sábado, 25 de diciembre de 2021

Los dioses (Una tipología) (XXII)

DGD: Postales, 2021.

 

 

Coda IV. Epicteto y la creación

 

Contempla de lejos al vivir. / Nunca lo interrogues. / No puede decirte / nada. La respuesta / excede a los dioses. / Mas serenamente / imita al Olimpo / en tu corazón. / Los dioses son dioses / porque no se piensan.

Ricardo Reis (Fernando Pessoa)

¿Qué saben los dioses de los sueños de los hombres?

Gloria Gervitz

 

Marco Aurelio, discípulo de Epicteto, convencido de que “no llevarás a feliz término ninguna cosa humana sin relacionarla al mismo tiempo con las divinas, ni tampoco al revés”, hace en las Meditaciones una diferenciación a su manera: “es necesario decir ante cada cosa: esto procede del dios [o de los dioses], esto otro es según el destino y el hado que se entrelaza, según tal coincidencia y fortuna, eso otro procede de alguien que comparte mi estirpe, mi linaje, que es camarada, aunque él desconozca qué tiene conforme a la naturaleza”.

          Epicteto había dicho: “Sean cuales fueran las reglas morales que te has propuesto, respétalas como si fueran leyes, y como si cometieras sacrilegio al violar cualquiera de ellas”. Para obligarse a respetar las reglas, el hombre les da una autoridad superior y las convierte en leyes. De idéntico modo, los dioses son pretextos, ahora vestidos con la máxima autoridad, para obligar al individuo a respetar una ordenación del mundo que él mismo se ha propuesto creer. En Epicteto la regla para crear leyes o dioses es la misma: “Considera todo lo óptimo como una ley inviolable”.

          Epicteto llega al equilibrio mayor en la relación entre hombres y dioses:

 

Ten por seguro que la piedad esencial hacia los dioses consiste en formarse un concepto correcto de ellos, creyendo que existen y que gobiernan el universo con bondad y justicia. Toma la firme resolución de obedecerlos y acatarlos, siguiéndolos voluntariamente en todos los acontecimientos y considerando éstos como producidos por la más perfecta de las inteligencias. De esta forma nunca dudarás de los dioses, ni los acusarás de haberte desamparado.

 

Los dioses son un concepto, que por lo tanto se construye según leyes lingüísticas (y no teológicas); este concepto en particular rige al mundo, casi diríase que de una manera ideológica (y no religiosa). “Dime qué dioses te rigen y te diré quién eres”, parece decir Epicteto. El hombre construye lo que cree y cree en lo que construye: una vez creado el concepto correcto, el hombre cree que ha sido creado por ese concepto y no por otro. Crea, pues, a aquello que lo crea. La creación es una forma lingüística de la elección.

 

 

Coda V. Fragmentos

 

El genio de la Poesía debe alcanzar su propia salvación en el hombre: no puede madurar ni por ley ni por precepto, sino por obra de la sensación y la vigilancia. Lo creador debe crearse a sí mismo.

John Keats: carta a James Hessey, octubre 9 de 1818.

 Los dioses y los hombres no son naturales, [y] sólo alcanzan su sentido último a través de la reducción de la naturaleza a términos / espirituales, o nomencladores, o pragmáticos, o las nueve musas, o los hemistiquios, / o René Descartes / o Guernica.

Julio Cortázar: Imagen de John Keats

 

 La necesidad de saber

 

“Deja en manos de Dios averiguar los misterios del cielo.” Hay quienes ven en este aforismo (incluido en la Antología Latina) la única teología aceptable. Otros lo consideran emblema del conformismo y la sumisión más inaceptable. Algunos, los más, lo leen como la invitación precisa para la discusión que ha durado milenios, y que no tiene a la religión como territorio indispensable. La filosofía e incluso la ciencia afirman, luego niegan y después vuelven a afirmar que haya misterios en el cielo y, por extensión, en la tierra. La declaración “No hay misterios” es idéntica, en impulso, a la contraria. A fin de cuentas todo ello es —lo saben todos— un misterio.

          Lo curioso de este aforismo es que su construcción lingüística coloca a Dios no como el sabio absoluto sino como el supremo investigador: dice “Deja en manos de Dios averiguar”, y no, por ejemplo, “Dios conoce los misterios del cielo”. Acaso ello se debe a la renuencia —tan humana— a imaginar a Dios inmóvil e indiferente: si lo sabe todo ya no tiene inventivo al movimiento; la carencia absoluta de curiosidad (necesidad de saber) lo vuelve tan inerte como Nietzsche imaginó. El único acto humano que vuelve a Dios a la vida es negarle la omnisapiencia: sólo Él puede resolver el misterio y en este nivel está separado de sus criaturas, pero éstas se hallan unidas al creador en el nivel anterior: la necesidad de saber. Por ello en la jerarquía de los númenes hay siempre algo que no saben (o como la ciencia gusta de matizar, que aún no saben).

 

 

Toda la omnisciencia menos un punto

 

La propia concepción de una deidad vuelve indispensable negarle una posesión absoluta de sus atributos esenciales omnipotencia, omnisapiencia, omnisciencia, o de otra manera desaparece. Sabe muy bien entreverlo Simone de Beauvoir en Pyrrhus et Cinéas:

 

Porque el hombre es trascendencia, jamás podrá imaginar un paraíso. El paraíso es el reposo, la trascendencia negada, un estado de cosas ya dado, sin posible superación. Pero en ese caso, ¿qué haremos? Para que el aire sea respirable tendrá que dejar paso a las acciones, a los deseos, que a su vez tenemos que superar: tendrá que dejar de ser paraíso. La belleza de la tierra prometida es que ella prometía nuevas promesas. Los paraísos inmóviles no pueden prometer más que un eterno aburrimiento.

 

Y sobre todo en estas líneas:

 

Si Dios es la infinitud y la plenitud del ser, no hay distancia entre su proyecto y su ser realidad; su voluntad es el fundamento inmóvil de su ser. Lo que quiere se hace, quiere cuanto es... Tal Dios no es una persona singular, es el universal, el todo inmutable y eterno. Y lo universal es silencioso... La perfección de su ser no deja ningún lugar al hombre porque el hombre no podría trascenderse en Dios si Dios ya está todo entero dado. En tal caso el hombre no es más que un accidente indiferente a la realidad del ser; está en la tierra como un explorador perdido en el desierto; puede ir a la derecha o a la izquierda, puede ir a donde quiera; jamás irá a ningún lugar y la arena cubrirá sus huellas.

 

*

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (XXIII).]

 

 

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miércoles, 15 de diciembre de 2021

Los dioses (Una tipología) (XXI)

DGD: Postales, 2021.

 

 

Providencia, Destino y Fortuna

 

Los dioses no están contenidos en los cuerpos, sino que sus vidas y sus acciones divinas los contienen; no están orientados hacia los cuerpos, sino que los cuerpos que contienen están orientados hacia la causa divina.

Jámblico: Libro de los Misterios Egipcios

 

Para Salustio, sin embargo, existe una magnitud inasible por encima de los dioses hipercósmicos: el Dios-Uno-Bien-Esencia.

          Las jerarquías marcadas por Salustio pueden compendiarse de esta manera: 1) Por encima de todo está el Dios-Uno-Bien-Esencia. 2) Bajo él, los Dioses-Intelecto, lo Inteligible, los dioses Hipercósmicos. 3) Inmediatamente después están los Dioses-Demiurgos, los creadores, los dioses Encósmicos. 4) Después viene el alma, creada por los dioses Hipercósmicos en relación con el Dios-Uno, pero que pierde su jerarquía al descender y mezclarse con lo corporal, con la materia.

          De esta progresión surge el sentido: “El deber del alma es remontar el camino; el medio es la encarnación y la correcta guía del cuerpo-recipiente”.

          En esta tipología añade un tercer nombre: “Del mismo modo que efectivamente la Providencia y el Destino existen para pueblos y ciudades, y existen también para cada hombre, así también la Fortuna”. Esta última es definida como “El poder de los Dioses que ordena los diversos e inesperados acontecimientos para bien”.

          En la Epístola a Macedonio, el filósofo sirio Jámblico, maestro de Juliano y de Salustio, escribía:

 

Los movimientos del destino que se refieren al cosmos se asemejan a las actividades y revoluciones inmateriales e intelectuales, y su orden puede compararse con el buen orden inteligible e incorruptible: las causas posteriores se cohesionan con las causas anteriores, y como la multitud en la generación se anuda a la esencia indivisible, así también todo lo propio del destino, con la providencia anterior. El destino, pues, de acuerdo con la esencia misma, se entrelaza con la providencia, y por el hecho de que existe la providencia, el destino desciende de ella y subsiste en torno a ella.

 

Y agrega: “Cuando los seres superiores son la causa de los sucesos, un dios es su vigilante, pero cuando son los seres que están en la naturaleza, su vigilante es un démon. Por tanto, siempre todo se lleva a cabo con una causa, y absolutamente nada se introduce sin orden en los seres que han de generarse”.

          La conclusión de Jámblico es también serena pero enfática:

 

Así pues, dado que el hombre está en un alma, y el alma es intelectual e inmortal, por lo tanto también lo bello y lo bueno y el fin de ella [del alma] están presentes en la vida divina, y ninguna de las cosas de naturaleza mortal tiene poder o para contribuir en algo para la vida perfecta, o para quitar su felicidad. En efecto, para nosotros lo dichoso está totalmente en una vida intelectual, y ninguno de los medios hace que ésta se entregue, ni puede eliminarla. Por lo tanto, en vano se propagan entre los hombres las suertes y los desiguales dones de la suerte.

 

La cuestión, sin embargo, se complica aún más cuando se considera el hecho de que, visto en retrospectiva, el azar parece destino.

 

 

El mal no existe

 

Salustio resuelve el problema del mal (“¿cómo, si los Dioses son buenos y hacen todo, existen los males en el Mundo?”) a la manera neoplatónica: el mal no existe, “sino que por ausencia del bien se da, al igual que la sombra en sí no existe, sino que por ausencia de luz se da”, puesto que en oposición a los maniqueos o gnosis valentiniana el neoplatonismo no concibe la existencia del mal en sí.

          El mal no existe, pero existe el pecado. Salustio llega a su punto más polémico: “El alma peca, pues, porque tiende al bien, pero yerra respecto al bien, porque no es esencia primera. Con el fin de no errar y, si ha errado, remediarlo, se pueden observar numerosos remedios procedentes de los Dioses: artes, ciencias y ejercicios, plegarias, sacrificios y ritos de iniciación, leyes y constituciones políticas, juicios y castigos, deben su existencia a tratar de impedir que las almas yerren; y a su salida del cuerpo los Dioses y Démones purificadores las purifican de sus errores”.

          Pero en la cuestión del sacrificio animal no todos los neoplatónicos están de acuerdo; Porfirio lo condena en su Sobre la abstinencia y también abomina de ella el propio Jámblico en Sobre los misterios egipcios. Por su parte, Salustio lo defiende de una forma acorde con su propia lógica: “En primer lugar, puesto que tenemos todo a partir de los Dioses, es justo ofrecer a los dadores las primicias de sus dones: las primicias de nuestros bienes bajo la forma de ofrendas, de nuestros cuerpos bajo la forma de cabellos, y de nuestra vida bajo la forma de sacrificios”. En el capítulo XVI de Sobre los dioses y el mundo parece que quiere dejar más esclarecido el asunto cuando afirma que “sin sacrificios las oraciones son simples palabras, pero acompañadas de sacrificios, se convierten en palabras animadas”.

          Ya Ovidio en Metamorfosis (XII, 1) aplicaba un razonamiento análogo: “[Calcante] ni desconoce ni oculta que hay que aplacar la ira de la diosa virgen con sangre virginal”.

 

 

La cólera de los dioses

 

Otra idea a la que Salustio transfigura es la celebérrima cólera de los dioses: “si somos malos, hacemos a los Dioses enemigos nuestros, no porque ellos se irriten, sino porque nuestros pecados no les permiten iluminarnos y nos ligan a los Démones castigadores”. Brillante manera de revertir la noción de ira divina como principio del mundo, y también de hacer suyo el principio epicúreo de la absoluta indiferencia de los dioses respecto a los hombres: éstos, para Salustio, son bondadosos y sólo se enojan cuando no se les permite hacer el bien; no son indiferentes sino a las blasfemias o herejías (como el cristianismo).

          Acaso Salustio también responde a aquella sentencia preferida por Borges. En un universo tejido por la providencia, la fortuna y el destino, los dioses dotan al hombre de libre albedrío para que elija qué cantar. Algunos cantarán a la desdicha; otros, al extraño portento de estar vivos; no faltará quien adopte el canto por el canto mismo, ni tampoco estará ausente aquel que, a través de los mitos, cante la búsqueda sagrada de lo divino sobre sí mismo.

 

*

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (XXII).]

 

 

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