martes, 31 de marzo de 2009

Antonio Porchia: “Un hombre solo es mucho para un hombre solo”

DGD: Figura 1, 2001
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1. Un esbozo biográfico de Antonio Porchia
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Antonio Porchia nació el 13 de noviembre de 1885 en el pueblo de Conflenti (Catanzaro), en la Calabria italiana; su niñez y principio de la adolescencia transcurrieron en Avellino (en la Campania). El padre, Francisco Porchia, muere hacia 1900 y Antonio asume el rol paterno, abandona los estudios y comienza a trabajar duramente. Más tarde la madre, Rosa Vescio, decide emigrar a la Argentina con seis de sus siete hijos; la familia arriba a Buenos Aires en octubre de 1906 y Porchia, que a los pocos días de su arribo ha de cumplir los 21 años de edad, se dedica a diversos oficios manuales (tejedor de cestas, apuntador en el puerto). Hacia 1918, Antonio y su hermano Nicolás compran una imprenta en la calle Bolívar, en donde el primero se dedica a los más humildes desempeños.
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En 1936, cuando ya sus hermanos se valen por sí mismos y han establecido respectivas familias, Antonio deja la imprenta y compra una casa en la calle San Isidro del barrio de Saavedra. Con el tiempo ha hecho amistad con los militantes de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) en el barrio de La Boca y ellos lo invitan a colaborar en una publicación de izquierda llamada La Fragua (ca. 1939). Porchia les ofrece algunos de esos fragmentos o sentencias que caracterizan su conversación cotidiana y que ha decidido llamar voces.
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También se relaciona con un grupo de pintores y escultores anarquistas que han formado la “Agrupación de Gente de Arte y Letras Impulso”. Varios de ellos lo instan a publicar en libro esas voces que a cada tanto escribe en modestas hojas de papel. Porchia, que tiene entonces 58 años de edad, acepta y costea el volumen. La edición de Voces (1943) pasa casi desapercibida. Los paquetes que contienen estos ejemplares quedan acumulados durante meses en la sede de Impulso y Porchia, que no se asume como escritor y está lejano a todas las usanzas de la vida socio-literaria, decide donar el tiraje completo a la Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares, que coordina numerosos centros bibliotecarios diseminados por la Argentina.
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En 1948 Porchia costea una segunda edición de autor, también bajo el sello de Impulso y con el material que ha ido acumulando en esos cinco años. Un ejemplar de la primera edición llega a manos del poeta y crítico francés Roger Caillois, que se encuentra en la Argentina trabajando para la UNESCO y en la redacción de la prestigiosa revista Sur. Asombrado, Caillois busca a Porchia y le dice: “Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito”.
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De vuelta en Francia, Caillois traduce las voces y las hace publicar en revistas parisinas y luego en una plaqueta (1949). La lectura de esta traducción despierta la admiración de Henry Miller (que incluye a Porchia entre los cien libros de una biblioteca ideal), y lleva a André Breton a exclamar: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino”.
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A principio de los años cincuenta sobreviene la estrechez económica y Porchia vende su casa de San Isidro y ocupa otra en la calle Malaver del barrio de Olivos, en la que vivirá en solitario por el resto de su existencia. La resonancia de su obra continúa en Europa, en donde se suceden más traducciones al francés, al alemán y al italiano. (En Estados Unidos, el poeta W.S. Merwin vertirá al inglés y prologará su propia selección de voces en 1969.)
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En Argentina, la editorial Sudamericana se percata de estas admiraciones y en 1956 le ofrece publicar Voces; para esta publicación masiva, Porchia hace una rigurosa selección de todas las voces publicadas en las dos ediciones de autor, y decide excluir casi la mitad; a la vez, agrega un conjunto de Voces nuevas. Esta será la edición “oficial”, marcada así por el propio Porchia a través de su dedicatoria a Roger Caillois. Se irá imprimiendo y agotando regularmente, lo mismo que las ediciones de Francisco A. Colombo en 1964 y Hachette en 1966.
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Se presentan otros tipos de resonancia: la visita de jóvenes poetas (entre ellos Roberto Juarroz), la grabación de la voz de Porchia en disco, nuevas re-ediciones de Hachette. En 1967 Antonio Porchia sufre una caída desde una escalera; aunque se recupera, el golpe en la cabeza le produce complicaciones. Es operado de un coágulo cerebral y se restablece por un tiempo, pero experimenta un deterioro y muere el 9 de noviembre de 1968, a cuatro días de cumplir 83 años.
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2. Antonio Porchia: “Un hombre solo es mucho para un hombre solo”
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Quienes comparan a Antonio Porchia con Lao Tse, Pascal, Nietzsche, Jouhandeau, Kafka, Blake, La Rochefoucault o Lichtenberg se equivocan más que quienes lo ven cercano a figuras como la de don Juan Matus.[1] Porque aun en este último caso hay un cierto “error”: don Juan pertenece a una corriente ancestral, a una cultura secreta (la de los brujos, la de los hombres de conocimiento), mientras que Porchia es, de modo casi inaudito, sui generis. El conocimiento de don Juan es una tradición y por tanto puede heredarse, al menos en teoría: aunque la iniciación sea prácticamente imposible, existe la vía. En cambio, Porchia, como bien supo ver José Pugliese, no tiene herederos.[2] Don Juan puede heredar a otros porque él mismo heredó: tuvo maestros, iniciadores. Porchia no recibió una herencia sino fue una herencia, sólo recibida por sí mismo. No hay iniciación ni vía, y el propio Porchia lo especificó:
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He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro.
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El poeta Roberto Juarroz, uno de los pocos interlocutores de Porchia que supo reconocer con quién estaba hablando, expresó esa extrañeza con toda precisión: “Era un ser que del mismo modo en que estaba aquí podría haber estado en otro universo”.[3] En efecto, Antonio Porchia no parece realmente “haber vivido en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX”, sino adaptarse a un entorno y a un tiempo fortuitos, que bien podrían ser cualesquiera otros. Porchia no lo oculta:
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Quien no habita solamente en esta tierra, no necesita mucho de esta tierra.
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De ahí esa soledad irrepetible, que ni siquiera ha conocido el ser más aislado, desprotegido o exiliado (Porchia sabía que Un hombre solo es mucho para un hombre solo); de ahí también que otra poeta, Alejandra Pizarnik, le escribiera en una carta: “Su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo”.[4] En esas páginas, Pizarnik leyó esta voz:
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Mi soledad, a veces creo que la hace lo que no existe, no lo que me falta. Y tal vez mi soledad no existe y yo la vivo de más.
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Era el testimonio de algo que apenas puede denominarse soledad, puesto que para llamarla de esa manera hay que establecer la relación dialéctica “solo/no solo”, y la soledad de Porchia no puede medirse comparándola o contraponiéndola con la no-soledad. Cómo negar la intuición de que, de haber sido posible el encuentro de Porchia con otras grandes poetas solitarias como Emily Dickinson, Sylvia Plath, Christina Rossetti, Virginia Woolf o Alfonsina Storni, ellas habrían llegado a la misma conclusión que Pizarnik: el libro más profundamente solo que se ha escrito.

Porchia rompió toda dicotomía, toda dialéctica, toda lucha de contrarios (Ahora somos nadie y yo. Y ahora no me siento estar solo. Ahora podría creer que sólo nadie es alguien), y mostró que hay profundidad sin superficialidad y, también, que existe algo aún más solo que la soledad: la tradición de uno, la infinita otredad. Y es aquí en donde se nota que no hay paradojas más profundas que las que surgen en la profundidad pura. Porque estando tan inconcebiblemente solo, Porchia se hundió en las raíces mismas de la humanidad como conjunto, como experiencia y como referente. Dicho en forma directa: nadie ha sido tan humano como Antonio Porchia. De ahí su insoportable extrañeza:

No creo en las excepciones. Porque creo que de uno solo no hay nada. Ni la soledad.
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Cuántos fueron los intelectuales, filósofos, analistas, que retrocedieron desconcertados (y hasta personalmente injuriados) cuando se encontraron con que Porchia no sólo carecía de soportes académicos o universitarios, sino que manifestaba una indiferencia hacia la “cultura”. No contaba con “grados”, “aprendizajes” o “méritos” y había logrado lo que casi ningún hombre de letras consideraba posible (si alguno de ellos había llegado a plantearse esa posibilidad). Los mejor intencionados trataron de disculparlo con motes como “más sabio que culto”; los demás vieron una especie de fenómeno que por mero azar había encontrado un atajo para llegar a la sabiduría, y que ignoraba qué hacer con ella. Es decir que, hijos de la dialéctica, separaron al hombre de la obra: en la medida en que ésta era desconcertante, aquél fue vuelto previsible, por “compensación”.
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Justamente el carecer de una infraestructura “cultural” imanta a Porchia de elementos de cultura popular: se le llama “jardinero”, se le hace oír tangos, se subrayan las anécdotas con tintes de folletín o de novela rosa, se le prefabrica una imagen entre abuelo excéntrico y solterón amargado. Pero el autor de Voces lo había previsto todo, incluso esa imagen, y a ella respondió:
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¿Lo nada o lo como nada? Lo nada. Porque lo nada me da soledad y lo como nada no me da nada. Ni soledad.
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Qué insulto para la kultur es Antonio Porchia, y lo es incluso para las vanguardias, que si por un lado exaltan la ignorancia y los “estados primitivos”, por otro hacen lo mismo que las ortodoxias: presuponer que lo primigenio sólo puede ser valorado desde la erudición.
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Quienes como Roger Caillois tuvieron la humildad de decir que cambiarían toda su obra por haber escrito Voces, tienen a la vez la soberbia de desear haber escrito ese libro sin cambiar toda su vida. (Una de las voces que Porchia nunca quiso reeditar parece aludir directamente a esto: Fulano quisiera ser zutano, sin dejar de ser fulano.) Incluso Henry Miller, que rehuía los riesgos de la exquisitez cultural y los limbos de la academe, y que incluyó a Voces entre los libros de una biblioteca ideal, no pudo solidarizarse del todo con la soledad de un hombre que sólo recurría a la lectura de dos libros: La divina comedia y La Jerusalén liberada.
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Ante todo esto, Porchia callaba. Sabía que los demás no podrían verlo incluso aplicándole los pocos referentes que tenían a la mano para ello: el instructor no instruido, el santo laico, el profeta sin profecía, el iluminado sin iniciación ni escuela. Y callaba. Mas su forma de callar fue precisamente esa obra que sigue sin referentes y que, indesligable del autor, es la más sola que ha aparecido en el mundo. Sin embargo, más que nunca es necesario darse cuenta de que se trata de una soledad cósmica:
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El árbol está solo, la nube está sola. Todo está solo cuando yo estoy solo.
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Este es el único referente útil. Porque si se llama a esa obra “la más alta”, “la más profunda”, “la más insólita”, saltarán (y no sin razón) aquellos que defienden el vasto legado de tantos pensadores y artistas, esa herencia que bien podría situarse en las coordenadas de lo más esencial creado por la humanidad. Sólo un calificativo será aceptado: la obra más sola. Que así sea: ese epíteto es verdadero y, en tanto no genera discusiones de jerarquía, permite al menos no perder el tiempo en circunloquios. Pero si se acepta la frase “la obra más sola”, no se use como otra etiqueta más, no se vuelva “imagen común”, pretexto de olvido (porque a nadie le gusta escarbar solo en la soledad), y llévese hasta las últimas consecuencias. La obra de Porchia es la consecuencia última. Séase así justo, al menos de esa forma, con lo que Antonio Porchia mostró no por ráfagas sino de modo insobornable, doloroso y sostenido.
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Notas
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[1] Carlos Castaneda: The Teachings of Don Juan (A Yaqui Way of Knowledge), The University of California Press, Los Ángeles, 1968. [Las enseñanzas de Don Juan. Una forma yaqui de conocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.]
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[2] José Pugliese: “La obra de Antonio Porchia no admite herederos”, en Crisis, n. 37, Buenos Aires, mayo de 1976.
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[3] Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo: La fidelidad al relámpago (Conversaciones con Roberto Juarroz), Ediciones Sin Nombre / Juan Pablos Editor (col. Los Libros del Arquero), México, 1998.
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[4] Ivonne Bordelois: Correspondencia Pizarnik, Seix Barral, Buenos Aires, 1998.
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[Introducción a Antonio Porchia: cuaderno de lectura, en preparación.]
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3 comentarios:

edegortari dijo...

Porchia es de esoso extraños casos de hombres que escribne muy poco pero de forma genial, inaudita. Escribir así tiene que ser de otro mundo, definitivamente. Buen blog. Saludos.

Daniel González Dueñas dijo...

Sin duda: otro mundo que es, asombrosamente, también este mundo. El mismo Porchia lo prefiguró: "Cuando me encuentro con alguna idea que no es de este mundo, siento como si se ensanchara este mundo". Saludos, Eduardo, y suerte con "Paraíso en llamas".

Anónimo dijo...

Las “Voces” son como un eco, resuenan siempre en el corazón, entonces el hombre entiende al verdadero hombre, las almas se comunican, la vida tiene sentido y la verdad no asusta.

Gracias Daniel, excelente el blog.

Ángel