domingo, 6 de septiembre de 2009

Vade retro: el mal como adicción

DGD: Redes 112, 2009
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Un desgarrador llamado aparece una y otra vez en la película The Addiction de Abel Ferrara (1995): antes de atacar a sus víctimas, los vampiros de esta cinta les piden, con una mezcla de esperanza y cansancio: “Dime que me vaya y hazlo con la suficiente convicción y autoridad, y me iré”. Ninguna víctima potencial obedece a esa advertencia, ninguna siquiera lo intenta. Ni una sola de ellas llega a musitar, aunque sea “de dientes para afuera”, el vade retro: “retrocede, déjame en paz”. Esas escenas del filme, tan dolorosamente esenciales, se relacionan con aquel resorte mítico según el cual un vampiro no puede entrar en una casa a menos que se le invite. Entre ser invitado y no ser rechazado existe una intensa relación, y la mitología de todas las culturas entrevera ese hilo: para la consecución del mal es necesario el libre albedrío, la entrega voluntaria.
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Los vampiros de The Addiction sueltan la admonición con sorda violencia, casi adivinando de antemano el resultado. Parecen recordar que, según las fuentes bíblicas, sólo ha habido un vade retro enunciado con la suficiente convicción y autoridad. El resto de las ocasiones, en número casi infinito, han sido y son como las retrata la película de Ferrara: el mal no es rechazado, e incluso se le invita a pasar. Las puertas le son abiertas desde la voluntaria renuncia a intentar siquiera el no abrirlas. Si el mal requiere la invitación, está reconociendo la existencia del libre albedrío, pero nadie más lo reconoce, y menos quien lo posee. Los humanos son “débiles”, se entregan en una mezcla de curiosidad mórbida y deseo de sumisión y hasta de avasallamiento. Es como si usaran la voluntad para carecer de ella, o como si el único uso que supieran dar al libre albedrío fuera deshacerse de él y cambiarlo por una serie de “fatalidades” convencionales (y adictivas). Es por esta sugerencia que The Addiction es una película oscura (en términos demoníacos), y en este sentido acaso no exista otra que lo sea tanto.
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El propio filme establece sus términos: “Existe una naturaleza dual en las adicciones: ellas satisfacen el ansia, creada por el mal, pero también nublan nuestras percepciones de tal manera que podamos olvidar lo enfermos que estamos en realidad. Bebemos para escapar del hecho de que somos alcohólicos. La existencia es la búsqueda de alivio de nuestro hábito, y nuestro hábito es el único alivio que podemos encontrar”. En el nihilismo de la cinta, sólo hay dos clases de seres humanos: los que están exclusivamente concentrados en su adicción individual, violenta y primitiva, y aquellos pocos que consiguen controlar más o menos el vicio y sobreviven infringiendo el mínimo daño posible a los demás. Ante tal visión, esto último equivale casi a la santidad, por el enorme y casi intolerable esfuerzo que representa el resistirse a la adicción.
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La palabra “vampiro” no se menciona en la cinta de Ferrara para sugerir que todos somos vampiros. La filosofía del filme no podría ser más oscura: luchar contra la adicción es luchar contra la propia humanidad; negar el vicio es negar la propia existencia. Según la cinta, el ser humano succiona vida a cada minuto; la religión fue en parte inventada para detener a los humanos de cometer suicidio; la sed de poder es también una paradójica búsqueda de escapar de ese sino fatal. No hay escape de nosotros mismos. En este sentido, The Addiction es acaso la más esencial película de todo el cine de horror. Sin embargo, ¿habrá en este resorte mítico algo más que la pura tiniebla?
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En los Evangelios sólo Mateo y Lucas refieren el episodio de la tentación en el desierto (la primera aparición del demonio en el Nuevo Testamento), y únicamente aquél registra en 4:10 la famosa réplica vade retro; sin embargo, en los varios exorcismos emprendidos por Cristo una fórmula similar será usada: “Enmudece y sal de este hombre”, “Vete, espíritu impuro” (Marcos 1:25, 5-8; Lucas 4:35). Los teólogos han ampliado aquella réplica hasta construir un impresionante conjuro cuya versión latina parece proceder de San Benito: Vade retro Satana, nunquam suade mihi vana — sunt mala quae libas, ipse venena bibas (“Retrocede, Satanás, no me sugestiones con tus vanidades; malvadas son tus propuestas: bebe tu propio veneno”).
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Según San Jerónimo, Cristo se propuso vencer al demonio en el desierto por medio de la humildad; por tanto, hay quienes afirman que no debió proferir un reproche altanero como “Retrocede, Satanás”. En la Summa Theologica, Tomás de Aquino enfoca esa objeción y sostiene que Cristo mantuvo la humildad mientras las tentaciones eran dirigidas a sí mismo en tanto hombre, pero que montó en cólera cuando el diablo intentó usurpar el lugar de Dios. Tomás incita a su lector a aprovechar ese ejemplo y montar en una cólera sagrada en similares circunstancias. La ortodoxia católica apoya así uno de los pecados capitales, la soberbia, aunque ello se limite al caso de hallarse “en similares circunstancias”. Pero ellas no son inusuales en la vida de las sociedades modernas y, de hecho, tales “circunstancias” forman la esencia misma de la modernidad.
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La teología es una eterna polémica consigo misma. Así, otro padre de la iglesia hace notar que la respuesta de Cristo parece mansa, puesto que dijo “Retrocede” y no “Ponte a mi lado”, pero de inmediato explica esa mansedumbre por medio del argumento de que el mal no puede ser redimido; ello es tan imposible, que ni el propio Mesías lo intentó. Así pues, ¿lo más que puede hacerse es alejarlo? De ser así se halla en esto una clave, porque acaso el único sentido del Mal es desarrollar y probar la fuerza espiritual necesaria para hacerlo retroceder. El Mal sería, entonces, en términos de don Juan Matus, el “enemigo que vale la pena”, porque sólo al confrontarse con la absoluta tiniebla, la luz oculta puede brotar: ella habría permanecido en estado embrionario si no hubiera contado con tal adversario que la obligara a surgir. Vistas así, las tentaciones de Cristo en el desierto equivalen a su ulterior “ejercicio de abismo”, a la máxima prueba de su humanidad. Cabría preguntarse si la humanidad en sí es otra cosa que un ejercicio y una prueba constantes.
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De ahí que no fuera la invitación redentora “Ponte a mi lado”, sino la orden exclusiva “¡Retrocede!” la que fue heredada por las ceremonias de exorcismo, en donde además debe ser dicha con énfasis e incluso cólera, es decir, con “la suficiente convicción y autoridad”. Esto se expresa de modo claro en el encuentro climático entre el bien y el mal en la película The Exorcist 4. The Beginning (Renny Harlin, 2004); el sacerdote que había perdido la fe (mejor dicho, la convicción), la recupera al atestiguar la omnipotencia de su enemigo diabólico. En esta serie de películas, ningún exorcismo había adquirido en verdad la suficiente convicción y autoridad; en este caso, el humano monta en cólera sagrada y su pronunciación de las frases del Ritual romano es representada en pantalla como un rugiente trueno que surge de sus cuerdas vocales: resulta visible la potencia de esa autoridad que se manifiesta en su voz cuando literalmente retruena el vade retro y vence, lo que significa hacer retroceder al Mal a su tiniebla eterna.
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La tiniebla es eterna mas esa victoria es efímera y, en efecto, el Mal volverá. Sin embargo, lo hará siempre como indica el mito, necesitado de escuchar una vez más el milagro o, dicho de otra forma, cuando haya decaído la convicción de su enemigo y éste se haya adormecido, debilitado, olvidado de sí. Casi podría decirse que el Mal retorna cada vez para mantener despierto a su adversario. En la novela Drácula, que inmortalizó a Bram Stoker, se nos explica que “el vampiro, aunque después puede entrar y salir de una casa cuando y como quiere, la primera vez sólo puede hacerlo por expresa invitación de uno de sus moradores”. Un personaje llamado Renfield, aislado en la celda de un manicomio, ve a Drácula del otro lado de la ventana; Renfield narra: “Al principio no le pedí que entrara, a pesar de saber que era eso lo que quería... siempre es esto lo que quiere. Entonces empezó a hacerme promesas... no meras palabras, sino realizándolas al punto”.
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Para hacerse invitar, el Mal debe primero seducir y persuadir; tiene que conquistar el libre albedrío, pero también ponerlo a prueba: al incidir tan insistentemente en él, corre el riesgo de despertarlo y fortalecerlo. Y esta es quizá su secreta esperanza y a la vez su más cansada amargura, porque sabe que casi nadie se resistirá a invitarlo, o mejor dicho, que apenas unos cuantos se permitirán dejarlo de invitar. Que el mito vive en su forma más vibrante entre nosotros lo prueba una pregunta: ¿en qué otras cosas sino en la seducción y la persuasión se basan la política, la propaganda, la publicidad y los media?
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Para que el vampiro entre en una casa basta con no rechazarlo: la ausencia de un “no” es tomada por un “sí”. Pero el esencial llamado del vampiro no es “te desafío a que me venzas”, puesto que él mismo sabe que no puede ser derrotado, sino “te reto a que no me dejes pasar”. No parece haber aquí una verdadera dialéctica: no hay bien y mal contrapuestos, no hay dos adversarios de fuerzas más o menos equilibradas, puesto que lo que haría las veces del “bien” es una mera acción negativa, un “no” enérgico porque el propio vampiro ha pedido que así sea, un vade retro dicho con una autoridad que el mismo mal está concediendo (o mejor dicho, exigiendo). Lo único positivo que queda en el bando del “bien” es la convicción (no importa si es llamada “fe” por las religiones o “credibilidad” por los media), es decir un libre albedrío apoyado en una certeza previa o ajena al conflicto, que consiste en decir “sí” o “no” por libre voluntad.
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El llamado del vampiro parecería, pues, de una ingenuidad apabullante, puesto que equivaldría a “te invito a que no me invites”. ¿Por qué, entonces, el “no” resulta tan arduo que se necesitan los tamaños de un Mesías para pronunciarlo? Acaso el mal no puede ser vencido, pero puede beber su propio veneno y basta para ello un “no” colocado a tiempo. En la historia de las artes narrativas, ¿cuántos “villanos” han procedido de manera similar?, ¿cuántos personajes malévolos, cansados de su omnipotencia, educan a quien pueda destruirlos en una especie de suicidio indirecto? Ni siquiera ellos son capaces de vencerse a sí mismos: lo único que les resta es enseñar a alguien cómo obligarlos a beber su propio veneno. Extraño juego de afirmaciones y negaciones: por un lado, la ausencia de una negación es tomada por afirmación; por otro lado, si el mal puede ser definido como un “no” (la suprema negación), helo aquí exigiendo otro “no” de igual poderío. ¿Este juego confirma el carácter absoluto del mal, o es en sí la sutil e indirecta invitación para de una vez por todas deshacerse de la idea de la lucha de opuestos, deshabilitar la lucha del bien y el mal, que tantos males en sí ha causado?
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A eso se refería el poeta zen Dôgen: “El conflicto entre el bien y el mal es la peor enfermedad de la mente”. Si el Mal es un ejercicio de abismo, un adversario que vale la pena, habrá que agradecerle el hecho de que, al aproximarse a sus víctimas potenciales, él mismo desarrolla en el interior de ellas a la magnitud que puede oponerse al Mal. Cuando el vampiro pide: “Dime que me vaya y hazlo con la suficiente convicción y autoridad”, es como si secretamente ansiara por un milagro: el oír de nuevo el trueno fragoroso de un vade retro capaz de subyugarlo y hacerlo retroceder. El vampiro mismo quiere creer en algo superior, y si no lo halla, entonces intenta crearlo. ¿Por qué no hacer lo mismo, por qué no aprender de ese enemigo que vale la pena?
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El vampiro no puede crear a ese algo superior, pero lo intenta, y además casi de forma infantil, ingenua. No puede distinguir “a simple vista” a quien puede rechazarlo, y eso significa que busca algo interior, espiritual. Parece decirse: “lo reconocería si fuera capaz de hacerme retroceder”, y no espera a que mágicamente su víctima potencial adivine el único conjuro valido, no pierde el tiempo esperando que aparezca la aguja en el pajar, el supremo milagro: se lo dice de entrada. El vampiro no cree, pero quiere convencerse: por eso abre sus cartas, revela el secreto de su debilidad, pide de antemano el conjuro, expone la condición necesaria para convencerlo de que algo superior existe: “Dime que me vaya y hazlo con la suficiente convicción y autoridad, y me iré”. ¿Qué otro enemigo antepone a la contienda la descripción exacta del arma que puede derrotarlo? ¿Qué otro ofrece a su adversario la forma de mantenerlo alejado? La medida de su omnipotencia es la de su necesidad de creer, de reconocer, de oír.
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En The Addiction la vampira interpretada por Anabella Sciorra expresa a la perfección ese viejo resorte: lo que el vampiro quiere, más que entrar en tal o cual casa, es encontrar a alguien capaz de no abrirle una puerta (busca a alguien); no desea simplemente subyugar a otra más de las víctimas fáciles, sino ser subyugado por alguna de ellas (anhela escuchar algo). No sucede en la película, pero gracias a la virtuosa actuación de Sciorra podremos imaginar su expresión de asombro y éxtasis si la víctima potencial retronara de pronto un vade retro con la cólera sagrada de aquella primera vez en el desierto. Entonces los arquetipos habrían sido tocados: el vampiro habría encontrado a alguien igual de poderoso pero que no es su congénere y ni siquiera su adversario. Luego de tan clamorosa pronunciación, lo único que habría es uno que ha cumplido el más secreto objetivo del mal, y otro que descubre la luz antes de las falsas adicciones.
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La humanidad no es un “no”, y tampoco un “sí” porque, en la balanza, tanto la afirmación como la negación necesitan de inmediato a su opuesto y terminan por cancelarse mutuamente. Basta recordar la más vieja de las sentencias occidentales, y acaso la única verdadera (porque es la única que surge con independencia de la dialéctica): la suma de luz y oscuridad es luz en sí misma. Acaso el único vicio, la única adicción, estriba en la mentalidad binaria, en la lucha de opuestos, en la dialéctica bien/mal. Si lo humano puede definirse de alguna forma que no esté ya cerrada en sí misma en los términos empleados, es tal vez así: el salto, el desafío aceptado, la cólera sagrada. La humanidad ha aprendido de su oscuridad; acaso es tiempo de que aprenda de su luz.
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[De Libro de Nadie 3, en preparación.]
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