sábado, 25 de septiembre de 2010

Deseo y apropiación (Apostillas a Contra el amor, 1)

DGD: Redes 120 (clonografía), 2009
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Las anécdotas son siempre sospechosas y constituyen la materia prima de las leyendas urbanas. Sin embargo, en ello también estriba, en cierto nivel, su mayor virtud. Una de ellas vale la pena narrarse aquí, en primer lugar porque es un retrato perfecto de la protagonista, la gran Carson McCullers, autora de la espléndida novela El corazón es un cazador solitario (1940), entre otras maravillas que legó a la memoria colectiva.
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Virginia Spencer Carr, biógrafa de McCullers, registra esa anécdota en su obsesiva biografía The Lonely Hunter (1975, 2003). El suceso puede ubicarse en la época en que McCullers pasó unas semanas en Roma (1947 o, con mayor probabilidad, 1952). Un día la escritora descubrió una pequeña tienda de antigüedades en cuyo escaparate se exhibía, entre muchos otros objetos, una taza de té de hechura exquisita. Poco después, arrebatada por la exaltación, dijo a sus amigos: “Acabo de ver esta bellísima y pequeña taza de té con platillo. Y es la cosa más increíble y perfecta que haya visto jamás. ¡Lo que daría por tenerla!”. Y los llevó a verla en el escaparate y ella seguía yendo día tras día y hablando de su línea majestuosa, de su pequeño y portentoso misterio. Al fin, uno de esos amigos, queriendo complacerla, compró la taza y el platillo para ella. Cuando Carson abrió el paquete y vio el contenido, lejos de la satisfacción que esperaba el donante, exclamó, horrorizada: “¡Devuélvela de inmediato! ¡Es horrible que ya no esté para mí en el escaparate para desearla!”.
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La taza estaba ahí para McCullers, y estaba para desearla. Pero devolver al escaparate el objeto anhelado era también devolver ese objeto al riesgo de que algún otro lo comprara. Si ese amigo hubiera querido satisfacer el complejo deseo de Carson McCullers, tendría que haber comprado la taza pero a la vez estableciendo un convenio con el vendedor: el de seguir exhibiéndola en el escaparate, y tampoco con un letrero de “vendida”, porque ello echaría a perder el vilo de la contempladora; ésta, sabiendo que el objeto deseado podría ser vendido en cualquier instante, no podía dejar de sufrir por anticipado, en el suspenso de cada mañana, al pensar que ese día la taza muy bien podría ya no estar ahí para ser deseada.
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El corazón, en efecto, es un cazador solitario, pero su oficio mismo, así como el sentido de “ir en pos de”, ya había sido descrito por la antigüedad clásica; por ejemplo, en labios de Lucrecio: “Aquello que no poseemos se nos antoja siempre el bien supremo, mas cuando llegamos a gozar del objeto ansiado suspiramos por otra cosa con idéntico ardor, y nuestra sed es siempre igualmente insaciable” (III, 1095). O Séneca: “Los candados atraen al ladrón; éste pasa de largo por las puertas abiertas” (Epístola 68).
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Ludovico Ariosto describe a la perfección ese oficio de desear en el Orlando furioso (canto X, estancia 7): “Así en medio de los fríos y los calores el cazador va en seguimiento de la liebre, a través de montañas y valles. Mientras se le escapa desea darle alcance, y cuando por fin la atrapa, ya no hace caso de ella”. Lo peor que puede suceder al deseo es su satisfacción.
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Por eso cuán arquetípicamente resuena la súplica que hacía Marcial a una mujer a la que llama Gala: “¡Niégate! El amor se sacia pronto cuando sus alegrías no van mezcladas con un poco de dolor” (IV, 37). Marcial pedía “un poco de dolor”, pero es evidente que no es poco sufrimiento el que el deseo demanda para avivarse como el fuego que consume (o mejor dicho, que consume y devasta si no logra trascender, si no logra volverse algo mucho mayor). Por eso Propercio recomendaba a los que incursionan en el incierto terreno del amor: “Desdeñen, rechacen, niéguense, lastimen al que los busca y requiere, que así hoy conseguirán lo que les negaron ayer” (II, 14, 19).
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Al parecer, Marcial no estaba especialmente enamorado de Gala —si puede esto desprenderse de las invectivas que le dirige en otros epigramas—, y esa exclamación se relaciona con otra que el autor latino registra más adelante: “Hace tiempo que voy buscando por toda la ciudad, Safronio Rufo, si alguna joven se niega: ninguna joven se niega. Como si fuera una impiedad, como si negarse fuera una vergüenza, como si estuviera prohibido, ninguna joven se niega. —¿Entonces no hay ninguna honrada? —Sí, hay honradas a millares. —¿Qué hace, pues, una mujer honrada? —No se da, pero no se niega” (IV, 71).
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Curiosamente, este epigrama tuvo una inmediata repercusión entre las romanas, y Marcial se vio obligado a escribir: “Habiendo leído Fabula un epigrama mío en que me lamento de que ninguna joven se niega, al ser requerida de amores una y dos y tres veces despreció los ruegos de su enamorado. Vamos, Fabula, comprométete: ordené negarse, no ordené negarse en redondo” (IV, 81). El traductor y editor José Guillén (Epigramas de Marco Valerio Marcial, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2004) explica que el autor contrapone el verbo simple negare al compuesto pernegare, como en vigilare leve est, pervigilare grave est (“estar en vela no tiene importancia, pero estar desvelado toda la noche es cosa seria”). E incluso, en la versión de Guillén, Marcial instruye a la propia Gala de este modo: “Gala, niégate. El amor se sacia si los gozos no se ven atormentados. Pero no me digas que no, Gala, durante demasiado tiempo”.
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Y he ahí la clave: lo que Marcial reprocha a las mujeres es que no saben ejercer el arte de la seducción basado en el negare: un hacer difícil el acceso, un imponer obstáculos al goce, un retardar el manjar para volverlo más suculento: la danza de los siete velos enardece al deseo a través de la dosificada mostración. Ese arte consistiría en sólo dar lo suficiente como para mantener viva la llama y a la vez alimentarla hasta que se vuelva un incendio: graduar sabiamente las concesiones para que al demandante le crezca el antojo y no ceder sino hasta el último segundo posible, con lo que el deseo —una simple apetencia— se vuelve Deseo —una hecatombe casi mística cercana al delirio y la locura. Las lectoras de los epigramas habían entendido, en cambio, que si el negare las volvía más deseables, el pernegare (escatimarse por completo) sería la cúspide de ese arte.
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En todo caso, si Marcial hubiera estado enamorado de Gala, su primera exclamación se habría vuelto la súplica íntima e intemporal del que desea: “¡Recházame! ¡No me concedas la gracia de ti tan inmediatamente!”, e incluso “¡Lastímame con tu negación! Aparenta un pernegare para hacerme sufrir pero no por demasiado tiempo, y sólo accede a mis requiebros cuando esté a punto de volverme loco de deseo, de tal manera que el dolor acumulado se vuelva puerta de los cielos”. Toda la erótica occidental está contenida en ese requiebro.
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En este territorio (tan imborrablemente examinado por Denis de Rougemont en Amor y Occidente), cobra un insospechado vigor una advertencia de san Agustín: “El que como un bien supremo alaba a la naturaleza del alma, y como un mal menosprecia a la naturaleza de la carne, ciertamente se aficiona carnalmente al alma y carnalmente se aparta de la carne” (De Civitas Dei, XIV, 5). ¿Es ese deseo eternamente insaciable un aficionarse carnalmente al alma y un carnalmente apartarse de la carne? ¿En qué sentido?
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Si se intenta entrever una respuesta, sin duda es necesario, como pide Tomás Segovia, rescatar a la palabra “deseo” de su secuestro por el psicoanálisis. La respuesta de Carson McCullers en la anécdota romana puede ser vista, sin duda, como cúspide del egoísmo (no quiero dejar de desear a aquel sujeto u objeto en el que yo mismo he puesto la perfección, que por definición es lo “inalcanzable”), pero también ese “¡Devuélvela!” puede ser entendido como lo diametralmente opuesto: una voluntaria renuncia a la apropiación, es decir un negarse a matar, por medio de la posesión, la perfecta belleza de lo anhelado (no quiero dejar que mi deseo destruya la perfección que está en ese sujeto u objeto a priori).
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Parafraseando a Segovia: decir “yo deseo” puede ser concebido (y de hecho así lo es en la cultura occidental) como “yo quiero desear; yo invento a lo que deseo; yo aporto el pretexto que me lleva a desear” (desear es salir de mí, romper mis límites, trascender). Pero también puede entenderse como “yo deseo y digo que deseo, pero lo que de veras quiero decir es que deseo independientemente de que yo lo diga y de que yo lo sepa”. Tal vez mi pretexto sirve para hacerme desear, y tanto, que por su propia fuerza arrolladora pueda dejar atrás mi deseo-pretexto y acceda al deseo-Texto, esto es, a un Deseo mayor que me precede. (Hay un Deseo que mi deseo desea.)
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Es precisamente en Roma (of all places) que Tomás Segovia tiene una iluminación análoga a la abierta por la anécdota de Carson McCullers. En la Ciudad Eterna, Segovia escribe en sus cuadernos en febrero de 1999: “Ante la belleza de Roma volvía a sentir intensamente la exaltación de todo enamoramiento: la certeza de que abandonado a ese amor, yo sería ese yo que nunca he podido hacer mío, ese ser verdadero que ya no puede llamarse propiamente yo porque consiste entero en estar ahogado en un tú”.
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Traslademos esta visión a la de McCullers: ante la belleza de aquella taza de té me siento abandonado a ella, arrojado a ella, arrebatado por ella, y comienzo a ser ese yo que siempre se me escapa, ese ser verdadero que está y no está en mí y que ya no es yo y ni siquiera , sino el estar ahogado en ti.
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¿Y cuál es el sentido verdadero de ese “estar ahogado”? Puede ponerse quizás en estas palabras: cuando una y otra vez me enamoro de alguien o de algo, ¿es ese deseo pura veleidad, una mera apetencia que “no sabe lo que quiere”, o es más bien como esos cohetes espaciales que una vez que abandonan la atmósfera se desprenden del segmento mayoritario que contenía el combustible necesario precisamente para dejar atrás la prisión atmosférica, y aprovechan el impulso y siguen adelante? O lo intentan: las más de las veces el impulso no es suficiente, no consigo librarme de la gravedad y caigo de nuevo en mi prisión, en los límites atmosféricos de lo que “soy”. Pero si esta vez lo lograra, si ahora consiguiera el ímpetu necesario... ¿Es el deseo con minúscula la necesidad, el oscuro llamado de seguir adelante, lo que también podría ser visto como desear el espacio interestelar y ahogarse (reintegrarse) en él?
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Y si, arriesgadamente, se llama amor a ese deseo, entonces sólo puede ser concebido como un deseo del Deseo con mayúscula, ahí en donde el ser verdadero comienza en un yo y en un pero a partir de cierto punto (una vez dejada atrás la prisión atmosférica), ya no le son imprescindibles. En otra pregunta aún más arriesgada: ¿se trata a fin de cuentas de desear tanto que eso ya no sea desear sino ser el Deseo mismo? Un aficionarse carnalmente a la carne que significa, ni más ni menos, un aproximarse carnalmente al alma.
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Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente),
Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2010.
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1 comentario:

Sandra Ortiz dijo...

¡Hola!
Celebro la publicación de este ensayo y celebro aún más la publicación del libro, ojala tenga oportunidad de asistir.
Me parece que es una buena herramienta para el alma, en la tarea ardua y compleja de dejar de 'fetichizar' (si se permite la expresión) al otro ("el otro no me complementa"), de aprender a asumirnos perpetuos deseantes, de asumir la falta como condición, que somos tiempo y movimiento, nunca completud o estaticidad.
Felicidades y gracias.