sábado, 25 de abril de 2020

El misterio de los cien monos (XXXIX)

DGD: Morfograma 90, 2020.



El ojo desnudo


Espantapájaros y talismanes

Para Rupert Sheldrake, la percepción concebida como la coincidencia de dos campos mórficos (uno de afuera hacia adentro, otro de adentro hacia afuera) se demuestra en la milenaria certeza de que es posible influir en las personas con sólo mirarlas. En el lado oscuro de esta certeza se halla el “mal de ojo” tan temido por la brujería, es decir el temor a la mirada envidiosa, por ejemplo cuando cosechas abundantes son observadas por agricultores menos afortunados. Para evitar que la cosecha se arruine debido a la influencia perniciosa, una antigua forma de la magia aconseja colocar espantapájaros. Comúnmente se cree que la finalidad de éstos es ahuyentar a los cuervos y otros rapiñadores, pero su verdadera función no es “práctica” sino mágica: atraer y conjurar las miradas malévolas. Otro ejemplo es el de mujeres sin hijos que elogian de modo excesivo al vástago de una recién parida: para evitar la mala influencia de este tipo de mirada envidiosa, suele rodearse al infante con un círculo de sal y colocársele talismanes.[1] En el lado luminoso de esta sabiduría milenaria, se halla por ejemplo la creencia en la India de que ver a un hombre santo o ser mirado por él implica en sí una bendición.
          La experiencia de Rupert Sheldrake en la India, en donde vivió varios años, lo hizo estudiar y practicar la meditación como un modo de conectarse con el campo mórfico indio y oriental. Fue en un ashram (centro de meditación) en donde escribió su primer libro, A New Science of Life. “La gente ahí era pobre más allá de la comprensión de la mayoría de los occidentales, y sin embargo iban por todas partes con la más radiante de las sonrisas. Camine usted en una calle de Londres, París o Nueva York, y verá casi únicamente rostros ansiosos y angustiados. Esa diferencia me impresionó muy profundamente” (The Presence of the Past, 1988).
          La vía experimental ha llevado a Sheldrake a explorar en todas direcciones en donde su teoría pudiera comprobarse. Una de ellas es una sensación que todos hemos experimentado, la de ser observados cuando no estamos en una postura que nos permita detectar a quien nos mira o incluso cuando creemos estar solos.[2] Los Rosacruces proponen mirar fijamente a alguien que nos da la espalda y contar cuánto tiempo pasa antes de que esa persona, inquieta, se vuelva como buscando a quien la observa. Puede incluso hacerse un experimento más simple: en un lugar público miremos a los ojos a alguien que está a cierta distancia (entre dos y seis metros), de perfil o de tres cuartos respecto a nosotros y desentendido de nuestra presencia, y casi siempre notaremos que de inmediato parpadea rápidamente una o dos veces; el observado cambia el ritmo natural e inconsciente del parpadeo, como haciéndose consciente de nuestra mirada o como “llamado” por ella. Esto sucede incluso si miramos el reflejo de una persona en un espejo o en el cristal de una ventana.


Telegrafía del parpadeo

El parpadeo no sólo tiene la “función” fisiológica involuntaria de humedecer a los ojos a cada tanto; es también y sobre todo un reflejo de la conciencia de sí. La conciencia se transmite: es transmisión. Esto resulta especialmente notorio en el cine y su esencial magnificación de los rostros: cuando un actor no se encuentra suficientemente concentrado en su interpretación, o cuando algo interfiere en su entrega al personaje, un signo que lo delata es algo que podría llamarse “parpadeo pesado”, como si los párpados resintieran un peso extra que los llevara a una ruptura de su ritmo natural de caída (se vuelve irregular, nervioso). En estos casos resulta evidente que el actor no puede evitar del todo el estar consciente de la cámara que lo mira, o dicho de otra manera, como si no pudiera creer a fondo en lo que hace.
          De modo subconsciente el espectador recibe este mensaje que le envían los ojos del actor (de la misma forma en que ese mismo espectador siente cuando alguien lo mira de lejos en la vida cotidiana): la resultante es una vaga incomodidad que le recuerda estar precisamente ante un actor y no ante un ser humano “real” (dentro de la convención dramática). El delicado juego de realidades convencionales se ha desequilibrado.
          Sucede lo mismo con la persona a la que observamos a cierta distancia, por ejemplo en una reunión o en un vagón del metro: nuestra mirada la distrae de su distracción y la regresa a sí misma. El parpadeo pesado nos informa tanto del nivel de conciencia del actor como de las fluctuaciones o influencias transmitidas por la mirada en la vida diaria. Para alguien avezado en esta mecánica, casi es posible contemplar las oscilaciones de la conciencia del actor o del observado casual como en un medidor de decibeles en un aparato de sonido. La única diferencia es que el parpadeo pesado del actor representa un esfuerzo por mantenerse en el nivel de conciencia en donde puede creer que es el personaje (el nivel en donde éste es real), es decir una distracción voluntaria (un “traerse” a otro nivel), mientras que en la persona observada significa que involuntariamente ha sido “traída” (atraída, jalada) a la conciencia de sí misma y de la situación.


Actuar es mentir

Este fenómeno parece muy relacionado con lo voluntario-involuntario, así como con las nociones de creer, distraerse, interpretar y decir la verdad: no en balde la neurofisiología considera a esta forma inusual del parpadeo como uno de los principales signos que revelan cuando una persona está mintiendo, bajo un lema que no podría ser más significativo: “Los ojos no saben mentir”. Pero resulta evidente que en ese lema falta una segunda parte: “según lo que es verdadero o falso en un determinado nivel de conciencia”. El arte de un actor no consiste en “fingir más o menos bien” sino en instalarse deliberadamente en un nivel de conciencia distinto al cotidiano: aquel en donde su personaje es real, es decir, un nivel en donde el mundo de ese personaje es verdadero (o, dicho de otra forma, un mundo que posee su propia veracidad y su propia falsedad, muy distintas de las de la vida diaria del actor y del espectador).
          Es por ello que un buen número de actores declaran su rechazo a estar “demasiado conscientes” de la técnica histriónica y prefieren trabajar de modo más bien intuitivo. Numerosos artistas en diversas disciplinas coinciden con esa postura: según explican, asimilan la técnica y luego la impulsan a volverse automática para no tener que analizar hasta el último detalle de su labor: la intuición funciona aquí como el “atajo” que los lleva a esos otros estados de conciencia sin depender del aparato intelectual. La intuición, pues, se revela como otra palabra clave en este proceso (así como la desconfianza al intelecto y a la razón).
          Si, por una u otra razón, el actor no puede creer del todo en la realidad de ese otro nivel de conciencia, transmite subliminalmente al espectador esta falta de creencia total (o bien, una falta de fe: un no poder acceder del todo a esa fe laica que todos tenemos hacia la “realidad”): en este caso, en efecto, “los ojos no saben mentir”, esto es, no se han transportado por completo a ese otro nivel hasta hacerlo verdadero y no tener que mentir. En otras palabras: lo que el espectador califica como “mala actuación” es cuando los ojos del actor le mienten, mientras que una buena interpretación equivale a un actor cuyos ojos transmiten la incuestionable verdad de los otros estados de conciencia y “jalan” (traen, atraen) al espectador hacia esa verdad, es decir, hacia la posibilidad de acceder, en plena vigilia y en plena “normalidad”, a esos otros estados de conciencia.

*

Notas
[1] El talismán es un símbolo que encauza la energía y genera un espacio cualitativo a su alrededor; es, pues, un atractor o asimilador. En este sentido, la alquimia y la astrología hablan del Amuleto Astral: “Es el sello, la figura, el carácter y la imagen de un signo celeste, planeta o constelación destinado a atraer sus influencias” (Dom Belim: Tratado de los Talismanes o Figuras Astrales —1658—, Ed. Obelisco, Barcelona, 1995).
[2] Cf. Rupert Sheldrake: The Sense of Being Stared At: and Other Aspects of the Extended Mind, Crown Publishing, Nueva York, 2003. También el parapsicólogo William G. Braud ha consagrado amplias experimentaciones en esta dirección (“Lability and Inertia in Conformance Behavior”, en Journal of the American Society for Psychical Research, n. 74, Nueva York, 1980).

Libros citados
Sheldrake, Rupert: A New Science of Life: the Hypothesis of Formative Causation, J.P. Tarcher, Los Ángeles/Nueva York, 1981.
——: The Presence of the Past: Morphic Resonance and the Habits of Nature, Random House, Nueva York, 1988.





miércoles, 15 de abril de 2020

El misterio de los cien monos (XXXVIII)

DGD: Morfograma 89, 2020.



No la nada sino el todo en potencia

Un modo holístico de oponerse a las dualidades es postular que la realidad y la conciencia de la realidad son sinónimos: de ahí la afirmación de tantas escuelas esotéricas en el sentido de que la realidad no es ideal, material, espiritual, concreta, mecanicista o vitalista: es un nivel de conciencia y sólo ese nivel es real. Dicho de otro modo: la vivencia no es tal o cual punto de vista, sino la ausencia de ellos en función de esa mirada integral que han buscado tantos místicos y metafísicos. Esa mirada se halla en el centro del Zen: es el vacío, lo que en otros puntos del gran árbol (de la Gran Figura) es llamado agnoia (el término griego para el “estado de no conocer”), sunyata (no el sentido de “nada” sino de todo en potencia usado por la rama kadampa del budismo mahayana) o, en los términos siempre redondos, sencillos y exactos de don Juan Matus, ver.
          En una entrevista realizada en 1984, Carlos Castaneda se remonta a la conquista de México: “Cuando llega el español, le quita al indígena las libertades visibles. El español deja al indígena sin nada, un paria total. Lo que le queda a don Juan, y a los indígenas como él, es encararse con la libertad total, que no tiene nada que ver con las libertades políticas, ideológicas, o con el derecho a la felicidad y al bienestar”.[1] La libertad a la que aspira don Juan es la que para él es la única verdaderamente abierta al hombre: la libertad de percibir.
          La brujería, tal como la entiende esa singularísima tradición a la que don Juan pertenece, es la habilidad de percibir más de lo que está aceptado y permitido por el mundo cotidiano. Otra discípula de don Juan, Florinda Donner, llega al extremo de afirmar que todo lo que contemplamos como material es resultado directo del modo en que lo percibimos: “Incluso nuestros cuerpos físicos son, nuevamente, una consecuencia de la percepción. Estamos atrapados como personas; estamos atrapados en el lenguaje, y eso es exactamente los que quieren los brujos: escapar a través de la energía. [...] Para los brujos, nuestras elecciones en la vida están limitadas por el orden social. Nuestras opciones no tienen límites pero, al aceptar las opciones del orden social, evidentemente establecemos un límite para nuestras ilimitadas posibilidades”.[2]


El número crítico y la revolución perceptual

Otra de las discípulas de don Juan, Taisha Abelar, amplía este horizonte: “Nosotros no percibimos directamente. Desde la infancia hemos filtrado nuestra percepción a través del lenguaje, de nuestra cultura, de nuestras experiencias pasadas. El entrenamiento de los brujos tiene como fin regresar a esa percepción directa de la realidad”.[3] Es a lo que Carlos Castaneda alude una y otra vez:

Don Juan dice que toda la energía con la que podemos contar ya está distribuida. De ahí que no podamos romper la hegemonía de la percepción, y cuando nos encontramos con un brujo creemos habernos topado con un hombre incoherente, porque no está usando la energía disponible como nosotros lo hacemos. Entonces para poder disponer de energía, ya que toda está distribuida, tenemos que ahorrarla, y para él hay un único modo de hacerlo: deshacernos de aquello que no reporta nada. Y ese aquello es la importancia del yo personal. [...] Si se pudiera ahorrar esa energía, habría suficiente capacidad para percibir esa otra realidad, esa realidad aparte y, sobre todo, habría suficiente energía para percibir el regalo del conocimiento total. [...] El hombre de poder es el que puede entrar en mundos de percepción inconcebibles para el que no ha podido ahorrar energía, para aquellos que han empleado toda su energía en defender sus personas.

La tradición milenaria revelada a Castaneda por don Juan es esotérica en el sentido más riguroso del término: pueden encontrársele similitudes con otras tradiciones mágicas, místicas o herméticas, pero en sí no se parece a nada: casi no puede hablarse de ella y mucho menos esperar una iniciación. “El mundo de don Juan Matus”, recapitula Castaneda, “es tan vasto, misterioso y contradictorio que no se presta a un ejercicio de exposición lineal; cuando mucho, se puede describir, y esto haciendo un esfuerzo supremo. [...] Nada de lo que don Juan nos enseñó parece tener una contrapartida en el conocimiento occidental, que yo sepa”.[4] Sin embargo, en un punto coincide con los territorios que hemos intentado conjuntar aquí en todas sus manifestaciones: el concepto de una masa crítica. Una discípula de Castaneda, la argentina Rosa Coll, refiere: “Me explicaba entonces el tema del número crítico a través del ejemplo de las hormigas que caminan en desorden y se orientan con dificultad, andando y desandando camino, hasta que el grupo de hormigas completa cierto número —su número crítico— que, por ese solo hecho, las organiza y las ordena, de modo tal que son capaces de orientarse y dirigirse sin titubeos en la dirección que necesitan. Ha habido hombres ejemplares que soñaron una humanidad libre; Carlos Castaneda, brujo, soñaba entonces con lo que él llamaba la ‘revolución de la percepción’. [...] Me decía que nuestro mundo, este mundo que nos parece tan sólido, tan firme, tan bien armado, está sostenido apenas por unos hilos muy finos, y que se necesita muy poco —un número crítico de perceptores— para que esta férrea estructura se desmorone. Ese desmoronamiento es la revolución de la percepción”.[5] De este modo Coll desglosa esa revolución:

Que la cárcel del hombre sea la percepción, significa que estamos presos en un determinado mundo, en cuya constitución no tuvimos arte ni parte: no se nos preguntó si queríamos vivir en él, no tuvimos otra opción. El brujo ve que nuestro malestar básico se enraíza en la estrechez de nuestra percepción, porque sabemos, de una manera sorda y tenue, que tenemos posibilidades inauditas sin usar. De allí la necesidad de esa revolución de la percepción [...], para cuya realización Castaneda consideraba esencial que un número determinado de personas compartiera una nueva y más amplia manera de percibir. Ese número determinado —desconocido— es el número crítico, el que permite que las hormigas se organicen en torno a una meta común, y el que permitiría que la humanidad rompiera los parámetros de su percepción cotidiana —su cárcel—, aventurándose en un mundo diferente, nuevo.

Según esta autora, Castaneda emplea el concepto de “hombre-masa” según lo entiende Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930), en tanto pérdida de identidad del individuo; sin embargo, le da un sentido especial: a la vez que se da esa pérdida, el individuo adquiere la capacidad de realizar ciertos actos que le resultarían imposibles estando solo. “Masa”, pues, no significa “amasijo” sino un conjunto de individuos conscientes —conscientes, ante todo, de las posibilidades que les ofrece el entregarse a la masa sin por ello ceder la actitud despierta. Estos individuos no se “disuelven en la masa”, sino se suman a ella en un esfuerzo de trascendencia de los límites perceptuales de la personalidad.


El arte de la conciencia

El hombre se disuelve en la masa a través de un criterio personal, socialmente inducido, que constantemente lo hace evaluar la orientación de su vida en función de lo que “se dice”, “se piensa” o “se hace”. El individuo despierto, por el contrario, se integra a la masa y utiliza las características de la masificación precisamente para perder ese criterio comparativo y evaluativo. Según Rosa Coll, Carlos Castaneda afirmaba que si en principio era necesaria la presencia física de los reunidos, con el arribo de la tecnología de la comunicación el hombre ya no precisa encontrarse físicamente en una situación de “masa” para deshacerse del criterio personal. Coll se encarga de aclarar que este concepto no proviene de don Juan Matus:

Carlos Castaneda decía que el fenómeno de la masa, tal como él lo estaba experimentando con referencia a las enseñanzas de su maestro don Juan, era algo desconocido para la brujería, algo acerca de lo cual don Juan no tenía idea. Para Castaneda la masa significaba una fuerza especial, algo así como el impulso de un motor del que el individuo, por sí solo, carece. Para Castaneda los individuos en una situación de masa se potencian y también lo hacen aquellos que conducen a la masa. Energéticamente hablando, la masa no es sólo la suma de sus partes, porque produce una energía propia de la que pueden beneficiarse todos los que la integran.

La fábula de los cien monos adquiere, pues, una insospechada profundidad, evidente en una frase de Carlos Castaneda: “La maestría de la percepción es el arte de la conciencia”.

*

Notas
[1] Javier Molina: “Entrevista con Carlos Castaneda”, en unomásuno, México, junio de 1984.
[2] Alexander Blair-Ewart: “Entrevista con Florinda Donner”, en Bitácora, n. 1, Buenos Aires, julio de 1992.
[3] “Entrevista a Taisha Abelar”, en Bitácora, n. 2, Buenos Aires, febrero de 1993.
[4] Daniel Trujillo Rivas: “Navegando en lo desconocido: entrevista a Carlos Castaneda”, en Uno Mismo, Santiago de Chile/Buenos Aires, febrero de 1997.
[5] Rosa Coll: “La masa y el número crítico”, en Bitácora, n. 3, Buenos Aires, mayo de 1993.