observación de otros malos actores. El actor ofrecerá al público una versión de
repertorio del “amor”, la “cólera” o la emoción que parezca más adecuada para
el texto. La segunda clase de actores estudia el guión y elabora su propia,
exclusiva e interesante versión de la conducta supuestamente exigida por la
escena, y luego llega al set o al
escenario y presenta eso. La tercera
clase, lo que Stanislavsky llamaba “el actor orgánico”, se da cuenta de que el
texto no exige ningún comportamiento
ni ninguna emoción, que el texto sólo exige acción,
y llega al set o al escenario
únicamente equipado con su análisis de la escena y dispuesto a actuar sobre la
marcha, basándose en lo que ocurre en la función... sin negar nada y sin inventar nada. Este último, el actor
orgánico, es la clase de artista con la que quiere trabajar un director. Es
también el artista al que más admiramos en los escenarios y en las pantallas.
Curiosamente, no suele coincidir con lo que oficialmente se llama el gran actor. A lo largo de los años,
he observado que existen dos subdivisiones del arte de Tespis: a una se le
llama Actor y a la otra Gran Actor. Y casi sin excepción, los denominados
Grandes Actores, las Primeras Figuras de su época, entran en la segunda
categoría de Stanislavsky. Tanto en escena como en pantalla ofrecen pomposidad
intelectual. Yo creo que el público los llama “Grandes” porque desea
identificarse con ellos: con los actores, no con los personajes que
representan. Al público le gusta identificarse con estos actores porque parecen
dotados del poder de comportarse con arrogancia en un entorno protegido. [A Whore’s Profession.]
*
martes, 15 de enero de 2019
El misterio de los actores y de la actuación (XLIV)
DGD: Morfograma 44, 2018. |
El no hacer de Nadie
Una curiosa respuesta fue dada por Anthony Hopkins en su
primera visita a Inside the Actors Studio.
En el rodaje de El león en invierno
(Anthony Harvey, 1967), Hopkins, entonces apenas en su inicio en el cine,
alternó con la legendaria Katharine Hepburn, quien le dio el siguiente consejo:
“No actúes. No tienes que actuar. Deja de hacerlo. Tienes buena apariencia,
tienes buena cabeza, buena voz, no lo fuerces. Cuando estás frente a la cámara,
deja que la cámara haga todo el trabajo. [En general] Hazlo simple. Haz menos”
(IV-7, 4-10-1998).
El propio
Hopkins, que preconiza esa técnica de hacer
menos, en lugar de hacer más,
recuerda una anécdota para él esencial a este respecto y que se remonta al
rodaje de The Remains of the Day
(James Ivory, 1993), cinta en la que Hopkins interpreta a un mayordomo inglés:
Cuando hacíamos The
Remains of the Day estaba con nosotros un verdadero mayordomo de Buckingham
Palace y le pregunté cómo era ser un mayordomo, y él dijo: “Bueno, no hay mucho
que decir” [“Well, there’s nothing to it,
really”]. Y me dio un único tip: “Cuando estás en un cuarto, debe parecer
más vacío” [“When you’re in a room, it
should be more empty”]. [IV-7, 4-10-1998.]
El actor no
sólo es cada vez menos él mismo, sino cada vez menos. Como el mayordomo de la anécdota, debe considerar que ha
triunfado cuando se vuelve Nadie.
Harry Dean
Stanton recuerda en una entrevista una conclusión parecida:
Al principio la única meta de la actuación era
conseguir un trabajo y luego la experiencia de hacerlo. Pero cuando hice Ride in the Whirlwind [A través del huracán, dirigida por Monte
Hellman] con Jack Nicholson en 1965 descubrí que había más que eso. Fue un
filme clave para mí por eso. Jack me aconsejó no hacer nada: dejar que el
vestuario hiciera la actuación. Fue una gran revelación para mí que se volvió
una ley de la actuación. Ser en lugar de hacer. Debes portarte en la pantalla
tal como lo haces en la vida real. No matas a nadie en la vida real, pero
entiendes la ira que puede llevar a eso.
El “haz menos” de Hepburn se vuelve el “no hacer nada” de
Nicholson. Es, de hecho, una técnica que muchos profesionales consideran una
ley.
Luego de trabajar
abundantemente en televisión, Jack Lemmon tuvo un afortunado debut en el cine
como protagónico en La rubia fenómeno
(It Should Happen to You, 1954) bajo
la dirección de George Cukor. Lemmon cuenta que una vez, al terminar un ensayo
general, Cukor le hizo un escueto comentario: “Menos, Jack, menos” (Less, Jack, less). Lemmon intentó
refrenarse, pero al final del ensayo la petición se repitió. Y así fue en
numerosas ocasiones, aunque Lemmon intentaba cada vez contenerse más. Cukor lo
invitó incluso a su casa para ensayar la escena, y a cada intento el actor
volvía a oír el “Menos, Jack, menos”, hasta que Lemmon perdió la paciencia y
exclamó: “¡Si hago menos, estaré haciendo nada!”. Entonces los ojos de Cukor se
iluminaron y le dijo: “Por fin estás entendiendo la idea”.
Si desde el
primer ensayo general Cukor le hubiera dicho “no hagas nada”, el joven actor no
lo habría comprendido. Con toda deliberación, el experimentado Cukor hizo pasar
a Lemmon por un proceso de desgaste:
cada vez menos hasta que éste llegara a esa tan extraña “nada” que, en efecto,
no parece posible definirla, sino sólo experimentarla. Un actor joven está
dispuesto a hacerlo “todo” por interpretar a un personaje, y mientras más haga,
más sentirá que está cumpliendo los principios de su oficio; ¿cómo es entonces
posible que se le pida no sólo hacer menos sino simple y llanamente no hacer nada? ¿No equivale esto a afirmar que el
personaje se hace solo, o peor aún, que aquello que lo crea no es más que una
suma de elementos exteriores: maquillaje, vestuario, utilería, escenografía,
luces, encuadre?
Es evidente
que hay un buen número de actores (generalmente jóvenes) que no están de
acuerdo con esa mecánica, y la llaman facilidad y chapucería: se niegan a
equivaler a maniquíes animados que se limitan a prestar sus rostros, voces y
cuerpos a los personajes con objeto de que éstos surjan por sí mismos. También
es evidente que la mecánica del “hacer nada” se volvió paradigma del teatro y
el cine comerciales, y que sus partidarios (generalmente de edad madura) están
muy lejos de aceptarse como meras marionetas y enuncian una apología de ese
“hacer nada” para legitimar su oficio y su trabajo. Dicen, por ejemplo, que lo
más difícil del mundo es no hacer nada, y que ello se logra únicamente tras un
largo camino de ejercitación. Las dos escuelas siguen enfrentadas como polos
(“hacer todo”, “hacer nada”) entre los que hay, como es previsible,
innumerables matices del gris (“hacer algo”).
Esta
dicotomía se da también entre los directores. En un extremo están aquellos que,
como Cukor, limitan su dirección de actores a la forma de desgastar al actor
hasta lograr que no haga nada (hacer algo sería echar a perder el personaje,
impostarlo, falsificarlo). En el otro extremo se ubican directores como
Bergman, que someten al actor a complejos procesos destinados a afinar y
matizar su hacer (no se trata de que hagan “todo” sino de que seleccionen de
ese todo el algo que es esencial para
que el personaje viva).
Existen
directores que, en efecto, todo lo que dicen al actor es: “Más lento”, “Más
rápido”. Esto puede ser, desde luego, un signo de lo que Orson Welles detecta
como una incapacidad del director, incapacidad que se disfraza de confianza en
el actor. Pero también puede ser un signo de sabiduría. Cuando John Huston
dirigió a Michael Caine en El hombre que
pudo reinar (The Man Who Would Be
King, 1975), no le daba ninguna indicación. Caine terminó por quejarse y
Huston le contestó: “Michael, te pagan mucho dinero. No me necesitas para
decirte qué hacer”. Sin embargo, en una de las tomas, que era un largo
monólogo, de pronto a la mitad Huston dio la orden de corte. Caine narra: “Y
entonces me dio todo mi personaje en una sola línea. Me dijo: ‘Puedes hablar
más rápido, Michael. [Tu personaje] es un hombre honesto’. Desde entonces soy
muy sospechoso de la gente que habla despacio”.
Actuar es no actuar
En su segunda visita a Inside
the Actors Studio, Anthony Hopkins abunda sobre el hacer menos, que para este actor significa eliminar todo esfuerzo
suplementario con objeto de lograr que el público actúe por el actor: “Scorsese
dijo hace poco que Clint Eastwood es siempre Clint Eastwood en sus películas,
que ninguna de sus interpretaciones es diferente, pero que él es Clint Eastwood
mejor que cualquier otro podría ser Clint Eastwood” (XIII-12, 15-10-2007).
La siguiente parte
de su exposición concierne de nuevo a The
Remains of the Day:
Alguien me preguntó: “¿Cómo interpretaste a un hombre
tan reprimido?”, y le contesté: “Bueno, no me moví demasiado”. Todo está ahí,
todos los sentimientos reprimidos, y uno no tiene que actuar, sino estar muy
quieto. Y entonces el público toma su viaje contigo, cuando ven que es un
hombre tan tonto de no darse al amor de Emma Thompson. Podría ser feliz y
cuando no lo es, el público llora por mí. Yo no, porque sólo soy Stevens el
mayordomo haciendo su trabajo. Eso es lo que hace llorar a la audiencia; yo no
tengo que hacerlo. El público solloza por él, del mismo modo en que se
atemoriza ante Hannibal Lecter: no porque yo sea atemorizante sino porque los
espectadores se asustan a sí mismos y se preguntan “¿Qué va a hacer a
continuación?”. Ese es el juego de la actuación.
Otros actores
pueden no estar de acuerdo conmigo; conozco a actores que deben pasar por un
infierno para lograr su interpretación, porque ese es el modo en que eligieron
hacerlo. Así que tal vez soy un actor muy vacío [shallow], no lo sé. Pero escojo el otro camino: prefiero tomar el
camino fácil. Me gusta la escuela de actuación de Clint Eastwood y esos otros
actores de la vieja escuela, Bogart, Brando, porque un actor puede elegir lo
difícil y ser miserable, o facilitarse las cosas. Si ustedes son de estos
últimos, son afortunados, porque es divertido. Piensen lo mejor: saquen [unfold], déjense ir, ríndanse y dejen
que suceda: si lo quieren, sucederá. Sólo ríndanse y déjense ir, porque nada de
esto tiene que ver con ustedes. Ninguno de nosotros tiene ningún poder, todos
carecemos totalmente de él. Ese es el gran consuelo.
Hopkins retira toda importancia al oficio de actuar:
A veces como actor tienes una experiencia que es negativa
por varias razones. Stanislavsky dijo, en su producción de Otelo, al actor que interpretaba a Brabancio: “No pienses que
puedes tenerlo todo muy bien; la noche del sábado puedes estar perfecto; el
martes puede que no despegues [take off]
porque no tuviste inspiración”. La gente que te dice “Esta noche estuviste
fantástico”, eso es aquello que usualmente no estás. Creías que llorabas y
emitías emociones, y la gente roncaba. Porque la cosa es pisar el escenario y
dar una interpretación fluida, improvisando dentro de eso. Y si puedes
deshacerte del ego lo más que puedas, hay probabilidades de que estés libre
para despegar.
Esos momentos
son mágicos. Y suceden. Pueden suceder a partir del guión o de la naturaleza de
la escritura, y de que tengas un gran director: cualquier accidente puede
suceder. A veces no sucede, pero no puedes preocuparte por ello. Así que no te
angusties por eso. A fin de cuentas, ninguno de nosotros es importante. Una
cosa cínica que voy a decirles y que es impactante es la siguiente: si ninguno
de nosotros volviera a actuar jamás, el mundo no se detendría. Si yo no
volviera a pisar un escenario o a hacer una película, muy bien, ¿a quién le
importa? Y ese es un gran sentimiento: saber que así es, que lo que será, será.
Hay un pensamiento que me ayuda mucho: “Hoy es el mañana por el que tanto me
preocupaba ayer”.
Vieja discusión es esa. El “actor vacío”, según infiere
Hopkins, no pretende sino divertirse, lo cual define al del bando opuesto como “actor
lleno” cuyo acento es sufrir. Este último requiere aclamación y, como los
artistas circenses, extrema la dificultad y destreza de su desempeño, al que da
una importancia suprema. El actor vacío, en cambio, resta toda importancia a lo
que hace y es indiferente a la aclamación; le da pena ver los esfuerzos del
actor lleno y admira a aquel actor “X” que siempre es él mismo —es decir al
actor que vende no un personaje sino una personalidad.
(Sin embargo, el hecho de que Eastwood es siempre Eastwood en sus películas,
¿realmente se compensa con el absurdo razonamiento de que él es Eastwood mejor
de lo que cualquier otro podría ser Eastwood, es decir que la excelencia
estriba en ser el mejor copista de uno mismo?)
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