miércoles, 15 de octubre de 2008

Arte de llorar


DGD: Frontispicio 1, 2001

A principios del siglo XX, el primer cineasta de la historia, el francés Georges Méliès, se sorprendía porque el público, y sobre todo las mujeres, le pedían “películas para llorar”, es decir graves melodramas, cuando el cine de Méliès se ubicaba ante todo en la comedia y la sátira. Poco más tarde una demanda semejante surgiría en Hollywood, y a tal grado que poco a poco comenzó a perfilarse lo que se llamó “cine para mujeres”, mecánica curiosa porque nunca hubo ni ha habido un cine específicamente rotulado “para hombres”.


Sin duda el cine de acción (sobre todo el de guerra) y el pornográfico se sobrentienden como "cine para hombres", pero muy pocas veces se les refiere directamente así —y nunca con un sentido despectivo—: son aludidos sencillamente como cine de acción o “porno” (en todo caso este último se relaciona en principio con aquellas célebres “funciones para hombres solos”). Por otra parte, sí se habla con frecuencia de "cine o películas para mujeres" —y aquí casi siempre con un regusto despectivo. En una flagrante muestra de desequilibrio, se sobreentiende que todos los géneros cinematográficos son para hombres, con excepción del “cine para mujeres”. Este último es el único poseedor de mote segregacional que, por cierto, ha sido creado por hombres. No se trata, pues, del cine que las mujeres gustan ver, sino del que disgusta ver a los varones.


A varios años de iniciado el siglo XXI existe en Norteamérica un lugar común casi despectivo, el rubro chick flick (“película para mujeres”), que si bien alude a comedias más o menos feministas, se refiere ante todo a aquellos melodramas de los que surgió la telenovela; la línea avanza imbatible a través de las décadas: de Cita de amor (Love Affair, 1939) a Historia de amor (Love Story, 1970), de Algo para recordar (An Affair to Remember, 1957) a Sintonía de amor (Sleepless in Seattle, 1993). El “cine para mujeres” es ya una parte esencial de toda una industria dedicada al público femenino y, aunque no fueron ellas quienes lo bautizaron de ese modo, siguen pidiendo —más allá de lo que aducen las explicaciones psicológicas o sociológicas— películas para llorar. ¿Dónde radica el origen de este misterioso fenómeno?


Son casi lugares comunes la idea de que el llanto lava y la metáfora de la lluvia como lloro celeste que renueva y revitaliza. Es también un lugar común en las sociedades patriarcales la afirmación, repetida por las generaciones, “los hombres no lloran” (sobreentendida como “no deben llorar”). Pero ¿qué tal si en vez de una regla no fuera más que una simple observación (no lloran)? Considerada como tal, equivale sencillamente a reconocer que el varón no sabe llorar. Y en esto hay un evidente fondo. No se trata de que las mujeres, liberadas de tal proscripción, sean más libres para manifestar el llanto, sino que es suyo el arte de llorar: aun si las abarcara la prohibición, sabrían practicar su arte más antiguo, mientras que si de pronto se permitiera llorar a los varones, les costaría un largo tiempo aprender ese arte, que no es suyo en el sentido en que lo es de la mujer.


El mito mexicano reconoce, venera y teme a una Llorona, pero jamás haría lo mismo con un Llorón. En aquélla el llanto es una de las manifestaciones de su poder, mientras que en éste sería la más lastimosa expresión de su “debilidad”. En la Llorona las lágrimas están relacionadas con la maternidad: llora por sus hijos, y nadie le niega ese derecho, puesto que la sabiduría popular entiende que la progenie resulta entrañable para una mujer, mientras que un hombre sólo es “responsable” ante la descendencia. Éste no podría llorar por sus hijos porque en él las lágrimas no son lenguaje de las entrañas, sino expresión superficial de su participación, también “superficial”, en la procreación. De ahí a decir que la mujer llora, mientras que el hombre sólo lloriquea, no hay sino un paso. En otras palabras: se espera que la mujer llore no sólo por ella misma, sino también por el hombre; éste no debe tener emociones sino para relacionarse con una mujer, y ello con el único propósito de que ésta llore por él.


Tanto la partera como el cirujano dan una nalgada al recién nacido: el llanto de éste no es sólo su primer signo de vida, sino el momento de suprema, casi cataclísmica transición: antes de nacer vivía sumergido en líquido vital, y casi podría decirse que en llanto. Tras el nacimiento, con el primer lloro expulsa de sí su mundo acuático (por no decir que se autoexpulsa del paraíso líquido) y deviene seco. Aquí entra de inmediato la regulación de género: si la recién nacida es mujer, se le permitirá la acuosidad en su vida futura; si el neonato es varón, se le pedirá que asuma la sequedad, fundamental atributo masculino.


Y la mujer practicará su arte a plenitud: ante los estímulos más aparentemente nimios, sus ojos se humedecen. La mujer es capaz de deshacerse en llanto, mientras que el hombre no puede hacer otra cosa que intentar fugazmente deshacerse, y ello a través de la imitación —más o menos burda— del llanto de la mujer. El espectáculo de un hombre deshecho en llanto es patético no porque sea socialmente infrecuente, sino porque equivale a la mala imitación de un arte que no le pertenece; y si resulta a veces incluso grotesco es porque el hombre sólo llora por una razón de fondo, independientemente del particular estímulo: recuperar, así sea por unos instantes, el paraíso acuático de sus orígenes.


La mujer llora casi ante cualquier estímulo: lava su alma constantemente en el mar primigenio. Ni siquiera es necesaria una historia triste: basta una imagen. Ella no necesita pretextos para ejercer su arte esencial, pero gusta de convocarlos: desde las películas melodramáticas hasta las catástrofes amorosas. El hombre sí requiere enormes estímulos para llorar, y cuando lo hace imita a la mujer, como si ella también resguardara el alma del varón (al menos la parte húmeda, la más fértil). Debido a que la mujer es capaz de convivir de modo tan profundo con el sufrimiento, el extremo opuesto, la sonrisa, resulta en ella tan limpia, sencilla, honda y misteriosa. En cambio, ninguna sonrisa más reseca que la del hombre, salvo la de aquellos que logran humedecerse, es decir afeminarse, es decir feminizarse.

Dentro o fuera del matriarcado, un círculo de plañideras lava constantemente al mundo reseco y masculino, hasta que exista un círculo de llorones capaces de responderles en su mismo lenguaje. Sólo entonces la retina del mundo podrá limpiarse y llorarse, de vuelta en el acuático paraíso primigenio que sólo se ha perdido por adicción malsana a la sequedad.


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4 comentarios:

Daniel González Dueñas dijo...

Suite. Qué resonante resulta entonces este poema del argentino Alberto Rodolfo Tasso (1943), “Contribución al arte de llorar”:

A veces lloro por naderías,
por cosas pequeñitas, casi nada.
En realidad lloro no sé por qué,
por cosas que no existen. Sin motivo.
Pero siendo en mí tan cercano
este llanto, y ya que está,
lo tomo como un seguro de vida
y como legua larga y como té de tusca
lo celebro.
Este llorar no es de otros sino mío.
No es que me duela la camisa adentro,
no es que haya luto en las cortes
ni que algún ser nos haya abandonado.
Nada de eso. Es algo muy liviano,
muy profundo.
Es algo literario, algo
sentimental, algo relacionado
con los sacos colgados en las perchas
y los sombreros, tan tristes
que hacen llorar de sólo verlos.
En el almendro de alguien, un
sombrero hemos visto colgar
mientras dormíamos anoche o a la siesta.
Eso lloramos. Nada que ver con
el dolor de veras.
Ese duele y da dolor, y humo de mundo.
En cambio, esos huesitos que
ha dejado el monte
entre paréntesis y suspensivos puntos...,
en cambio, digo,
si no es deliciosamente triste
ese misterio de lo que se ha ido,
digo, este fulgor de lo que está viniendo,
yo no sé a ustedes, pero a mí,
este jodido llanto, eso me da,
esta cuota pagada antes de tiempo.

Anónimo dijo...

"Dejar de soñar es comenzar a morir".
Tus textos, las clonografias me inspiran a seguir soñando, a perseguir y realizar mis sueños. Muchas gracias

Anónimo dijo...

Las imágenes que diseñaste son alucinantes. Sobre todo una de ellas que me ha hecho recordar un poco mi niñez, la que aparece en El Encoré de Tokio de Keith Jarret. Yo definiría esas imágenes como: Buhardillas del Universo.

Arturo Vega

Daniel González Dueñas dijo...

"Buhardillas del universo" sería un gran título para una posible reunión de clonografías. Tu comentario me resulta doblemente significativo al tomar en cuenta que tú, en tanto actor, hiciste el papel de Ambrosio en la puesta en escena que en 2004 el grupo Odissea Teatro hizo de "A lo mejor todavía", cuyo centro de gravitación es la infancia. Gracias, Arturo.