DGD: Morfograma 75, 2019. |
El
desafío de re-enunciar las leyes de lo humano
El propio Darwin no concebía al término
“especie” como algo inmutable. Si la “civilización” puede definirse como un modo inventado por la
humanidad para protegerse de la “naturaleza primitiva”, resulta claro que la
carrera tecnológica ha remplazado a la “evolución” como la fuerza que optimiza
las posibilidades humanas de sobrevivir. Garantizadas estas posibilidades,
conjurados los riesgos a la supervivencia de la especie, ya no es el individuo
sino sus herramientas las que evolucionan —para seguir aplicando los términos
darwinianos. Y si la tecnología ha llegado al extremo de manipular la
información genética humana, resulta ya evidente que son las herramientas las
que han monopolizado a toda evolución, al grado de mantener al individuo en un
creciente estancamiento, es decir, sumido en el carácter de herramienta de la
herramienta. Es hora, pues, de que el ser humano diseñe y asuma, basado en la
ayuda mutua, su propio sistema evolutivo.
No todos los
teóricos son capaces de dar un viraje tan drástico como el psicólogo social
Alfie Kohn, cuya primera tesis era que “la competencia puede ser natural,
apropiada y saludable”, y que, luego de exhaustivos estudios, da marcha atrás y
concluye:
La competencia,
no importa la cantidad en la que se asuma, es siempre destructiva. No es
contraproducente “sólo” cuando se da en exceso; no es destructiva “sólo” cuando
la asumimos del modo equivocado: es destructiva por su propia naturaleza. El monto ideal de competencia —nótese
que no digo “conflicto”— en cualquier ambiente, un salón de clases, un lugar de
trabajo, la familia, un campo deportivo, es ninguno. No todas las cosas
que son malas en exceso resultan necesariamente buenas en moderación. No hay
competencia buena: sólo hay unas peores que otras. [No Contest: the Case Against Competition,
1986.]
Kohn encuentra dos variantes de competencia en
las sociedades occidentales: una es la “estructural”, que implica la obtención
de una meta en un enfrentamiento mutuamente exclusivo; éste se traduce en la
frase “yo gano sólo si tú pierdes”, que degenera en “yo gano sólo si logro
hacerte perder”. La propia estructura del “juego” (que con frecuencia toma otro
nombre: guerra) impele a un éxito que depende del fracaso del otro: la
humanidad se divide en ganadores y perdedores. Por su parte, la competencia
“intencional” no depende de la estructura sino del modo en que el Occidente
capitalista modela a las personalidades, generando en cada individuo la necesidad
de ser el “número uno”, el “mejor”; en esta variante, la humanidad se divide en
números uno y el “resto”. No se alcanzan metas por ellas mismas, sino por el
“éxito” que ello implica. Por ello el epíteto “perdedor” (loser) es tan
insultante en el habla cotidiana estadounidense.
De modo extraño,
en todas partes se habla de evolución, es decir de cambio, pero jamás se aplica
este último concepto a la teoría o paradigma que sostiene a tal evolución. Todo
se mueve menos las leyes que deparan y definen a ese movimiento. Es, una vez
más, la resistencia al cambio observada por Thomas S. Kuhn. Como irónicamente
comenta Paul Samuelson, “la teoría avanza de funeral en funeral”; es una forma
de criticar la básica maniobra de la mentalidad sucesivista, a través de la
cual la modernidad avanza quemando etapas: Copérnico “quema” a Ptolomeo
y el Renacimiento “deja atrás” a la Edad Media, del mismo modo en que se
sobreentiende que el individuo, para entrar a la juventud, debe antes “matar” a
su infancia. En ese panorama, no resulta sino “lógico” que los paradigmas se
nieguen a morir.
Para
la mentalidad evolucionista, los cambios de paradigma equivalen a un asesinato,
a un golpe de Estado que sustituye a un régimen por otro. En realidad, el único
cambio de paradigma a la medida humana sería la apertura del sucesivismo al
simultaneísmo, puesto que ello representa la convivencia: los paradigmas
coexisten y no se cancelan mutuamente sino se enriquecen. Se trata de lo que
exclama el tan ignorado símbolo de la menorah judía: en este candelabro
no hay que apagar una vela para encender otra, sino que todas ellas permanecen
encendidas al mismo tiempo. Qué gran cambio de mirada tanto en lo
colectivo (la modernidad no tiene que matar al pasado) como en lo individual
(la madurez no aniquila a la juventud). La gran enseñanza de la simultaneidad
estriba en un cambio del modo de preguntar; he aquí un ejemplo primigenio: no
inquirir cómo “fueron” la creación del universo y de la propia humanidad, sino
cómo son.[1]
Una Creación en marcha
El Zohar o Libro del Esplendor,
una de las bases de la cábala, propicia esa mirada ubicua; en la sección
llamada Vayigash se discute la creación del mundo según el versículo “El
Señor fundó la tierra con Sabiduría, y con Inteligencia estableció los cielos”
(Proverbios 3:19). En esa línea se subraya la palabra “estableció” (konen),
lo que significa un work in progress: “los cielos no fueron hechos de
una sola vez”, afirma el Zohar, “sino que continúan completándose día tras
día. Por eso dice el versículo: ‘los cielos no son puros a sus ojos’ (Job
15:15)”. He aquí la semilla para un radical cambio de paradigma: no la Creación
que sucedió “alguna vez” en un pretérito remoto, oscuro y ominoso, y cuyo
resultado no es sino una inercia monumental, una ciega precipitación que sólo
ha de terminar en la nada, sino una Creación todavía en marcha,
constante y sin interrupción.
En
el prefacio del vertiginoso y bien intencionado The Elegant Universe
(2000), Brian Greene, al describir los antecedentes de su tema, afirma que
Einstein no pudo alcanzar su sueño de una teoría unificada de los campos
porque, “en su día, ciertos rasgos esenciales de la materia y de las fuerzas de
la naturaleza eran desconocidos o, en su mejor caso, pobremente entendidos”. Al
igual que la inmensa cantidad de historiadores o enciclopedistas occidentales
que usan similares razonamientos, Greene sabe que este tipo de sentencias puede
volverse en su contra y que en el futuro podría decirse lo mismo acerca de sus propias
afirmaciones. Y sin embargo, qué placer se obtiene de estos artilugios
verbales, qué sensación de un privilegio compartido tanto por el escritor como
por su lector contemporáneo.
Se
trata de un privilegio real porque no está basado en apariencias sino en
hechos, no en ilusiones sino en verdades. Green no está
implicando que estamos ya en la meta (lo que calificaríamos como una mera
apariencia) sino que estamos más cerca del objetivo (algo que todos
aceptamos como un hecho). Tampoco está sugiriendo que nos hallamos en un tiempo
“completo” (lo que sería rechazado como una inaceptable ilusión) sino que
habitamos el tiempo menos incompleto de todos (algo que se recibe de
inmediato como una innegable verdad operativa).
*
Nota
[1] Esto era un principio para la
antigua filosofía estoica. El emperador-filósofo Marco Aurelio decía en sus Meditaciones (7.25): “Todo cuanto ves lo
cambiará ahora mismo la naturaleza que gobierna a todo y hará otras cosas a
partir de su sustancia y otras distintas de nuevo a partir de la sustancia de
éstas para que el universo esté siempre recién hecho”.
Libros citados
Kohn,
Alfie: No Contest: the Case Against
Competition, Houghton Mifflin, Boston, 1986.
Kuhn,
Thomas S.: The Structure of Scientific
Revolutions, University of Chicago Press, Chicago, 1965.
Samuelson,
Paul A.: The Collected Scientific Papers
of Paul Samuelson, 5 vols., The MIT Press, Cambridge, 1978-1986.
Greene, Brian: The Elegant
Universe: Superstrings, Hidden Dimensions, and the Quest for the Ultimate
Theory, Vintage Books, Vancouver (Washington), 2000.