lunes, 25 de abril de 2022

Creer (VI)

DGD: Postales, 2021.

 

El más escéptico de todos / es el Tiempo, / que con los Nos hace Sis / y con el odio amor / y al contrario. / Y si el río no remonta su fuente, / y si la manzana caída no salta / y se reúne a su rama / es porque te falta paciencia para creerlo.

Paul Valéry: Salmo T.

 

El agradecimiento que sólo consiste en el deseo, es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras.

Cervantes: Quijote, I-50.

 

 

Suspensión de la incredulidad

 

En la Biographia Literaria, Coleridge habla de la estructura de sus Lyrical Ballads en unas líneas que se han revelado arquetípicas: relata ahí su deseo de centrar ese proyecto “en personas y personajes sobrenaturales, o al menos novelescos, transfiriendo no obstante a estas sombras de la imaginación, desde nuestra naturaleza interior, el suficiente interés humano como para lograr momentáneamente la voluntaria suspensión de la incredulidad que constituye la fe poética”. (La traducción española causa una ambigüedad, y podría parecer que es la incredulidad la que constituye la fe poética; en cambio, Coleridge define a la fe poética como la voluntaria suspensión de la incredulidad.)

          Una popular enciclopedia informa:

 

“Suspensión de la incredulidad” es una expresión que representa la voluntad de un sujeto para dejar de lado (suspender) su sentido crítico, ignorando incoherencias o incompatibilidades de la obra de ficción en la que se encuentra inmerso (como por ejemplo la existencia del unicornio), permitiéndole adentrarse y disfrutar del mundo de ficción expuesto en la obra. El término se ha aplicado tradicionalmente a la literatura, al cine, la televisión y al teatro, pero también se aplica al ámbito de los videojuegos o de los juegos de rol (en los que el jugador ignora deliberadamente ciertas incoherencias para entrar en el ambiente necesario que lo ayuda a sentirse inmerso en otro mundo), así como en el ilusionismo (en el que todo sucede como si realmente existiera la magia auténtica, es decir la posibilidad de hacer milagros).

 

          Según Aristóteles en la Poética, para convencer es preferible una mentira creíble a una verdad increíble. La verdad, podría decirse, es siempre increíble, o al menos contraria a lo que se denomina realismo; en efecto, el realismo es una “filosofía” que prefiere mentiras creíbles (que nos transportan o transfiguran momentáneamente) a enfrentar verdades (que son capaces de cambiarlo todo de manera permanente).

          Aristóteles, más ocupado en describir la oratoria, revela la relación esencial entre dos verbos: convencer y creer. Toda creencia procede de un convencimiento previo, casi siempre exterior. Algo o alguien me convence: sólo entonces creo, me formo una opinión propia, que se confirma en la medida en que es compartida. Cuando el suficiente número de personas está convencida de algo, surge la opinión pública. (Sólo así la colectividad puede “opinar”: cuando se suma un cierto número de convencimientos individuales de tal manera que parece que el convencimiento es anterior a cada uno de esos individuos.)

          Nótese que no se dice la verdad pública. El realismo es el culto de las mentiras creíbles. A una verdad increíble todos le piden pruebas, demostraciones y evidencias, mientras que nadie examina las mentiras creíbles. Un método elemental para discernir si algo es verdad o mentira podría consistir sencillamente en observar en cuáles casos se demandan pruebas para suspender la incredulidad (y llegan a aparecer exámenes y sutilezas que, al no ser satisfechos, refuerzan logarítmicamente el escepticismo) y en cuáles otros la incredulidad está en sí suspendida (e incluso a nadie se le ocurre que en estos casos la incredulidad pudiera suspenderse).

 

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En la época en que Tolkien luchaba por reivindicar al cuento de hadas como género literario, llegó a exigir que, en lugar de tomarlo como mentira creíble, se le considerara como verdad increíble, es decir como real: “es esencial que, si se pretende diferenciar un genuino cuento de hadas de otros usos de este género que ofrecen miras más estrechas y plebeyas, se lo presente como ‘verdadero’. [...] Dado, sin embargo, que el cuento de hadas trata de ‘prodigios’, no puede tolerar marco ni mecanismo alguno que sugiera que la historia en que los prodigios se desenvuelven es ilusoria o ficticia” (On Fairy Stories, 1947).

          En este contexto falta mencionar el que muy probablemente es el núcleo de todas estas manifestaciones: la religión (el propio Tolkien, que era católico, lee el Evangelio como literatura fantástica, lo cual a sus ojos no sólo no lo desvaloriza sino que le reconoce su nivel mítico y arquetípico más profundo). Muy fácilmente a la expresión “fe poética” podría quitársele el adjetivo y definir a la fe en general como esa willing suspension of disbelief, esa “suspensión voluntaria de la incredulidad”. Al menos debe aceptarse que el hecho mismo de suspender la incredulidad ya es en sí mismo creer, o mejor dicho, querer creer (estar dispuesto a recibir algo a cambio de esa suspensión: un algo inesperado que haga que nuestro acto de suspender la incredulidad haya valido la pena).

 

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En la antigua Grecia los estudios de oratoria implicaban a la ética, puesto que una verdad mal planteada no convence, mientras que el convencimiento puede generarse con una mentira bien elucidada. Aquí es en donde traer a cuento a la ética se vuelve indispensable, puesto que hay mil matices posibles en el acto de convencer, desde usar mentiras creíbles para transmitir verdades increíbles hasta —y esto es lo más frecuente— simple y sencillamente inducir el engaño.

 

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[Leer Creer (VII).]

 

 

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viernes, 15 de abril de 2022

Creer (V)

DGD: Postales, 2022.

 

 

Creer firmemente es impedir el desarrollo. Aceptar sólo temporalmente es facilitarlo.

Charles Fort

 

Analizo una vez más esta conclusión, de raíz pascaliana: la verdadera creencia está entre la superstición y el libertinaje.

José Lezama Lima

 

Qué misteriosa es la relación bíblica entre ver y creer. Lo más probable es que la verdadera dirección sea creer para ver.

 

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De entrada parecería que creer es lo opuesto a dudar; por ello suele colocarse a la fe en el polo contrario del escepticismo: el que cree deja de dudar. Sin embargo, esa oposición es quizás en el fondo una identidad; lo prueba el lenguaje, que usa el mismo verbo para decir “creo en Dios” y “creo que hoy va a llover”. En el primer caso equivale a un “coloco mi convicción en tal cosa” (la fe no es una convicción absoluta sino una creencia absolutamente colocada); en el segundo significa sencillamente “no estoy seguro” (“me parece que sí pero no tengo la seguridad”). En ambos ejemplos el creer se presenta como una transición: no nací creyendo en Dios; esta creencia es fruto de un convencimiento, sea exterior (se me ha convencido) o interior (he decidido convencerme): un acto del libre albedrío.

          “Creo que hoy va a llover” implica una hipótesis de la que no estoy convencido: es más bien una suposición basada en tales o cuales elementos de mi experiencia. Al decir esa frase doy una completa importancia al mundo exterior: mi creencia depende de que llueva o no en el transcurso del día; si no llueve, estaba equivocado; si llueve, acerté. En cambio, creer en Dios da una injerencia total al mundo interior: no digo “si hoy se abren los cielos creeré en Dios” (no pongo condiciones como en el caso de la lluvia, que de presentarse probaría lo acertado de mi hipótesis) sino “creo en Dios con independencia de que haya o no demostraciones de que existe” (“no necesito demostración”).

          En estos ejemplos hay, en un cierto nivel, una progresión de grado; parecería que hay un menor uso de la capacidad de creer cuando me limito a expresar mi duda (“creo que me dijo que venía hoy”) y un uso mayor cuando empleo el acto de creer para eliminar mis dudas (“no necesito creer en Dios porque lo conozco”). Sin embargo, en otro nivel (y acaso en todos los demás niveles), la duda nunca es totalmente eliminada. De ahí que “creo en Dios” tenga siempre un regusto de afirmación ante una oposición no sólo exterior sino sobre todo interior: yo mismo me convenzo de que creo en Dios cada vez que digo “creo en Dios”, sobre todo ante otras personas pero también a solas conmigo mismo. Equivalencias en otros terrenos como “creo en la democracia” o “creo en la preponderancia del mal” o “creo en la supremacía del arte” cumplen la misma función y actúan del mismo modo.

          De esta ulterior (y angustiante) permanencia de la duda trata de librarse quien dice haber escapado del círculo vicioso implícito en el creer (la duda mayor o menor pero nunca eliminada) cuando afirma saber (“Yo no creo. Yo ”). El problema comienza cuando este saber se comporta de igual modo que el creer, sólo que con una mayor autosuficiencia. Por eso y no por otra razón la frase supuestamente socrática “Sólo sé que no sé nada” se ha vuelto ya no paradigma sino lugar común cuando alguien pretende usar el saber para expresar que ha superado las “supersticiones” y estadios precarios o “primitivos” del acto de creer.

 

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No creemos en hechos o verdades, sino en otras creencias. Ejemplo extremo pero elocuente yace en esta afirmación de Borges: “No cabe duda de que Cervantes conocía bien a Don Quijote y podía creer en él. Nuestra creencia en la creencia del novelista salva todas las negligencias y fallas”.[1] Es de ese modo que la fe mueve montañas.

 

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Respecto al cine, Borges deja dos testimonios esenciales. El primero: “Yo recuerdo cómo nos entristeció a todos cuando apareció el cine en colores. Fue como el cine sonoro: dos calamidades”.[2] El segundo es aún más revelador: “Cuando yo era chico el cinematógrafo tenía ciertas convenciones que todo el mundo aceptaba, y una convención aceptada deja de ser una convención. Por ejemplo, si lo que se veía era de color sepia, se entendía que era de día; pero si era verde, era de noche. Y nadie pensaba que fuera artificioso”.[3] Podría extenderse esa frase: una convención aceptada deja de ser una convención... y se vuelve creencia, convicción y hasta ley.

 

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Notas

[1] Blas Matamoro: Diccionario Privado de JLB, Altalena, Madrid, 1979.

[2] Luis Mazas: “Borges: esto es lo que pienso”, en Revista Somos, Buenos Aires, diciembre de 1977.

[3] Osvaldo Ferrari: En diálogo, I y II, Sudamericana, Buenos Aires, 1985.

 

 

[Leer Creer (VI).]

 

 

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martes, 5 de abril de 2022

Creer (IV)

DGD: Postales, 2021.

 

Una fe: he aquí lo más necesario al hombre. Desgraciado el que no cree en nada.

Victor Hugo

 

La fe es el antiséptico del alma.

Walt Whitman

 

Lo que un hombre cree se puede comprobar, no en su credo, sino en las suposiciones de las que parte cuando actúa como de costumbre.

George Bernard Shaw

 

Es acaso el misterio humano más profundo: no podemos actuar sin creer. Esto implica que los actos no son “puros” o espontáneos: entre el acto y el hombre que lo emprende hay un intermediario, el creer. Parecería que si el acto no está sustentado en alguna forma de creencia —credo, convicción— no es verdaderamente libre y en última instancia no tiene sentido (“el placer ingenuo de creer, que engendra el placer ingenuo de producir”, dice Valéry). Así pues, el acto mismo —cualquier acto— es creencia. Pero la creencia no es un acto. Podemos perfectamente creer sin actuar (como si la creencia ya fuera todo el acto necesario). Creer es dar sentido.

 

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Existe una poderosa forma de la voluntad en el instante mismo en que alguien dice “Creo”, puesto que de inmediato se sobreentiende que está diciendo “Quiero creer” (y todas sus implicaciones, como “decido, opto, me inclino, estipulo, declaro”, etcétera). Creer es desear.

          Contamos con mil graduaciones: confianza, credulidad, creencia, convicción, credo, confirmación, seguridad, convencimiento, certeza, fe... Y las formas indirectas de la certidumbre: duda, escepticismo, desconfianza, incertidumbre, ambigüedad... En todas ellas circula por debajo, como sustento, la voluntad.

          No se trata de una voluntad silvestre o cándida movida por la inercia de las tradiciones o de los comportamientos colectivos. Lo que hay es sin duda una deliberación, una malicia individual. Es el individuo el que se afirma (se singulariza) cuando afirma “creo”. Y cree maliciosamente, siempre con fines, propósitos, utilidades, intereses y conveniencias individuales.

 

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En la exclamación “¡No lo puedo creer!” no se siente realmente una confesión de incapacidad (“Me confieso incapaz de creerlo”), sino una volición: “No lo quiero creer”. ¿Cuál es la diferencia entre lo que quiero creer y lo que no quiero creer? Querer es poder, dice la sabiduría popular. ¿Otorgo un cierto poder a aquello en lo que decido creer, y me niego a darlo a aquello en lo que quiero descreer? Otro refrán revela honduras inquietantes: La fe mueve montañas.

 

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“No lo quiero creer” implica un querer maleable, es decir, un deseo. Sin embargo, ¿es el individuo quien no quiere creer, o algo exterior a él que no le permite querer o le da apetencias y deseos que no le pertenecen?

 

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La muy habitual frase “¡No lo puedo creer!” tiene dos tonos mayoritarios: sorpresa maravillada (“No puedo creer que estés aquí”) o indignación y cólera (“No puedo creer que hayan dicho eso”) como respuesta a lo que se impone como real o posible a despecho del “sentido común”. En este último caso corresponde a “No quiero colocar mi creencia en un mundo en el que cabe una cosa así”.

          Sea fruto del asombro o del repudio, esa frase es la reacción ante una ruptura de las expectativas. Creemos lo que esperamos; no podemos creer en lo que no es esperable o previsible. Creo en lo que espero del mundo. No creo en lo que no quiero esperar. ¿Es así como modelo al mundo?

          En todo caso, el creer se revela tan importante como el no creer: lo que incorporo en mi fe depende de lo que excluyo de ella. En una línea de Las ciudades invisibles (1972), Ítalo Calvino lo entrevé: “Cada elección tiene su anverso, es decir, una renuncia, por lo que no hay diferencia entre el acto de elegir y el acto de renunciar”.

 

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[Leer Creer (V).]

 

 

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