sábado, 5 de junio de 2010

El “carpetazo” a Rayuela


DGD: Textil 68, 2009
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¿Cuántas veces, a lo largo de las décadas, se ha dicho que “dan el ‘carpetazo’ a Rayuela” ciertas novelas que hacen ruido fugaz y luego se olvidan? Esa expresión, “dar el carpetazo”, significa que por fin la novela de Cortázar se ha dejado atrás, que ha sido “superada”, que ya no es significativa en el terreno de las vanguardias, que ha sido desbancada de su sitio y, finalmente, que se ha detenido su influencia, como en una suerte de venganza, de ulterior culminación de una espera angustiosa. ¿Cuántas veces la carpeta se ha cerrado con el gesto de un entierro, de una eliminación, de un rencor por fin saciado? Y ¿por qué el “superar” a Rayuela se ha vuelto parte del destino manifiesto de numerosos escritores? ¿En qué sentido se dice a cada tanto que Rayuela ha envejecido o ha sido superada por fin?
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La idea de la literatura como competencia es gemela a cualquiera otra idea occidental: los individuos son entrenados para competir entre sí y “distinguirse” —distinguirse, precisamente, a través de la habilidad por medio de la cual compiten. En el lenguaje cotidiano abundan expresiones de esta mentalidad; así, se dice “competente” como sinónimo de “hábil” o “capacitado”.
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En un mundo que se basa en ese paradigma, no resulta difícil entender por qué la literatura es virtualmente concebida como competencia entre escritores. Nos parece lo más “natural” asistir a la contienda literaria lo mismo que a un torneo atlético. Las Olimpiadas tienen la más alta consideración como muestrario internacional de “excelencia física”; del mismo modo asistimos día con día a las olimpiadas literarias. Unos libros superan a otros y la “juventud” de unos depende del “envejecimiento” de otros. Como diría Charles Fort, si no hay exclusión, no hay inclusión.
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Se llama “clásicos” a los autores que se han retirado luego de presentar una lucha ejemplar, una competencia modélica. Son aquellos a quienes se homenajea convirtiéndolos en bustos que adornan las pistas en donde compiten los más capaces, es decir los que han llegado más lejos en su desesperada búsqueda de “superar a los demás”. La mera presencia de los bustos en el “salón de la fama” condiciona las vocaciones y ambiciones de los que “vienen detrás”. Porque el tiempo mismo se concibe como la gran carrera, la más tremenda de las competencias. Todos están “en carrera contra el tiempo” y anhelan el podio de los vencedores coronados con laureles; nadie ignora que, por cada coronación, quedan “detrás” (o más bien, debajo) multitudes enteras de competidores anónimos que no lograron siquiera llegar a las Olimpiadas, ya no se diga a los lugares subsidiarios al del “ganador”. Sin embargo, esa certeza no impide, sino fomenta, el acto social por excelencia al que Antonio Porchia denunció con todas sus letras: “A veces pienso en ganar altura, pero no escalando hombres”.
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También tiene injerencia la idea del parricidio, a la que Octavio Paz llamó “la tradición de la ruptura” (un término que si no se entiende a fondo parece apostar por el más conservador de los determinismos modulares). Resulta “tradicional”, pues, que el hijo se vuelva contra el padre; en otros términos, que toda vanguardia significativa se convierta a su vez en tradición y sea, por tanto, “rota” por la siguiente. Toda modernidad se vuelve contra los clásicos desde el momento en que los convierte en bustos, es decir, metafóricamente los rompe y sólo rescata de sus cuerpos la cabeza y un poco más (los bustos suelen “cortarse” en la línea del corazón): son sus ideas las que nos interesa rescatar, y por ello los volvemos ideas. La ruptura es, pues, “tradicional”, es decir, previsible y hasta necesaria: forma parte del proceso ineludible no por otra cosa llamado “tradición”. (La suprema humillación de ver a alguien ganar altura usándonos como escalones se vuelve incentivo: la sed de venganza nos vuelve más fríos y resueltos escaladores de hombres. El “apto” sobrevive; el más apto alcanza la inmortalidad.)
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Tradicionalmente, pues, se volverá a cada tanto a hablar de Rayuela con cualquier pretexto y, luego de “reconocer sus valores”, se procederá a decretarla “envejecida” para que rejuvenezca automáticamente todo aquel que enuncia el decreto. También se la llamará “superada” para que la tradición, ineludiblemente predatoria, fragmentaria, parricida y competitiva hasta la antropofagia, sea al menos tolerable en cuanto el hijo que mata sabe que a su tiempo será matado por su propia descendencia. Es, de hecho, la única forma que tiene para eludir la penosa conciencia sobre su propio destino: la fuerza invertida en el parricidio será duplicada cuando el parricida tenga hijos y ellos a su vez cumplan su destino ineludible. Es casi como si el parricida estuviera diciendo a su descendencia: “Me matarás pero, si me matas bien y haces escuela, tal como lo hice yo, serás matado con una saña mucho mayor a aquella con la que me matas”. Máxima venganza: quien logra llevar a cabo el parricidio de manera “excelente”, convierte a sus futuros detractores en bufones cumpliendo papeles estereotipados, fatales y ridículos.
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Rayuela fue la inusitada vanguardia compuesta por un solo libro que “movió el piso” a los demás vanguardistas del momento y les mostró, por comparación, la debilidad y precariedad de sus propuestas, a las que ellos consideraban poderosas y arriesgadas. En este sentido, Rayuela se salió del “destino inamovible”: su parricidio fue una incorporación más que un degüello, y en todo caso su gran logro (lo que en el fondo no le han perdonado las generaciones subsiguientes) fue no usar a la vanguardia como un enésimo apoyo a la “tradición”; no hacer de la revuelta contra el poder una forma de perduración de ese poder; tomar de la tradición no lo que tenía de previsible y manipulado para renovar tradicionalmente los medios de prever y manipular, sino introducir la duda en cada uno de sus elementos, y hasta en el modo usual de dudar. Rayuela dejó de ser tradición en ese sentido “tradicional”. A la vez, reveló, por una vez, la verdadera tradición: la del ser humano que busca salidas más allá de las contradictorias y asfixiantes imposibilidades que él mismo ha inventado para no permitirse buscar demasiado lejos.
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[De Rayuela: cuaderno de lectura (Un tránsito por la novela de Julio Cortázar), Fondo de Cultura Económica / La Cabra Ediciones, colección Ensayo, México, 2014..]
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Ciclo Rayuela
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2 comentarios:

Unknown dijo...

Precisamente porque Cortázar hizo ruptura haciendo desvíos, y no atropellos, es saludable leer a "Rayuela" como lo que es: una lección de gratitud literaria en donde no hay asomo de la violencia, ni de la pedantería que muestran las justas literarias que se llevan a cabo en las librerías. Todo lo contrario, Rayuela es una lección de bondad, de ternura, de encanto; pese a toda la violencia del mundo en que viven los personajes, éstos siempre hallan la forma de desviarla y de desviarnos a nosotros, los lectores, de andar sobre las calles de la miseria literaria. ¡Gracias cortazarianas a Daniel González Dueñas!

RotundWeiss dijo...

¿Fue Maradona mejor que Messi? ¿Cuándo nacerá el genio que desbarranque a Maradona? Existe en los críticos una macabra ambición por lacrar el sobre que mande al olvido a los grandes. Creo, en cambio, que deberían resignarse a aceptar que los nuevos hitos sólo renuevan y refuerzan a los anteriores (además, claro, de alimentarse de ellos en muchos casos). No sólo no los condenarán al olvido -como a muchos les gustaría-, sino que permitirán sus relecturas y nuevas apreciaciones. Rayuela no morirá jamás.

Gracias Daniel Dueñas por su claridad y, a poco de descubrirlo, espero con ansiedad sus Instrucciones para leer Rayuela.

Un cálido saludo,

Rotundo