lunes, 6 de enero de 2025

Reunión (14). La mirada, 1

 

DGD: Postales, 2021-2024.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Reunión (14). La mirada, 1

 

[En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot explica la diferencia simbólica entre ojo y mirada: ésta equivale a adquisición del conocimiento (ver es conocer), pero los ojos son protección; si el rostro corresponde a la muralla de la ciudad interior, los ojos (ver es vigilar) representan faros erigidos sobre la muralla para iluminar la oscuridad exterior. De ahí la fuerza de aquel célebre poema de Antonio Machado: los ojos no son ojos porque los veamos, sino porque nos ven. Sé que la otra persona me ve, lo que significa que lanza hacia mí rayos de luz indagadora de la que me protejo ofreciéndole fachadas, apariencias, máscaras (no tanto lo que quiero como lo que no quiero que mire en mí), y en ella percibo otras fachadas, otras apariencias y otras máscaras, pero lo que todas éstas forman no es una puerta a abrir sino la frontera que me separa de esa persona. Los ojos pintan constantemente la línea del no-pasarás: el límite de mi propia percepción sobre el otro. Desconozco por completo lo que sucede en el interior de los ojos de X. Adivino su interioridad a partir de un cúmulo de signos que emite, de símbolos que irradia, de señales que envía; adivino a los otros siempre de modo indirecto, precario y cambiante. Cuando X me ve —sea un pariente cercano o el extraño que me pide la hora en la calle—, su mirada me convierte automáticamente en el mundo; lo mismo hago yo cuando veo a X: no percibo a esta persona en sí misma sino insertada en todo aquello que está fuera de mí (la veo fundida con sus cosas, disuelta en su entorno, una parte de todo lo que para mí es lo exterior). Los individuos se ven de muralla a muralla en la ciudad exterior; ésta es multitudinaria y vertiginosa, pero se halla formada por ciudades interiores solitarias y aisladas, cada una custodiada por murallas cuya dureza e impenetrabilidad va en la medida de su vulnerabilidad. Pese a todo, los ojos, tradicionalmente definidos como ventanas del alma, realizan —dice Maurice Merleau-Ponty— un prodigio: el de abrir el alma (individual) al Espíritu (cósmico). El ojo fortifica y separa —sin duda por influjo social—, pero milagrosamente a la vez abre y comunica, y aquí es en donde comienza lo significativo, en donde suceden las verdaderas cosas, en donde esperan el origen y el sentido. Y asimismo ahí aguarda la trascendencia del tiempo lineal. De ahí que Valéry recomienda al artista no llevar a la obra lo que ve, sino lo que verá. Si las personas ven lo que quieren ver (la suma increíblemente compleja de lo que cada quien adivina o inventa en su mundo), el pintor o el escritor se entrenan para ver no lo que desean sino lo que los hace desear. (DGD)]

 


 


 


 


 


 


 

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jueves, 26 de diciembre de 2024

Lao-Tsé: la paradoja flexible

 

DGD: Postales, 2020-2024.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Lao-Tsé: la paradoja flexible

 

 

[La deducción más realista de los historiadores acerca del origen del Tao Te King (o Daodejing, Libro de la Vía y de la Virtud) es a la vez la más imaginativa: hacia el año 300 a.C. un sabio chino lo habría compilado y divulgado atribuyendo su autoría al ya entonces legendario Lao-Tsé. Anonimato y leyenda se funden en ese libro sagrado y a la vez legendario —características no siempre simultáneas— que, como todos los textos fundamentales, no tiene origen y parece haber sido escrito desde y para siempre. El Tao Te King tuvo una considerable influencia en el pensamiento y la cultura orientales; no fue menor, sin embargo, la influencia que ejerció en Occidente. Acaso no se equivoca quien sugiere que el Tao Te King introdujo en la cultura occidental el verdadero uso profundo de la paradoja. Pese a las señeras aportaciones de los presocráticos, de Zenón de Elea, de los estoicos, de Hesíodo, Occidente asume a la paradoja como una mera manifestación de la dialéctica, es decir, de la confrontación de opuestos, la guerra de polos diametralmente separados que combaten eternamente con el único fin de destruirse uno al otro: la mentalidad occidental sólo puede reconocer a lo alto si lo contrapone a lo bajo; al fuego con el agua; a lo negro con lo blanco. En cambio, en el Tao Te King el paradigma no es la guerra sino la revelación: lo alto se remonta aún más en lo bajo; el fuego quema porque es agua; el negro aprende lo oscuro en el blanco.

   De cuando en cuando el hombre occidental intuye que la razón y la lógica distan de ser herramientas suficientes para entender el mundo; su experiencia individual sabe que es absolutamente cierto, por ejemplo, lo que le dicen los poetas respecto al tiempo: que los años son cortos pero las horas largas. La ciencia le explica esto aduciendo el tiempo subjetivo, pero ello no basta para tranquilizarlo: ¿cómo es posible —se pregunta— que existan verdades como esa, que él comprueba a cada instante y que contradicen al aparato racional en el que todo descansa? Su respuesta personal es evitar la paradoja, y cuando no le queda otro remedio que enfrentarla, hacerlo de modo marginal, un tanto estupefacto y en todo caso como un hecho “curioso”, sin ir más allá. El ir más allá exigiría una flexibilidad que es lo primero que Occidente extirpa del individuo. Uno de los grandes poetas del séptimo arte, Andrei Tarkovski, apreciaba profundamente unas líneas del Tao Te King: “La dureza y la fuerza son compañeras de la muerte. La flexibilidad y la suavidad son la encarnación de la vida”. Flexible es acaso el adjetivo preciso para hablar de este libro y su forma de percepción.

   Ejemplo magno de la paradoja flexible es el wu wei de Lao-Tsé, traducido como “no hacer nada”, o “hacer en el no-hacer”, o “hacer no haciendo”, y que se contiene de modo transparente en el modo en que define sin definir al Tao (Dao), el Camino, la Vía (en una de las sentencias más profundas y admirables que ha emitido la sabiduría humana): “El Tao, sin hacer nada, no deja nada sin hacer”. Aquí la paradoja se contiene en sí misma como una serie de muñecas rusas: la nada hace, el sabio hace la nada, el camino anda más rápidamente que el caminante porque no se mueve y al no moverse no deja nada sin mover.

   Nadie como Antonio Porchia ha sabido asumir esa postura: “Sí, el hacer hace. Lo hecho es obra del hacer. Pero lo hecho hace, es el mismo hacer. El hacer no hace nada”. O bien: “Quien hace lo que hace como sabiendo hacer lo que hace, no hace consigo lo que hace, y no es suyo lo que hace”. En el clímax: “El no saber hacer supo hacer a Dios”. Y sobre todo: “Como me hice, no volvería a hacerme. Tal vez volvería a hacerme como me deshago”.

   Las leyendas y mitos posteriores integraron a Lao-Tsé en la religión china, convertido en una deidad principal del taoísmo que revelaba los textos sagrados a la humanidad; algunas versiones sostienen incluso que tras salir de China, Lao-Tsé se convirtió en Buda. Negarlo —o incluso dudar de ello— sería faltar a la flexibilidad de este insigne maestro de la paradoja. (DGD)]

 


 


 


 


 


 


 

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