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jueves, 5 de diciembre de 2019
El misterio de los cien monos (XXV)
La fe central de la modernidad
En el prefacio del vertiginoso y bien
intencionado The Elegant Universe (2000), Brian Greene, al describir los
antecedentes de su tema, afirma que Einstein no pudo alcanzar su sueño de una
teoría unificada de los campos porque, “en su día, ciertos rasgos esenciales de
la materia y de las fuerzas de la naturaleza eran desconocidos o, en su mejor
caso, pobremente entendidos”.
El
lenguaje más aparentemente inocuo y objetivo
porta toda una filosofía inferida. En la afirmación de Greene, la sola frase
“en su día” carga una avalancha de sobreentendidos que se concentran en una
sola máxima inferencia: la de que el vasto ayer, tanto más oscuro cuanto más
lejano, sólo existió como pretexto, como puente, como progenitor de este
hoy luminoso. La fugacidad del instante presente nos impide aceptar la
apariencia de que ya estamos en la meta y no nos deja aceptar la ilusión de una
total completud, y solamente por ello las calificamos como apariencia e
ilusión. Sin embargo, a la vez reconocemos un “hecho”: no sólo estamos más
cerca de la meta sino más cerca que nunca; también aceptamos una
“verdad”: nos hallamos no solamente en un tiempo menos incompleto sino en la
inminencia misma de la completud. El avance, el desarrollo, la evolución, la
razón misma se basan en ese tipo de verdades
innegables.
Esa
es la fe central de la modernidad (de toda modernidad): los siglos primitivos
que la anteceden no han sido en vano porque dieron paso a la actual depuración.
Si ésta no es absoluta, si el hombre moderno no está del todo completo, es
debido a un único motivo: ya no tendría sentido el seguir adelante (el
individuo no podría heredar una dirección al mundo de sus hijos). Sólo
por esto aceptamos el “no del todo” y nos resignamos a no haber alcanzado la
meta. Toda modernidad vive en la inminencia eterna porque si no hubiera un
avance siempre acelerado, una búsqueda constantemente ávida e insatisfecha, un
propósito postergado sin fin, todo sería abominablemente en vano.
Nosotros
(el hombre moderno) heredamos del evolucionismo un esencial
sobreentendido: la gran quimera de que justificamos los horrores del pasado con
nuestra sola presencia, porque todo el pretérito no fue sino una preparación
para nuestra llegada, una vasta serie de tentaleos (torpes los inmediatos,
primitivos los mediatos y bestiales los más lejanos), una larga etapa
experimental que culmina en el presente como la máxima depuración hasta el
momento. De ahí el hondo placer de sabernos “en nuestro día” más cerca que
Einstein en el suyo, de haber superado la tiniebla que rodeó a los días
de Galileo, de haber evolucionado desde la aberrante animalidad de los primeros
antropoides.
De
ahí el desagrado que sentimos al imaginar que mañana alguien podría referirse a
nosotros (precisamente a nosotros) como aquellos que “desconocían o, en
su mejor caso, entendían pobremente”. Pero nada tan intolerable como la
horrenda sensación de vacío, de inutilidad, de sinsentido que nos provoca todo
lo que niega o simplemente cuestiona a la base misma de la sucesividad. Hay sin
duda una verdad en lo que dice el autor de The Elegant Universe, mas es
eso precisamente, “una” y no “la”. Green transmite una verdad a medias exhibida
como total (mecánica tan frecuente que abarca a todas las áreas de Occidente);
es la veracidad de lo sucesivo que se construye por medio de acallar todo
rastro de la veracidad complementaria: la de lo simultáneo.
La
forma en que comúnmente se contempla a la noción de cambio consta en
todas partes. Un ejemplo rotundo se halla en este párrafo extraído de la Merriam-Webster’s
Encyclopedia of Literature (1995) referido al Medievo: “El más noble estilo
arquitectónico era el gótico, pero con el tiempo la arquitectura medieval
perdió el poder para resistir las innovaciones. Esta pérdida de vitalidad fue
el resultado de la declinación espiritual de la cristiandad durante el
Renacimiento materialista”. El cambio, pues, es sobreentendido como declinación
y debilitamiento; al mismo tiempo, se infiere la plenitud o vitalidad como
“poder para resistir las innovaciones”. Ahí se encuentra el esencial soporte de
la modernidad sucesivista: estar vivo no es otra cosa que resistirse a la
muerte. Esta última equivale al cambio ulterior, y de ahí que toda
transformación se bañe de tanatismo, tanto más aterrador cuanto mayores sean
los alcances de lo nuevo. La resistencia al cambio es tan “natural” como el
rechazo a la desaparición.
A
la modernidad no podría importarle menos el ir hacia alguna parte concreta: lo
básico es el puro acto de “ir”, de seguir adelante, de avanzar, de progresar;
ahí radica todo el sentido necesario, puesto que a mayor barullo y
precipitación, mayor vitalidad (es decir, mayor resistencia a la muerte). Lo
inmóvil y lo callado se identifican con el sepulcro, e incluso se contemplan
como signos de decadencia los actos de detenerse, de andar pausado, de
reflexionar. La ciencia divulga un universo hirviente, nos estremece con la
imagen de las partículas subatómicas sumidas en un vértigo interminable,
mientras que de la religión sólo tenemos imágenes de cenotafios, de mausoleos,
de silenciosas catedrales en cuyas atmósferas estancadas nada parece moverse ni
cambiar (por eso se habla de “retiro espiritual”: hay que aislarse de la vida
cotidiana, que no guarda lugar para el espíritu). De ahí que modernidad y
ciencia sean casi sinónimos, y de ahí también la paradoja de que la ciencia,
que parecería el terreno idóneo para los cambios, sea en realidad tan renuente
a ellos como la religión.
*
Libro citado
Greene, Brian: The Elegant
Universe: Superstrings, Hidden Dimensions, and the Quest for the Ultimate
Theory, Vintage Books, Vancouver (Washington), 2000.
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