miércoles, 15 de junio de 2011

Metáfora: el camino infinito

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 7 (clonografía), 2001




Ninguna empresa que busque definir al genio tiene más que breves y efímeras posibilidades de satisfacerse, pero si en lugar de buscar criterios se buscaran signos, el sendero de menor equívoco sería estudiar la mirada metafórica de cada autor. Un maestro en esa forma de mirar es sin duda Lawrence Durrell; sus grandes edificios narrativos (El cuarteto de Alejandría, 1962; La revuelta de Afrodita, 1974, y El quinteto de Aviñón, 1992) reposan en un complejo tejido de metáforas deslumbrantes.

Un esfuerzo de enlistado sería casi tan largo como estos once libros; bastaría centrarse en los dos primeros volúmenes del Cuarteto de Alejandría (Justine, 1957, y Balthazar, 1958) para obtener ejemplos virtuosos en todas las tesituras. Por ejemplo, en el ámbito de los contrastes: “Los sirvientes negros, de largos guantes blancos, se mueven veloces de grupo en grupo, como eclipses de luna”. O bien las imágenes fulgurantes: “Yo, recluido en espíritu al igual que todos los escritores —como el velero en la botella, que no navega a ninguna parte”.

Existen muestras en que la poesía se alía a lo metafísico: “La representación era tan alucinante como una obra maestra pintada con toques de rocío”. Y en el mismo sendero de lo hermético, aquí en el sentido de la expiación y la trascendencia: “Tendría que pasar por las mismas contorsiones ridículas que todos nosotros, sentir su cuerpo como una capa de cal viva que se apaga torpemente para consumir el cadáver del criminal que está debajo”. O esta joya: “El desierto, melodramáticamente insípido como una hostia”. Son esas metáforas-palimpsestos que engloban más y más metáforas en progresión sensible:


Podía seguir los sentimientos de su madre en la voz como quien sigue la línea de una melodía.


La desnudez del espacio, puro como un teorema.


Su espíritu era una confusión de colores y sensaciones agudas, filosas como puñales, como si todo su sistema sensorial se hubiera derretido con el calor, a la manera de una caja de pinturas, fundiendo las ideas y los deseos. La alegría le daba vértigo y se sentía tan inmaterial como un arco iris.

Durrell utiliza a la metáfora para dar una imagen a algo que de otro modo no podría tenerla, y este es un ejemplo climático: “tuvo la sensación de que su libro pasaba rápidamente por debajo de su vida, de la misma manera que el imán, en la experiencia clásica que se hace en la escuela, atrae a las limaduras de hierro bajo una hoja de papel trazando en ella las líneas del campo magnético”.

En algún momento de su vida (presumiblemente, en la escuela), Durrell presencia ese experimento y su memoria visual guarda la imagen de las limaduras de hierro animadas y ordenadas por el campo magnético sobre la hoja de papel, cuando un imán se mueve por debajo de ésta. En otro momento, esa imagen concreta se inserta en otra, infinitamente abstracta, y en la conjunción metafórica lo invisible se vuelve visible en el territorio de la magia pura.

Vemos entonces al libro que se mueve por debajo de la vida del autor imantando, animando, reordenando de manera impensada a sucesos, emociones, pensamientos. La conjunción metafórica funciona de esa manera: ayudando a la formación de imágenes impensadas y, de hecho, a que todo tenga imagen, aun lo más etéreo e intangible, es decir, a lo que era inimaginable y que de ese modo ha sido conquistado y llevado dentro de los límites de la imaginación. Esos límites nunca son fijos: sólo esperan a la imagen que los desencadene, que los impulse y abra. Esto puede enunciarse de otra manera: no existe lo imposible; no hay límites, no existe nada ajeno a la imaginación.

Las imágenes que persigue Durrell, puesto que nacen en el blanco de la cuartilla (para el autor) y de la página impresa (para el lector), se vuelven magia en el sentido de revelación:


En el rostro dormido de Justine vio también a la niña que habitaba en ella, “la huella de un helecho en una roca cretácea”.


Era tan fácil desalentar a Justine como a un equinoccio.


Eran besos saludables como el mordisco de un niño hambriento en una manzana al horno.


Como leía poco llevaba, como una tribu antigua, toda su literatura en la cabeza.

Integradas en tal riqueza y pluralidad de registros y entrevisiones, las metáforas más sencillas de Durrell resultan doblemente eficientes: “la multitud, tensa como las chispas que saltan de un yunque”; o “el viejo sombrero, tan abollado o desteñido por el tiempo, que colgaba detrás de la puerta como un retrato de su dueño”.

En esa vena, una de las más memorables metáforas es esta de Justine: “A través de todo eso, como a través de la imagen de alguien muy querido que se sostiene en el lente de aumento de una lágrima gigantesca, vi avanzar el moreno y rígido cuerpo desnudo de Justine”. El lector se desentiende de la descripción, del suceso, de los personajes, y permanece absorto en el hallazgo: ¡las lágrimas como lentes de aumento! Si alguien reprochara a este fragmento la invención, un tanto forzada y artificial, de una lágrima gigantesca, es la propia imagen la que se explica: esa lágrima enorme que contiene la imagen de “alguien muy querido” debe sus dimensiones a que está aumentada por la lágrima que la sigue en el torrente.

En un nivel sucesivista, el llanto queda entrevisto como una sucesión de lentes de aumento que acrecientan la imagen hasta penetrar en lo microscópico; en otro nivel simultáneo, el llanto entero queda comprendido en una sola lágrima que, surgida del ojo y puesta ante él, hace crecer la imagen dolorosa hasta el tamaño del mundo... y entonces lo microscópico se identifica con lo macrocósmico. Lo de arriba con lo de abajo. La alquimia con la poesía.

Cuando parecía que el lenguaje era incapaz de ir más lejos, aparece la metáfora (imagen hecha de palabras, palabra hecha de imágenes) y muestra el camino infinito que hay todavía por recorrer.

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