martes, 9 de diciembre de 2008

Virtualidades

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 14, 2003
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1. Bradbury: la elaborada intriga
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En la novela El vino del estío (1946) de Ray Bradbury aparece un personaje memorable, la señora Bentley, una ajada y marchita viuda de 72 años de edad que vive sola en la pequeña ciudad provinciana de Estados Unidos en donde Bradbury sitúa a la novela en 1929. Dos niñas vecinas suelen visitarla y un día la afable anciana les comenta que alguna vez ella también fue una niña. Las pequeñas se niegan a creerle, y tampoco que su nombre sea Helen: afirman que es la señora Bentley y que siempre ha tenido tanto la edad como el aspecto actuales.
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Para convencer a sus inconmovibles escuchas, la anciana les muestra los juguetes que utilizó en la infancia y hasta una fotografía que le tomaran a los siete años, entre otros objetos cuidadosamente conservados y catalogados por la mujer a lo largo de las décadas. Las niñas aducen que cualquiera puede conseguir objetos y fotografías como esos en cualquier parte; sólo podría convencerlas el testimonio directo de alguien que hubiera conocido a la señora Bentley desde la infancia, pero ella se ha mudado al pueblo cinco años atrás y nadie en los alrededores la conoció antes. La anciana dice a Jane, una de las niñas:
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—Tienes que creer en estas cosas. Algún día serás vieja como yo. La gente te dirá lo mismo: “Oh no”, dirán, “estos buitres no fueron nunca ruiseñores, estos búhos no fueron oropéndolas, estos loros no fueron canarios”. ¡Un día serás como yo!
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—¡No! ¡No! —dijeron las niñas.
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—¿Sí? —se preguntaron.
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—¡Esperad y veráis! —dijo la señora Bentley.
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Y en su interior pensó: “Oh Dios, los niños son niños, y las viejas son viejas, y nada los une. No pueden imaginar un cambio que no ven”.
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—Tu madre —dijo a Jane—. ¿No notaste, con los años, un cambio?
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—No —dijo Jane—. Es siempre la misma.[1]
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Estos diálogos llegan a ser tan firmes y repetitivos, que la señora Bentley termina por dudar:
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Se quedó despierta, muchas horas, entre sus baúles y chucherías. Miró las ordenadas pilas de materiales y juguetes y plumas de ópera, y dijo en voz alta:
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—¿Son realmente míos?
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¿O era aquello la elaborada intriga de una vieja que creía tener un pasado?
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A la mañana siguiente la anciana regala a las niñas los juguetes que ha conservado y les pide ayuda para quemar todas sus fotografías y documentos. A partir de entonces ya puede llevar con las pequeñas una relación sin suspicacias:
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—¿Cuántos años tiene usted, señora Bentley?
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—Setenta y dos.
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—¿Cuántos años tenía hace cincuenta años?
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—Setenta y dos.
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—¿Nunca fue joven, no es cierto, y nunca usó cintas y vestidos como estos?
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—No.
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—¿No tiene nombre?
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—Mi nombre es señora Bentley.
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—¿Y siempre vivió en esta casa?
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—Siempre.
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—¿Y nunca fue bonita?
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—Nunca.
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—¿Nunca en un millón de trillones de años?
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Las dos niñas se inclinaban hacia la vieja, y esperaban en el apretado silencio de las cuatro de
la tarde.
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—Nunca —decía la señora Bentley—, ni en un millón de trillones de años.
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¿En dónde está la identidad sino en la memoria? La señora Bentley se da cuenta de que sus recuerdos podrían en efecto parecer tan falsos —y que, de hecho, lo son— como las niñas los contemplan. Todos los objetos que minuciosamente ha atesorado por años representan un esfuerzo por conservar una identidad que de pronto se vuelve intriga. Las niñas dejan de considerarla una embustera cuando se vuelve Nadie, es decir, cuando por fin acepta que esa es su única identidad posible: la inalterable calidad de Nadie, que es siempre la misma.
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2. Beckett: la infinita soledad del único individuo
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Soy hombre: nada de lo que es humano me es extraño.
Terencio: El hombre que se
castiga a sí mismo, I, 1, 25
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En El innombrable (1953) de Samuel Beckett, la doliente voz narradora alcanza una iluminación: “Sólo yo soy hombre y todo lo demás es divino”.[2] Esta portentosa intuición podría enunciarse de otro modo: “Sólo yo soy Nadie y todo lo demás es Alguien”; sin embargo, aquí se encuentra un matiz que sitúa a esta afirmación en un nivel superior al que tendría, por ejemplo, decir: “Sólo yo soy nadie y todo lo demás es humano”. El narrador de esta novela es Nadie porque está exiliado del nivel divino, pero a la vez resulta “Más que Nadie” porque se halla en el nivel de lo humano, y no en el de la nada. Si “hombre” es una noción relativa y cambiante de acuerdo con el referente contra el que se establece, la afirmación del Innombrable se distingue por su simultaneidad entre dos referentes opuestos: la máxima soberbia luciferina y la más impensable humildad. El regusto soberbio procede del hecho de que este ser es único (“sólo yo soy hombre”), al tiempo que la divinidad es plural (“todo lo demás es divino”). Mas también existe una extrema humildad a partir del grado de exilio supremo que alcanza esta soledad innombrable.
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En la literatura mayoritaria, el sentido usual de soledad y de exilio se maneja respecto a inferioridades de nivel: así, numerosos personajes afirman “sólo yo soy hombre y todo lo demás es nada”; la superioridad es, así, un aislamiento sólo alimentado por la conciencia de tal superioridad. Sin embargo, la soledad del Innombrable es de signo inverso, puesto que para él la otredad —todo lo demás— es superior. En otras palabras, no se define contra lo diversamente inferior sino contra lo absolutamente superior, que sólo él puede contemplar. Hay en El innombrable, pues, el testimonio trágico de la humanidad contenida en un solo individuo, así como la pavorosa sugerencia de que los demás individuos, si los hay, son divinos sin saberlo. Porque podría no haber individuos, y justamente la individualidad sería lo humano; por tanto, el único individuo verdadero es este, que se da cuenta de que la ilusoria individualidad de los demás les impide ver su carácter divino: la diversidad.
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Lo trágico (contemplado por Beckett como cómico, o más bien como un juego viciado) estriba en que el único individuo verdadero, el único que podría testimoniar su excepcional carácter de humano, es individuo porque carece de divinidad; es radicalmente otro y, por tanto, desconoce el lenguaje a través del cual su testimonio podría ser escuchado. En la novela de Beckett ya no existe la noción de Nadie como una colectividad anónima, sino la infinita soledad del único individuo. Qué extraña relación dialéctica se establece entonces, puesto que lo divino no podría identificarse sin esa solitaria voz humana: sería luz sin oscuridad que la resalte y diferencie. Ante Dios, Nadie tiene acaso esa función: demarcar a la divinidad por comparación. Si lo divino es creativo por excelencia (y tal vez por necesidad), entonces el Innombrable ha sido creado para que exista una balanza y lo divino pueda existir en tanto noción contrapuesta a otra. La misión del Innombrable es trágica: se trata del supremo paria a quien se ha concedido la excepcional humanidad para que lo divino sepa que es divino.
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Esta anagnóris indirecta o reflejada (por así llamarla), se realiza, además, a través de las palabras. El Innombrable no es divino, sino el testimonio de la divinidad. Y justamente resulta innombrable porque, siendo el único individuo, es el único que carece de nombre —todo lo demás tiene nombre porque es divino. El innombrable es una paradójica lucha llevada a cabo en el terreno del lenguaje: el esfuerzo por decir, a través de quien no tiene nombre porque carece de divinidad, todos los nombres de lo numinoso. Nadie, el carente de nombre, pone nombre a Alguien. Acaso por ello, en el ciclo novelístico de Beckett, El innombrable precede a la última y más compleja de todas, Comment c’est.[3]
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Sin embargo, El innombrable guarda una sutil diferencia con las otras cinco novelas, en las que los narradores-protagonistas parecen sólo ellos tener realidad y estar rodeados por pesadillescos fantasmas. Esta diferencia se expresa de forma clara en los propios títulos de las novelas anteriores: todos sus protagonistas tienen nombre con excepción de éste, que es justamente innombrable. El conflicto del Innombrable es en esencia trágico, aunque su forma sea tragicómica, porque el sufrimiento del protagonista no tiene sentido, del mismo modo en que carece de coherencia el mundo en el que habita. Y, a diferencia de sus antecesores, esta voz narradora no basa tal conflicto en la dicotomía realidad-irrealidad, sino en humano-divino; estos son polos opuestos pero poseen la misma realidad. Mientras que Robbe-Grillet escribía que “las cosas son las cosas y el hombre sólo es el hombre”, el Innombrable beckettiano alcanza la máxima soberbia en la más desoladora humildad, que podría parafrasearse así: “las cosas, los nombres y los hombres son divinos y sólo yo soy Nadie, el único humano, el que les da su divinidad”.
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3. Broadcasting
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La palabra inglesa broadcasting resulta interesante. El adjetivo broad corresponde a ancho, extenso, amplio, general, claro, atrevido, esencial, comprensivo, abierto, como se nota en las expresiones in broad daylight (“en pleno día”) o on broad lines (“en grandes líneas”, “en líneas generales”). Por su parte, cast, en tanto sustantivo, significa lanzamiento, distancia, apariencia, matiz, naturaleza, disposición, jugada, cálculo; en cinematografía alude al reparto, así como en tecnología al molde y en matemáticas a la suma; refiere también a afectar totalidades, como se ve en las expresiones cast of features (conjunto de las facciones) o cast of mind (mentalidad).
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En tanto verbo, cast corresponde a lanzar, proyectar, emitir, dar, mirar (to cast a look, “echar una ojeada”), calcular, cambiar, vaciar, fundir, poner en duda (to cast doubt upon), buscar (to cast about for), deshacerse de un peso (to cast loose), arrojar luz sobre algo (to cast light on); en marítima es hacer virar una nave, volver sobre el curso o echar el ancla, e incluso naufragar (cast away), y en magia equivale a hechizar (to cast a spell), en la misma línea en que alude al poder de la mirada: to cast one’s eyes es mirar a alguien de forma especial, to cast the evil eye es arrojar una maldición, “aojar”, así como to cast out devils es exorcizar. Un castaway es un náufrago pero también un paria (outcast), al que asimismo se denomina castoff, persona o cosa desechada (o persona desechada como si fuera una cosa).
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De esta manera, la reunión de ambas poderosas palabras en broadcast significa, como sustantivo, emisión, y como verbo, radiar, transmitir, sembrar al voleo, propalar, difundir un rumor o una noticia. El sustantivo broadcasting es, pues, radiodifusión o transmisión televisiva, y se llama broadcasting station a una emisora.
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Los elementos están ahí, y apenas existe juego de palabras si se contempla a la persona como emisora. Lo que cada persona transmite es su personalidad y lo hace justamente como lo define la palabra broadcasting en su rica trama de significaciones: de modo ancho, abierto, extenso y general; su transmisión es (o debe ser) clara, atrevida, esencial, comprensible para todos. La personalidad es una apariencia lanzada a la distancia en todos sus matices, es la “naturaleza personal”, o más bien la disposición de la naturaleza de cada quien, el modo en que cada individuo dispone (adapta, configura) su naturaleza a través de una jugada, de un cálculo. Es un papel aprendido y es la transmisión de ese papel tanto como su inserción en el reparto general (como se habla de casting en cine y teatro).
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La personalidad es un rumor o una noticia que se transmite, se siembra. Esa transmisión depende de la mirada: entre tantos otros matices, cast significa vaciar. Se hace un vacío para luego llenarlo. Tener personalidad es irradiarla, deshacerse de ella como de un peso (to cast loose). Las miradas recíprocas arrojan luz unas sobre otras (to cast light on) y cada emisión genera en sí nuevas emisoras (en tecnología cast es molde y en matemáticas es la suma). Del mismo modo en que emitimos nuestras facciones (cast of features), irradiamos nuestra mentalidad (cast of mind). De ahí el poder sobreentendido que tienen los media —sobre todo en Estados Unidos—, que no sólo emiten la mentalidad de los tiempos sino la forma en que cada personalidad debe, a su vez, irradiar esa mentalidad.
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La convivencia de emisores humanos y la constante mirada de unos sobre otros (to cast one’s eyes) mantiene el hechizo (to cast a spell) e incluso arroja fuera de sí a todo lo que pudiera exorcizarlo (to cast out devils). La sociedad, en efecto, pronuncia una maldición (to cast the evil eye) sobre los castaway, los náufragos, los parias (outcasts), las personas desechadas como si fueran cosas (castoff), precisamente porque, al dejar de transmitir, al dejar de sostener el hechizo, se han vuelto Nadie, que para la sociedad equivale a cosa desechada.
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Notas
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[1] Ray Bradbury: Dandelion Wine (1946), Bantam Books, Nueva York, 1976. [El vino del estío, Hermes/Minotauro, México/Buenos Aires, 1987.]
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[2] Samuel Beckett: L’Innommable, Les Éditions de Minuit, París, 1953. [El innombrable, Lumen, Barcelona, 1966.]
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[3] Murphy (1938), Molloy (1951), Malone meurt (1952), Watt (1953), L’Innommable (1953), Comment c’est (1961).
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[De Libro de Nadie 2, en preparación.]

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