sábado, 6 de junio de 2009

Buñuel: una escala en la percepción humana

DGD: Figura 14, 2001
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Hacia el final de La Vía Láctea (1968) de Luis Buñuel, Cristo —personificado por Bernard Verley— reintegra la vista a dos mendigos ciegos de nacimiento. Éstos, maravillados, agradecen el don que aparentemente comienzan a disfrutar; sin embargo, uno de ellos se distrae y, a pesar de su “curación”, dice: “Acaba de pasar un pájaro; lo reconocí por el ruido de las alas”. Refiriéndose a esta secuencia (inspirada en el Evangelio de San Marcos, 5:43 y 9:27-31), Buñuel especula: “Puede haber visto realmente pasar al pájaro, pero si antes no veía, ¿cómo sabe que es un pájaro? Por el ruido de las alas”.[1]
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Cuando los mendigos siguen a Cristo y los apóstoles, de todas maneras caminan guiándose por el tentaleo de sus bastones, como si no vieran. La cámara sigue sus pies: el seco lecho de un riachuelo los detiene. Con movimientos trémulos, los bastones palpan esa irregularidad del terreno: los hombres se hallan incapacitados para codificarla por medio de la visión. Un mendigo consigue pasar a tropezones, casi por casualidad; el otro —continúa Buñuel— “tal vez sigue estando ciego, pero no quiere desilusionar a Cristo. Lo más probable, sin embargo, es que todavía tiene reflejos de ciego y no se acostumbra a su nueva situación. Además no sabe, visualmente, cómo es un hoyo o una zanja”.
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Sin requerir la intervención del raciocinio demarcador, el episodio final de La Vía Láctea alude a una de las más arduas controversias en la historia de la filosofía: el proceso por medio del cual la experiencia de los sentidos, la interrelación de sus respectivas informaciones, se convierte en conocimiento de la realidad. ¿Permanecerían intactas las más asentadas certezas, las más “evidentes” versiones del mundo si el hombre accediera a un nuevo sentido?
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Salvador Elizondo menciona una carta escrita por el físico y filósofo dublinés William Molyneux (1656-1698) en que se plantea el álgido interrogante: “Supongamos un hombre nacido ciego y llegado a la edad adulta, que por el tacto ha aprendido a distinguir entre un cubo y una esfera hechos del mismo metal. Supongamos luego que el cubo y la esfera se colocan sobre una mesa y que al ciego se le da la vista; la pregunta entonces es la siguiente: ¿podría este hombre únicamente por la vista, antes de tocar los objetos, distinguir cuál es la esfera y cuál es el cubo? [...] El agudo y juicioso demandante contesta que no, pues aunque ha obtenido la experiencia de cómo la esfera y el cubo afectan su tacto, no así por lo que respecta a la visión recién adquirida”.[2]
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La Vía Láctea reúne todas sus descolocaciones en un supremo instante: el ciego “curado” ve la zanja pero no la mira. El nuevo sentido es incomprensible. Poco antes y apenas recibido el misterioso don, este hombre se ha vuelto hacia el Mesías para preguntar con un cierto tono de reproche: “Hijo de David, enséñame dónde está el color blanco, dónde el negro”. Por toda respuesta, Cristo ha sonreído y reanudado su sermón al tiempo que prosigue la marcha y atraviesa la zanja que durante un momento crucial detendrá al mendigo cuya exigencia es saber. La súbita visión es un misterio desbordante: el depositario del milagro sigue siendo ciego y quizá lo es ahora por partida doble.
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Lo que este mendigo pide a Cristo es que le ofrezca la compleja educación perceptual que la sociedad da a los niños en sus primeros años: “así se ve el blanco”, “este es el sonido de la lluvia”, “así huele una rosa”, “de este modo sabe una manzana”, “esta es la aspereza de una roca”, etcétera. La clave está en la liga establecida entre los conceptos y las sensaciones. No parecen faltar motivos a este hombre para su desconcierto: ¿por qué el milagro no implica la cesión del código para entenderlo? La sonrisa del Mesías acaso lo insta a encontrar por sí mismo las nuevas relaciones entre lo verbal y lo sensorial. Un nuevo sentido ha cambiado de golpe todas las anteriores definiciones convencionales (todos los así es).
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Plasmando el enigma sin violentarlo, Buñuel toca uno de los más oscuros territorios de la experiencia humana. Parábola sin exégesis, adivinanza exacta y abierta, numerosas zanjas habrá en su obra colocadas entre sujeto y objeto, entre el deseo y su realización, entre el fruto y los labios. Si el sistema perceptual del mendigo paralizado ante el obstáculo ulterior se conmociona ante un quinto umbral impredecible, ¿los cinco sentidos de un hombre “normal” sufrirán idéntico impacto al dar un paso más en la escala? Y esta apertura, ¿puede ser considerada no tanto el advenimiento de un sexto sentido como los ya existentes liberándose?
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El individuo que intuye en su percepción de la realidad un estorbo creado por el andamiaje racional, ¿será derrotado por el ensanchamiento de la conciencia? Fiel a sí mismo, Buñuel no responde. Sin embargo, la escena que selecciona es, como siempre, exacta en su ambigüedad: luego de una tensa vacilación, el mendigo de La Vía Láctea supera el obstáculo y continúa caminando. La cámara no lo sigue y permanece fija en la imagen de la zanja. Sobre este plano, el último de la película, desfilan los créditos finales.
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El espectador ya no sabe “a ciencia cierta” qué sucede en seguida, pero sí tiene una certeza: a esos hombres ya no les bastará con cerrar los ojos para huir del nuevo sentido y sus horizontes. Esa adquisición actúa de forma retroactiva en cada uno sobre sus cuatro sentidos anteriores que falsamente parecían un todo. El ciego ya ve y continúa ciego, y exige saber; pese a que en apariencia lo tiene todo en contra y por ello se aferra a su antiguo mundo táctil, logra pasar la zanja y sigue adelante, dueño de su libertad.
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De un modo muy curioso, cierto pensamiento herético define el episodio bíblico en que se basa el final de La Vía Láctea como “el falso milagro de Cristo”: según esa versión, no hubo tal milagro y los mendigos nunca dejaron de estar ciegos. Ante La Vía Láctea, algún sector ilustrado de la crítica afirma que Buñuel, al recoger este episodio, coloca el acento en esa sospecha de un “falso milagro”; la prueba exhibida por estos críticos es justamente la actitud esquiva que Cristo mantiene durante la secuencia, como si intentara ocultar a los evangelistas presentes el fracaso en su propósito de devolver la vista a los mendigos. Mas antes de reducir las “intenciones” del cineasta a un pueril esfuerzo por demostrar que hubo o no un milagro, conviene confrontar el final de La Vía Láctea con unas líneas escritas en 1782 por el Marqués de Sade bajo el título “Pensée”:
¡Qué despreciables serán nuestras leyes, nuestras virtudes, nuestros vicios, nuestras deidades, a los ojos de una sociedad cuyos miembros tengan dos o tres sentidos más que nosotros, y una sensibilidad que duplique la nuestra! ¿Por qué? Porque esta sociedad sería más perfecta, más cercana a la naturaleza. De ahí que el más perfecto ser que podamos concebir diste enormemente de nuestras convenciones: este ser las encontrará completamente despreciables, del mismo modo en que nosotros calificamos las convenciones procedentes de sociedades inferiores a la nuestra.
En la ambigüedad que Buñuel afirma poseer de modo consustancial puede también asumirse literalmente la metáfora del final de La Vía Láctea: el arribo de un nuevo sentido no haría que el hombre viera a Dios sino que se viese a sí mismo inmerso en el misterio integral.
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Quizá las versiones heréticas sobre el “falso milagro de Cristo” tienen en este específico caso una función extra-religiosa: negar que exista una escala en la percepción humana y, sobre todo, negar la posibilidad del salto hacia un punto superior. Los mendigos deben continuar ciegos para que continúe ciega toda lectura simbólica, toda apertura de la conciencia. Porque en La Vía Láctea acaso no interesa a Buñuel demostrar si hubo o no milagro sino intuir que éste sea posible.
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El considerar esa mera posibilidad encierra una carga subversiva de una magnitud insospechada, y tanto, que pasó casi desapercibida en el estreno de La Vía Láctea y en su posteridad crítica. Incluso no la notó un autor tan contestatario e inconforme como Julio Cortázar —gran amigo de Buñuel—; aun el autor de Rayuela, tan abierto a las posibilidades inauditas, rechazó la película en bloque con alguna iracundia (divertido, Buñuel narra en sus memorias el comentario que hizo Cortázar, según el cual La Vía Láctea parecía “pagada por el Vaticano”). A lo largo de su obra, Buñuel nunca “demuestra”: le basta con exponer, a través de su insobornable respeto al misterio. En modo alguno resulta gratuito que consagre ni más ni menos que el desenlace de esta cinta —que es una colección de herejías contempladas con ironía surrealista— a esa escena de los Evangelios. Sería pueril que hubiera decidido cerrar el filme con una simple demostración de un “falso milagro” de Cristo; si elige el episodio de los dos ciegos para enfatizarlo como corolario del filme entero, es por un motivo más intenso y más profundo.
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Las implicaciones de la última secuencia de La Vía Láctea se disparan en todas direcciones y en todos los territorios; si, por ejemplo, uno quiere mantenerse en el terreno teológico, Buñuel sugiere lo que bien podría ser leído metafóricamente como una enseñanza cifrada por el Mesías, un mensaje en código que él deja también apenas sugerido (pero de modo igualmente enfático): la posibilidad de que existe una escala en la percepción humana. Por qué la Iglesia está implícitamente en contra de esa idea (herejía de herejías) se explica por el dogma según el cual Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, de donde se desprende otro dogma: no hay “más” que los cinco sentidos. Atribuyendo una pentasensorialidad a Dios (o bien implicando que la percepción del Ser Supremo “se traduce” en los cinco sentidos de la criatura humana), el dogma infiere que las criaturas perciben el universo tal como éste “es”. Buñuel, gran lector de Sade y primordial surrealista, concluye La Vía Láctea con una de las posibilidades más subversivas de la historia del cine (y de la cultura entera): la sospecha de que los cinco sentidos son apenas el principio de una escala acaso interminable.
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Notas
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[1] Luis Buñuel entrevistado por José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, en Prohibido asomarse al interior, Joaquín Mortiz/Planeta, México, 1986.
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[2] Salvador Elizondo: “El problema de Molyneux”, en Contextos, SEP/Setentas, México, 1973. Este ensayo menciona el volumen Eye and Brain: The Psychology of Seeing (1966), en donde Richard L. Gregory registra desde el año 1020 unos sesenta casos de adquisición de la vista en ciegos de nacimiento y afirma que en la mayoría de los casos esta vivencia exige una readaptación perceptual tan desmedida que muchos de estos individuos caen en la demencia o en el suicidio. (Cf. la edición actualizada: Princeton University Press —Princeton Science Library—, Princeton, 1997.)
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[Fragmento de Luis Buñuel: la trama soñada, Cineteca Nacional, col. Ensayos, México, 1993. Edición agotada.]
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