viernes, 25 de diciembre de 2020

El misterio de los cien monos (LXIII)

DGD: Morfograma 114, 2020.

 

 

Serialismo

 

 

El coleccionista de coincidencias

 

Resulta arduo imaginar cuáles eran las metas ulteriores de Paul Kammerer. Quienes han continuado sus experimentos lamarckianos son científicos “duros” que sólo aceptan la parte racional y materialista de las búsquedas de Kammerer en tanto biólogo. Sin embargo, la imaginación puede acaso rescatar la “otra” parte de esa figura: ya no la del biólogo cuyo objetivo era demostrar que las características adquiridas por un individuo podían heredarse a sus descendientes, sino la del intuidor, la del coleccionista de coincidencias, la del lector del caleidoscopio cósmico que deseaba deshacerse de la selección natural.

          Tal vez no sea desbordante, entonces, rescatar una faceta de Kammerer que no ha sido suficientemente atendida: su formación musical. Y para ello será necesario traer a cuento una de esas coincidencias de alto grado, tan misteriosa como las que el propio Kammerer coleccionaba. En Viena, un hombre arriesgado e individualista, Paul Kammerer (1880-1926), cuya vocación primordial fue la música, durante las dos primeras décadas del siglo XX trabaja en una arriesgada y compleja teoría a la que llama serialidad; en ese periodo y en la misma ciudad, un músico, Arnold Schoenberg (1874-1951), construye uno de los más intrincados conceptos en la historia de la composición, una ambiciosa teoría a la que llamará precisamente serialismo. Las entrevisiones del libro de Kammerer, Das Gesetz der Serie, postulan un mundo en donde ninguna coincidencia es gratuita y cada una de ellas tiene un sentido; en ese contexto bien puede preguntarse: ¿se trata de una “mera coincidencia”?

          En los albores del siglo XX se producen en el territorio artístico, de modo paralelo, vigorosas rupturas con la tradición clásica; en literatura se rechaza el uso de la poesía métrica; las artes visuales buscan caminos distintos a la pintura figurativa; la danza, el teatro, la arquitectura se vuelven hacia otros modelos. En cuanto a la música, el principal rompimiento con la milenaria tradición de la tonalidad fue el serialismo de Schoenberg; no en balde este artista había sido pintor en sus inicios y como tal había adoptado los modos altamente subjetivos del expresionismo. La respuesta de Schoenberg y otros compositores a esta actitud vanguardista fue la música de doce tonos, o dodecafónica, que con frecuencia es llamada serialismo en general; sin embargo, en sentido estricto, el serialismo es la secuela del trabajo de Schoenberg. Éste escribe en su fundamental tratado “Composition with Twelve Tones” (1941):

 

El método de composición con doce tonos surgió de una necesidad. En los últimos cien años el concepto de armonía ha cambiado tremendamente a través del desarrollo del cromatismo. La idea de que un tono básico, la raíz, dominaba la construcción de los acordes y regulaba su sucesión —el concepto de tonalidad— tuvo que desarrollarse primero en el concepto de “tonalidad extendida”. Muy pronto fue dudoso si esa raíz debía permanecer como centro al cual cada armonía y sucesión armónica debía ser referido. [...]

  Este solo hecho tal vez no habría causado un cambio radical en la técnica compositiva. Sin embargo, tal cambio se volvió necesario cuando sucedió, de modo simultáneo, un desarrollo que terminó en lo que llamo la liberación por la disonancia. [...] Tras muchos intentos infructuosos a lo largo de un periodo aproximado de doce años, senté las bases de un nuevo procedimiento en construcción musical que pareció digno de remplazar las diferenciaciones estructurales antes ofrecidas por las armonías tonales.

  Llamé a este procedimiento “Método de composición con doce tonos que sólo están relacionados uno con otro”. Este método consiste fundamentalmente en el uso constante y exclusivo de un conjunto de doce tonos distintos. Esto significa, por supuesto, que ningún tono es repetido dentro de la serie y que se usan las doce notas de la escala cromática, aunque en un orden diferente. No es en absoluto igual a la escala cromática.

 

En términos muy generales, el mundo clásico está respaldado en la filosofía del orden divino, traducida en armonía, unidad y dirección: el universo detenta un sentido perfecto, que se repite a escala en el hombre y sus hechuras. Este modelo no era menos esencial en las artes que en las religiones y las ciencias, en una íntima correlación. Así, por ejemplo, suele pensarse en el mundo tonal de Mozart a través de una analogía con los principios gravitacionales de Newton; en un sentido lato, esto significa que la raíz tonal ejerce una “gravitación” en torno a la cual giran los demás elementos musicales. A esto se llama “coherencia” en la composición clásica, es decir a la unificación de factores estructurales como el ritmo, las frases, los motivos, y sobre todo al hecho de que todos los rasgos melódicos y armónicos hacen una referencia directa al “centro de gravedad” que es la tónica.

          Sin embargo, en un sentido más abierto equiparar el mundo tonal de Mozart con la ley de la gravitación universal de Newton implica que ambos autores coinciden en la básica noción de orden, de armonía universal. Las vanguardias del siglo XX, y en especial la de la música, fueron una reacción contra ese modelo; así, la postura de Schoenberg, en tanto alejamiento de ese centro tonal mozartiano, se relaciona directamente con el relativismo de Einstein, que a su vez cuestiona la idea newtoniana de absoluto. En este sentido el propio Schoenberg definió su teoría musical como “renuncia al poder unificador de la tónica”.[1]

 

 

Pensamiento tonal clásico y pensamiento serial

 

Más tarde Pierre Boulez explicará esta distinción: “El pensamiento tonal clásico está basado en un mundo definido por la gravitación y la atracción; el pensamiento serial se basa en un mundo en perpetua expansión”.[2] Resulta interesante confrontar esta idea con el modo en que Kammerer define a la ley de la serialidad: en palabras de Arthur Koestler, “mientras que la gravedad actúa sobre toda masa sin discriminación, esta otra fuerza universal procede selectivamente para unir las configuraciones semejantes”. Kammerer, pues, se aleja también del pensamiento tonal clásico. ¿En qué modo se acerca a la visión de Schoenberg? ¿Acaso su metáfora de una gravedad selectiva puede igualarse en lo profundo a la de una perpetua expansión?

          El propósito de Schoenberg fue desarrollar una técnica que actuara como remplazo de la armonía total en tanto fuente esencial de la música. ¿Por qué esta ruptura tajante? Schoenberg parece haber actuado según la demanda de Rimbaud de ser absolutamente moderno: la caída del mundo clásico exigía una nueva música; en un entorno centrado en la relatividad, el desencanto artístico y el pesimismo filosófico, ya no podía seguirse componiendo según reglas cuyo básico presupuesto era la armonía universal. Así pues, el serialismo se basa en el concepto del absurdo de la vida y se traduce en la ausencia de gravedad tonal; para Schoenberg, la música moderna debe expresar la certeza de que el universo carece de otro sentido que aquel que el artista le infunde de modo subjetivo. Esto hace posible que uno de sus biógrafos, el pianista Charles Rosen, llegue al extremo de afirmar que la obra de Schoenberg, con su atonalidad y disonancia, “posee un raro balance de forma y emoción, lo que la convierte en la música más expresiva jamás escrita”. Schoenberg insistía en que era indispensable la “liberación por medio de la disonancia”: liberación de modelos caducos, casi diríase de “supersticiones”. El hombre está solo y condenado: no existen órdenes sobrenaturales que la música deba reflejar. La arbitrariedad, el caos, la incertidumbre y el sinsentido son para Schoenberg las únicas constantes.

 

*

 

Libros citados

Koestler, Arthur: The Case of the Midwife Toad, Random House, Nueva York, 1971. Apéndice: “The Law of Seriality”.

Rosen, Charles: Arnold Schoenberg, University of Chicago Press, 1996.

Schoenberg, Arnold: “Composition with Twelve Tones” (1941), en Style and idea: selected writings of Arnold Schoenberg, St. Martin’s Press, Nueva York, 1975; University of California Press, Berkeley, 1984.

 

 

Notas

[1] E. Randol Schoenberg examina otra relación entre el creador de la relatividad y el creador del serialismo en “Arnold Schoenberg and Albert Einstein: Their relationship and views on Zionism” (Journal of the Arnold Schoenberg Institute, vol. X, n. 2, Los Ángeles, noviembre de 1987).

[2] Pierre Boulez: “Eventually” (1952), en Notes of an Apprenticeship (Alfred Knopf, Nueva York, 1968).

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LXIV).]

 

 

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miércoles, 16 de diciembre de 2020

El misterio de los cien monos (LXII)

DGD: Morfograma 113, 2020.

 

 

La ciencia estudia sistemas aislados

 

Difícil “figura” la de Paul Kammerer. A fines del siglo XX las evidencias del caso fueron reexaminadas (sobre todo las fotografías que sobrevivieron y que registran el experimento): una vez más, los análisis sugirieron la integridad del biólogo. Y sin embargo, esta tardía exculpación permanece tan poco escuchada como los dispersos brotes de una “herencia” (para usar un término tan delicado en estos ámbitos): de modo insólito, casi como demostración autónoma de la serialidad, aparecen continuadores, pero lo que ellos han heredado no es el estudio de la serialidad sino los intentos de Kammerer por reivindicar a Lamarck. En Lamarck’s Signature: How Retrogenes Are Changing Darwin’s Natural Selection Paradigm (1999), el biólogo australiano Edward J. Steele reporta los resultados de sus experimentos llevados a cabo durante años y muestra evidencia de que algunas funciones inmunológicas adquiridas en vida por ciertos sujetos, se han heredado a los descendientes. La “herejía lamarckiana” vuelve por sus fueros en un tiempo darwinista no menos cerrado que el de Kammerer.

          Y es que la ciencia sigue actuando, incluso en sus tiempos de mayor sofisticación (que son siempre los de la “actual modernidad” en turno), según la clásica maniobra de aislar fenómenos con el fin de evitar “perturbaciones exteriores”. Dicho de otra manera: la ciencia estudia sistemas aislados. Dificilmente se ha hecho caso a la admonición de Max Planck (premio Nobel de Física de 1918 “por su papel jugado en el avance de la física con el descubrimiento de la teoría cuántica”): “Debe ser eliminada la suposición de que el curso ordenado de un proceso puede ser representado por un análisis de él inserto en procesos temporales y espaciales. La concepción de totalidad debe ser introducida tanto en la física como en la biología”.

          Paul Kammerer era ante todo un hombre de ciencia y con definitiva acritud desechó la mística; aún más lo habría hecho de haber vivido en la época de la excesiva e ingenua New Age (al igual que lo hacen científicos como Rupert Sheldrake). Sin embargo, su visión era mística en esencia, y a tal grado, que no habría merecido la desaprobación de Fort y acaso ni siquiera la de Swedenborg. Fue por decisión —y no por imposibilidad— que Kammerer no dio ese salto conjunto —o unitario— al que alude otro científico de igual necesidad unitaria, Edward Osborne Wilson.

          En Consilience (1998), este biólogo emprende el intento por devolver la “teoría general de los sistemas” a sus fuentes menos equívocas; más que “concilio” o “elasticidad”, el título de su libro alude a un “salto conjunto” de todas las ramas del conocimiento, ya sea que provengan de la religión o de la ciencia, del arte, la mística o las humanidades. Se ha dicho que cada una de ellas aporta una “propuesta operativa”, cuando en realidad lo que se busca parcialmente es un sentido general. A pesar de que Wilson aporta siempre la “base científica” y cumple con la cuota de “evidencias” (incluso aceptando el darwinismo como un hecho), su visión y su postura incomodan a sus colegas menos dispuestos a lo integral: “El homo sapiens, la primera especie verdaderamente libre”, escribe, “está a punto de deshacerse de la selección natural, la fuerza que nos hace. [...] Pronto deberemos mirar en nuestra más profunda interioridad y decidir en qué queremos convertirnos”.

          De modo lamentable, también la teoría de Lamarck tiene un lado oscuro, puesto que fue el primero en retirar la llave de la evolución de las manos de la divinidad y en colocarla en las del hombre; sus repercusiones, pues, vistas de este modo, culminarían en un apoyo teórico a la ingeniería genética. Resulta curioso que asimismo parece apoyarla Darwin, el cuasi-detractor de Lamarck. La clave está en la frase de Wilson: ¿qué individuo o conjunto de individuos (élite) elegirá en qué queremos convertirnos? Es evidente que si esta elección surge de los cenáculos del poder, toda teoría imaginable se usará como apoyo para un “cambio total” que dejará las cosas tal como están ahora: el dominio, la rapiña y el sojuzgamiento de unos cuantos sobre los demás. No obstante, la forma verbal queremos implica a la humanidad en su conjunto y sin excepción alguna; sólo ella puede y debe tomar la gran decisión: únicamente ella puede mirar en nuestra más profunda interioridad y librarse de todos los equívocos.

 

*

 

Libros citados

Planck, Max: Eight Lectures on Theoretical Physics, Dover Publications, Nueva York, 1915; trad.: A.P. Wills.

Steele, Edward J., Robyn A. Lindley y Robert V. Blanden: Lamarck’s Signature: How Retrogenes Are Changing Darwin’s Natural Selection Paradigm, Perseus Publishing (Helix Books Series), Boulder (Colorado), 1999.

Wilson, Edward Osborne: Consilience: The Unity of Knowledge, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1998.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LXIII).]

 

 

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sábado, 5 de diciembre de 2020

El misterio de los cien monos (LXI)

DGD: Morfograma 112, 2020.

 

 

La herejía lamarckiana

 

Aunque Paul Kammerer no parece haberse planteado esas preguntas de modo directo, su propia búsqueda (es decir, sus intuiciones) y su vida misma (es decir, la forma en que asumió y se dejó guiar por esa llamada intuitiva) son dramáticas en sí mismas. Tristemente, su nombre quedó ligado a los sucesos que determinaron el fin de su vida. El biólogo había publicado una serie de respetables textos científicos y tenía un lugar en la academia; sin embargo, la publicación de su Das Gesetz der Serie (La Ley de la Serialidad) fue por completo ignorada por la comunidad científica. Kammerer valoraba la respetabilidad del mundo académico y quiso obtenerla entonces por medios polémicos; para ser tolerado por sus colegas le habría sido suficiente, por ejemplo, dar poca importancia a su tesis de la serialidad y consagrarse al estudio de lo oficialmente tasado como “respetable”. Lejos de ello, eligió otra provocación. En un tiempo en que las tesis de Lamarck habían sido literalmente aplastadas por la corriente darwinista, Kammerer condujo experimentos con el fin de probar la tesis lamarckiana (ya entonces transformada en “herejía”) acerca de que ciertas características adquiridas en la vida de uno o varios individuos podían transmitirse a las subsiguientes generaciones por medio de la herencia genética.[1]

          Kammerer, que desde 1904 trabajaba en el Instituto de Biología Experimental de Viena, introdujo ciertas variantes en una especie de anfibios (alytes obstetricans, conocidos en lengua inglesa como midwife toads, “sapos comadrona”) y los estudió durante varias de sus generaciones; entonces proclamó haber conseguido un cambio que se había vuelto hereditario. Durante un tiempo lo rodeó un aura sensacionalista y hasta hizo una gira por Estados Unidos dando conferencias. Por un corto periodo fue el biólogo más famoso del mundo y llegó a ser aclamado como “el nuevo Darwin”, un título paradójico porque a Kammerer le habría gustado más “el nuevo Lamarck”.

          Sin embargo, otros nombres podrían colocarse bajo ese título, puesto que de ser cierto su descubrimiento, el golpe sería tremendo ya no sólo en el mundo científico (la opción de la ciencia de construir un futuro feliz para la raza humana), sino en el social. Por dar el ejemplo más tajante en este rubro: las ideologías monárquicas, racistas y fascistas ya no podrían basarse en el antiguo lema de que el linaje es destino. Paul Kammerer estaba muy consciente de estas graves concomitancias de su descubrimiento, y así declaró: “No somos esclavos del pasado sino videntes del futuro”. Kammerer tuvo, pues, sus “quince minutos de fama”; sin embargo, en 1926 fue denunciado en Viena que una parte fundamental de este experimento había sido falsificada. Kammerer se suicidó el mismo año, poco después de la divulgación de la denuncia.

          En The Case of the Midwife Toad, Koestler afirma que Kammerer realizó el experimento con integridad, y sugiere dos posibilidades: la primera, que uno de los asistentes del biólogo haya falsificado las evidencias en un acto de “buena voluntad”; la segunda, que el responsable fue un enemigo de Kammerer y que lo hizo para desacreditarlo. Aunque Kammerer aseveró no tener conocimiento de la falsificación, su posterior suicidio fue interpretado como “confesión de culpabilidad”. No obstante, lo más probable es que un descalabro de esta naturaleza haya sido demasiado para un hombre que pretendía con este experimento no sólo obtener la respetabilidad que no había logrado en 1919 con la publicación de Das Gesetz der Serie, sino dar un golpe irreversible a la ortodoxia darwinista de su tiempo.

 

 

La lista negra de la ciencia

 

Las ideas lamarckianas de Kammerer habían interesado a los rusos, en tanto el comunismo ve al hombre como producto de sus circunstancias (particularmente las económicas); poco antes de su muerte, el biólogo había aceptado un cargo como profesor de biología en la Universidad de Moscú: nada indicaba la posibilidad de un suicidio. En el artículo “Paul Kammerer and the Suspect Siphons” (1985), el biólogo J.R. Whittaker afirma que el suicidio se debió parcialmente a que una mujer a la que Kammerer amaba se negó a ir con él a Moscú; Whittaker agrega:

 

Sin embargo, dejó una última palabra excepcional, una carta dirigida a la Academia de Ciencia de Moscú en la que clamaba su inocencia ante los cargos de fraude y expresaba su esperanza de encontrar valor para terminar su vida, destruida por lo que había sucedido. También explicaba que había continuado enviando sus cosas a Moscú por dos razones: la primera, que quería mantener oculta a su familia la intención de suicidarse; la segunda, que deseaba donar su biblioteca a la Academia Comunista en compensación por cualquier molestia que le hubiera causado. Esta carta fue publicada en Science. La publicación de una nota de suicidio (o al menos de algo deliberadamente escrito como tal) en una revista científica es sin duda una muestra de la controversia suscitada en su tiempo en torno a este extraño hombre.

 

Kammerer había desencadenado un debate sobre el origen de las especies y una puesta en duda de las ideas de Darwin; su acérrimo enemigo, William Bateson, darwinista ortodoxo, manipuló la polémica para desviarla y reducirla a un escandaloso asunto de evidencias falsificadas en un laboratorio.

          La estrategia probó ser devastadora: no sólo hundió la carrera de Kammerer sino probablemente su propia vida; de modo aún más eficiente, afectó su posteridad: la academia lo ha desechado y los continuadores de su trabajo dentro del territorio científico son muy contados. En muchos sentidos, aunque décadas después se revaloraron sus premisas serialísticas, el aura de pérdida de autoridad lo sigue alcanzando e influye en el desconocimiento que rodea a su legado.[2]

          Existe una especie de lista negra de la ciencia (y el término “negro” es más que adecuado) consagrada a desacreditar post-mortem a los rebeldes. Entre cientos de ejemplos puede mencionarse a Cyril Burt, uno de los psicólogos británicos más reconocidos, también aliado en cierto modo a la “herejía lamarckiana”; en un periodo de cinco años después de su muerte en 1971, Burt fue públicamente denunciado como fraude y se le acusó de fabricar evidencias para probar su tesis de que la inteligencia es hereditaria. La polémica continúa, pero la figura de Burt ha sido oscurecida para la memoria colectiva.

          En ese rubro nebuloso ha quedado Kammerer. Según reporta Lester Aronson en un artículo escrito en 1975, la historia de Kammerer “se contaba de modo regular a los estudiantes de biología a finales de los años cuarenta como ejemplo negativo, con la moraleja de que un fraude se revierte contra el perpetrador”. En los años setenta, Aronson hace una encuesta entre estudiantes de biología y descubre que ninguno de ellos ha oído hablar de Kammerer. Sin embargo, no se trata de que el estigma se haya “limpiado” al fin, sino de que el hombre y su obra sencillamente han desembocado en el completo olvido: nuevas historias escandalosas y “aleccionadoras” la han sustituido, mejor adaptadas a los tiempos.[3]

 

*

 

Notas

[1] En ese tiempo, uno de los argumentos científicos opuestos a la teoría lamarckiana los resume a todos: con no poca agresividad sardónica, se afirmaba que un milenio de práctica de la circuncisión en la cultura judía había fallado en generar el nacimiento de varones sin prepucio.

[2] Cf. René Freund: Land der Träumer: zwischen Grösse und Grössenwahn, verkannte Österreicher und ihre Utopien: mit Porträts von Jakob Lorber, Leopold von Sacher-Masoch, Rosa Mayreder und Marie Lang, “Sir Galahad” alias Bertha Diener-Eckstein, Florian Berndl, Eugenie Schwarzwald, Paul Kammerer, Otto Gross, Wilhelm Reich, Carl Schappeller, Viktor Schauberger, Nikola Tesla, Picus Verlag (Aktualisierte Auflage), Viena, 2000.

[3] Es también por ese olvido que en la oleada de libros escépticos de la segunda mitad del siglo XX sólo parece haber uno que menciona el nombre de Kammerer: en Scientists and Scoundrels: A Book of Hoaxes (1965) el escritor de ciencia-ficción Robert Silverberg lo incluye, con sorprendente ligereza, en su lista de “fraudes científicos”. Las palabras elegidas son tajantes: scoundrel corresponde a sinvergüenza, canalla, charlatán, persona deshonesta y/o sin escrúpulos; por su parte, hoax equivale a fraude, engaño, farsa, truco, mistificación, trampa, timo.

 

 

Libros y artículos mencionados

Aronson, Lester R.: “The Case of the Midwife Toad”, en Behavior Genetics, vol. 5, n. 2, Nueva York, 1975.

Silverberg, Robert: Scientists and Scoundrels: A Book of Hoaxes, Ty Crowell Co., Nueva York, 1965.

Whittaker, J.R.: “Paul Kammerer and the Suspect Siphons”, en MBL Science, Marine Biological Laboratory, Woods Hole (Massachusetts), verano de 1985.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LXII).]

 

 

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