martes, 26 de noviembre de 2019

El misterio de los cien monos (XXIV)

DGD: Morfograma 75, 2019.



El desafío de re-enunciar las leyes de lo humano

El propio Darwin no concebía al término “especie” como algo inmutable. Si la “civilización” puede definirse como un modo inventado por la humanidad para protegerse de la “naturaleza primitiva”, resulta claro que la carrera tecnológica ha remplazado a la “evolución” como la fuerza que optimiza las posibilidades humanas de sobrevivir. Garantizadas estas posibilidades, conjurados los riesgos a la supervivencia de la especie, ya no es el individuo sino sus herramientas las que evolucionan —para seguir aplicando los términos darwinianos. Y si la tecnología ha llegado al extremo de manipular la información genética humana, resulta ya evidente que son las herramientas las que han monopolizado a toda evolución, al grado de mantener al individuo en un creciente estancamiento, es decir, sumido en el carácter de herramienta de la herramienta. Es hora, pues, de que el ser humano diseñe y asuma, basado en la ayuda mutua, su propio sistema evolutivo.
          No todos los teóricos son capaces de dar un viraje tan drástico como el psicólogo social Alfie Kohn, cuya primera tesis era que “la competencia puede ser natural, apropiada y saludable”, y que, luego de exhaustivos estudios, da marcha atrás y concluye:

La competencia, no importa la cantidad en la que se asuma, es siempre destructiva. No es contraproducente “sólo” cuando se da en exceso; no es destructiva “sólo” cuando la asumimos del modo equivocado: es destructiva por su propia naturaleza. El monto ideal de competencia —nótese que no digo “conflicto”— en cualquier ambiente, un salón de clases, un lugar de trabajo, la familia, un campo deportivo, es ninguno. No todas las cosas que son malas en exceso resultan necesariamente buenas en moderación. No hay competencia buena: sólo hay unas peores que otras. [No Contest: the Case Against Competition, 1986.]

Kohn encuentra dos variantes de competencia en las sociedades occidentales: una es la “estructural”, que implica la obtención de una meta en un enfrentamiento mutuamente exclusivo; éste se traduce en la frase “yo gano sólo si tú pierdes”, que degenera en “yo gano sólo si logro hacerte perder”. La propia estructura del “juego” (que con frecuencia toma otro nombre: guerra) impele a un éxito que depende del fracaso del otro: la humanidad se divide en ganadores y perdedores. Por su parte, la competencia “intencional” no depende de la estructura sino del modo en que el Occidente capitalista modela a las personalidades, generando en cada individuo la necesidad de ser el “número uno”, el “mejor”; en esta variante, la humanidad se divide en números uno y el “resto”. No se alcanzan metas por ellas mismas, sino por el “éxito” que ello implica. Por ello el epíteto “perdedor” (loser) es tan insultante en el habla cotidiana estadounidense.
          De modo extraño, en todas partes se habla de evolución, es decir de cambio, pero jamás se aplica este último concepto a la teoría o paradigma que sostiene a tal evolución. Todo se mueve menos las leyes que deparan y definen a ese movimiento. Es, una vez más, la resistencia al cambio observada por Thomas S. Kuhn. Como irónicamente comenta Paul Samuelson, “la teoría avanza de funeral en funeral”; es una forma de criticar la básica maniobra de la mentalidad sucesivista, a través de la cual la modernidad avanza quemando etapas: Copérnico “quema” a Ptolomeo y el Renacimiento “deja atrás” a la Edad Media, del mismo modo en que se sobreentiende que el individuo, para entrar a la juventud, debe antes “matar” a su infancia. En ese panorama, no resulta sino “lógico” que los paradigmas se nieguen a morir.
          Para la mentalidad evolucionista, los cambios de paradigma equivalen a un asesinato, a un golpe de Estado que sustituye a un régimen por otro. En realidad, el único cambio de paradigma a la medida humana sería la apertura del sucesivismo al simultaneísmo, puesto que ello representa la convivencia: los paradigmas coexisten y no se cancelan mutuamente sino se enriquecen. Se trata de lo que exclama el tan ignorado símbolo de la menorah judía: en este candelabro no hay que apagar una vela para encender otra, sino que todas ellas permanecen encendidas al mismo tiempo. Qué gran cambio de mirada tanto en lo colectivo (la modernidad no tiene que matar al pasado) como en lo individual (la madurez no aniquila a la juventud). La gran enseñanza de la simultaneidad estriba en un cambio del modo de preguntar; he aquí un ejemplo primigenio: no inquirir cómo “fueron” la creación del universo y de la propia humanidad, sino cómo son.[1]


Una Creación en marcha

El Zohar o Libro del Esplendor, una de las bases de la cábala, propicia esa mirada ubicua; en la sección llamada Vayigash se discute la creación del mundo según el versículo “El Señor fundó la tierra con Sabiduría, y con Inteligencia estableció los cielos” (Proverbios 3:19). En esa línea se subraya la palabra “estableció” (konen), lo que significa un work in progress: “los cielos no fueron hechos de una sola vez”, afirma el Zohar, “sino que continúan completándose día tras día. Por eso dice el versículo: ‘los cielos no son puros a sus ojos’ (Job 15:15)”. He aquí la semilla para un radical cambio de paradigma: no la Creación que sucedió “alguna vez” en un pretérito remoto, oscuro y ominoso, y cuyo resultado no es sino una inercia monumental, una ciega precipitación que sólo ha de terminar en la nada, sino una Creación todavía en marcha, constante y sin interrupción.
          En el prefacio del vertiginoso y bien intencionado The Elegant Universe (2000), Brian Greene, al describir los antecedentes de su tema, afirma que Einstein no pudo alcanzar su sueño de una teoría unificada de los campos porque, “en su día, ciertos rasgos esenciales de la materia y de las fuerzas de la naturaleza eran desconocidos o, en su mejor caso, pobremente entendidos”. Al igual que la inmensa cantidad de historiadores o enciclopedistas occidentales que usan similares razonamientos, Greene sabe que este tipo de sentencias puede volverse en su contra y que en el futuro podría decirse lo mismo acerca de sus propias afirmaciones. Y sin embargo, qué placer se obtiene de estos artilugios verbales, qué sensación de un privilegio compartido tanto por el escritor como por su lector contemporáneo.
          Se trata de un privilegio real porque no está basado en apariencias sino en hechos, no en ilusiones sino en verdades. Green no está implicando que estamos ya en la meta (lo que calificaríamos como una mera apariencia) sino que estamos más cerca del objetivo (algo que todos aceptamos como un hecho). Tampoco está sugiriendo que nos hallamos en un tiempo “completo” (lo que sería rechazado como una inaceptable ilusión) sino que habitamos el tiempo menos incompleto de todos (algo que se recibe de inmediato como una innegable verdad operativa).

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Nota
[1] Esto era un principio para la antigua filosofía estoica. El emperador-filósofo Marco Aurelio decía en sus Meditaciones (7.25): “Todo cuanto ves lo cambiará ahora mismo la naturaleza que gobierna a todo y hará otras cosas a partir de su sustancia y otras distintas de nuevo a partir de la sustancia de éstas para que el universo esté siempre recién hecho”.


Libros citados
Kohn, Alfie: No Contest: the Case Against Competition, Houghton Mifflin, Boston, 1986.
Kuhn, Thomas S.: The Structure of Scientific Revolutions, University of Chicago Press, Chicago, 1965.
Samuelson, Paul A.: The Collected Scientific Papers of Paul Samuelson, 5 vols., The MIT Press, Cambridge, 1978-1986.
Greene, Brian: The Elegant Universe: Superstrings, Hidden Dimensions, and the Quest for the Ultimate Theory, Vintage Books, Vancouver (Washington), 2000.






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