miércoles, 5 de enero de 2011

Un texto de Tomás Segovia sobre la santidad

DGD: Redes 135 (clonografía), 2010

[Incluyo aquí un extracto fundamental de los Cuadernos de notas de Tomás Segovia (a los que el autor ha llamado El tiempo en los brazos, y cuya segunda mitad puede leerse aquí); se trata de las anotaciones correspondientes al 31 de agosto y 1 de septiembre de 1994, que pueden considerarse una declaración de principios de obra y vida —entidades inseparables. El lector interesado podría consultar mi texto “Tomás Segovia: el arte de pensar” haciendo click aquí. (DGD)]
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Leídas unas cuantas cartas de Rilke desde Toledo (en una traducción española verdaderamente desalentadora).
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Hay una especie de “santidad” que se ha evaporado totalmente del mundo desde hace por lo menos medio siglo. Quiero decir un sentido (o sentimiento) de la santidad —quiero decir un sentido del deber, pero me repugna llamarlo así porque la idea adquiere en seguida un olor puritano y rancio, un eco voluntarista y meritorio que no tiene nada que ver con lo que quiero decir. Se trataría en todo caso de un deber espiritual y más bien aristocrático, con más ensoñación que control, más indolente que empeñoso, más secreto que edificante, más emocionante que ejemplar. Un deber de sensibilidad, de atención, de reflexión —pero también de fruición, de aprovechamiento, y hasta de beneficio y privilegio. No una manera de estar en la vida habitado por un proyecto, un plan, un programa —aunque sea el proyecto o el plan o el programa de una gran idea o de un supremo valor—, sino de estar en la vida imantado, arrastrado con obediencia y respeto por lo que en la vida arrastra, por los riquísimos y purísimos magnetismos de la vida. Eso no es propiamente una moral (aunque en otro sentido también nos falta hoy una moral). Prefiero recurrir a la noción de santidad porque tal vez esa actitud no es santa en sí, pero se caracteriza con toda evidencia por honrar la santidad de la vida.
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Me admira esa fidelidad no sólo en el propio Rilke sino incluso en el mundo que lo rodea: un mundo de aristócratas sumisos ante el genio (y el talento), de grandes editores llenos de gratitud a los escritores que no les proporcionan riqueza y poder sino que los ennoblecen, de princesas que traducen poesía a tres o cuatro lenguas, de lectores y amateurs que tratan a los creadores no con adulación, idolatría, envidia o jactancia, sino con auténtico respeto.
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Es admirable por ejemplo que un pensamiento tan profundo, y además tan coherente y proseguido como el de Rilke, no se “profesionalice” en lo más mínimo, no se convierta ni un momento en cátedra, en lección, en doctrina o en escuela. Y esto que hoy nos parece casi increíble, le resultaba al parecer perfectamente natural a todo el mundo todavía en 1913. Lo cual sugeriría que la frontera (arbitraria, como siempre) se situaría en la Iª Guerra Mundial.
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Estaba pensando en Rubén Darío, que pertenece también claramente a ese mundo, y de pronto recordé una anécdota casi chusca que ya la primera vez que supe de ella (en la adolescencia, creo) me sorprendió mucho: la medición “científica” del cerebro de Rubén Darío después de su muerte para comprobar las condiciones de un cerebro “superior”. La sorpresa consiste en que veinte o treinta años después a nadie se le ocurriría buscar esa superioridad en el cerebro de un poeta exquisito. En todo caso podría ocurrírsele a alguien verificar esa ridícula idea en el cerebro de Einstein, o de Rockefeller, o de Marx —pero ¿del “divino Rubén”?
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El peligro de ese envidiable mundo es, visto desde dentro, el esteticismo y la cursilería, y visto desde fuera, el privilegio fundado en la injusticia social. Pero eso no prueba que para evitar esos males haya que sacrificar necesariamente el alto valor humano de ese temple de alma. No es verdad, aunque lo parezca, que para dejar de circular entre palacios de princesas y hoteles Ritz haya que dejar de ser Rilke. Más bien al revés: hoy no sería tan difícil —ni tan culpable— llevar una vida errante y atenta, circular por Venecia, Toledo, Ronda, París o Bohemia buscando la belleza, la revelación, la significación, con toda la soledad necesaria y toda la comunicación necesaria y sin ser por ello rentista de familia o latifundista opresor.
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Quiero decir que no debería ser tan difícil. Pero lo es. Porque no es que las condiciones actuales lo hagan imposible, sino que mientras tanto hemos perdido las ganas. Ha pasado de moda la santidad. La tecnificación de la vida tiene su paralelo en la profesionalización del espíritu. Un Rilke hoy daría cursos en universidades norteamericanas, sería entrevistado por el Spiegel, aparecería en la televisión, firmaría artículos sobre los presupuestos gubernamentales para la cultura o sobre los programas de enseñanza media, sería jurado en festivales de cine y a lo mejor hasta participaría en los cursos de verano del Escorial. Y en medio de todos esos viajes, de todos esos encuentros con personas interesantes, de todas esas experiencias nuevas, no vería nunca al animal avanzar por lo eterno “como una fuente”, no escucharía al coro de los ángeles terribles, no vería a Toledo puesta directamente sobre la tierra salvaje “sin nada intermedio”. No porque esas cosas no puedan verse en esos viajes, sino porque viajar así es viajar con otro espíritu y no tener ya ojos para ellas.
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Me pregunto incluso si la moral que nos falta podría encontrarse sin esa santidad. Si la santidad no viene siempre antes de la moral, por lo menos negativamente. Quiero decir esto: la santidad no es necesariamente moral, es posible incluso que pueda ser inmoral. Pero su ausencia hace imposible toda moral.
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Pero debo recordar que no estoy hablando de la santidad en sí misma, en primer grado, sino de ese otro segundo grado que consiste en el respeto y la obediencia a la santidad. Esa es la santidad del “hombre de espíritu” —y del artista, por lo menos en su humildad. Ese hombre no quiere encarnar la santidad, sino mostrarla, señalarla, venerarla y darla a venerar. Ser su heraldo. No de veras el profeta —es su soberbia la que lo ha empujado modernamente hacia la profética y tan lejos de la poética—, sino su bautista y su evangelista. Su prototipo no es el Mesías, sino los dos Juanes: Bautista y Evangelista. Justamente tenemos demasiados pequeños mesías, mesías enanos tendríamos que decir, y demasiado pocos grandes bautistas. La grandeza que nos es más ajena es la grandeza de la humildad.
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Basta comparar por ejemplo al mesías enano Breton con el humilde santo bautista Rilke. Rilke jamás hubiera sido jefe de grupo, cabeza de una iglesia, autor de un programa. En este siglo nuestro el apóstol se vuelve papa, la buena nueva dogma, el deslumbramiento escuela.
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Pero en un sentido esa santidad segunda que venera la santidad primera, la santidad de la vida, la santidad que está ahí, la santidad que no soy yo —es la única santidad verdadera. Señala lo otro, lo Santo mismo, y se retira sin tomar su lugar. Porque lo otro no es sino ese lugar a la vez lleno y vacío, absolutamente presente y absolutamente inabordable, y toda santidad que no se retire ante lo Santo es usurpación. Toda palabra santa está ahí para mostrar la santidad del decir pero no en su lugar. La santidad del decir es perfectamente audible pero no formulable.
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El ejemplo de Rilke nos muestra también la esencial discreción de la santidad. La discreción de Rilke no es propia de él, no es una manera de tratamiento que él añade, sino algo que la santidad exige, aunque claro que si él no tuviera tanta discreción la santidad ni siquiera se mostraría a él. La santidad de la vida no es oculta, todo lo contrario: es la patencia misma. Pero la patencia pura es siempre secreta. Es incluso pública pero es ese secreto público que está siempre en la fuente de toda sociedad. Lo que hace, podríamos decir un poco a lo Hölderlin, de una sociedad un pueblo. De ella no se puede hablar en público, sólo se puede hablar discretamente, entre amigos, nunca entre paisanos. Los paisanos que hablen de eso hablarán siempre como amigos, no como paisanos, y siempre será más claro entre amigos extranjeros. Entre paisanos está siempre presente, incluso terriblemente presente, pero rigurosamente muda.
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No sólo Rilke mismo, sino también sus atentos y respetuosísimos corresponsales tenían todas las facilidades del mundo para distraerse, para dispersarse, para olvidar. Y sin embargo no se dejaban distraer, no olvidaban. Eso es lo que es inimaginable hoy. Un Renault 12, un televisor y un departamento por semanas en la playa embotan y absorben a un hombre de hoy mucho más que un Rolls Royce, un palco en la Ópera y un palacio en Venecia a un hombre de 1912. Como se ve, lo que tiene la clase media del “primer mundo” actual no es lo contrario de lo que tenían los privilegiados de antes de la Iª Guerra, es su sustituto, su ersatz. Hasta el valor de la vida es hoy un ersatz.
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Puede decirse generalizando que el antiguo desequilibrio entre hombres ricos y hombres pobres ha quedado sustituido por un desequilibrio entre países ricos y países pobres. Pero es claro que la santidad ha desaparecido de unos y otros. La santidad encarnada, que hace su presa de un individuo y se manifiesta directamente en él, es más bien “primitiva”. Los países pobres siguen siendo pobres, pero ya no son primitivos. Simplificando una vez más, podría decirse que la era de los santos termina cuando empieza la era de las religiones. Los únicos santos convincentes son los profetas y fundadores de religiones y otros iluminados de su entorno. Los demás santos, los de las religiones ya establecidas, son todos excepciones y todos dudosos. Hoy en día hasta la Iglesia los pone en duda. Por otra parte, ya no puede hablarse de verdaderas religiones, sino de fanatismos: la religión se vuelve integrismo, totalitarismo y terrorismo.
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Pero de cualquier manera, el santo es claramente del orden del pobre. Cuando la santidad hace presa de un rico es para convertirlo inmediatamente en pobre. Por eso la santidad encarnada no es posible en un país sin pobres, pero tampoco en un mundo que no es ya de hombres ricos y hombres pobres, sino de países ricos y pobres. Porque los países pobres de hoy son lo que hipócritamente llamamos “en vías de desarrollo”, o sea que viven su pobreza como una posición en una escala continua y netamente orientada, como la situación de una sociedad que todavía no es rica. Mientras que el pobre primitivo no se veía en absoluto a sí mismo como alguien que todavía no es rico, como alguien que está en vías de ser rico, sino justamente que está en vías de ser santo. Y el rico por su parte, si estaba en vías de santidad es que estaba en vías de pobreza.
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Hubo sin embargo ese raro momento inestable en los países que eran ya ricos pero tenían todavía hombres ricos y hombres pobres, un momento en que fue posible una santidad bautista y evangelista, una santidad johánica o juanística, la santidad del “hombre de espíritu”, lo que podríamos llamar también el reino del espíritu santo. Sin duda era necesario (o inevitable, o hicimos inevitable) hacer desaparecer el desequilibrio de ricos y pobres. Por supuesto, ninguno de los programas que se propusieron esa meta pensó ni por un momento en intentar alcanzarla sin estrangular por ello el reino del espíritu santo. Todos ellos eran “materialistas”, es decir ignoraban por completo la materia, tanto el sentido de lo material como la materialidad del sentido. El que triunfó finalmente (o sea por ahora) era seguramente el más materialista de todos.
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Estamos en pleno reino de la apropiación, del control, del consumo y la destrucción. En pleno reino de la usurpación. La tecnología usurpa el lugar de la destreza, la técnica el lugar del conocimiento, la divulgación el de la información, la manipulación el de la seducción, la propaganda el de la fe. En el terreno artístico y del pensamiento, el arte abstracto usurpa hasta la mudez de las cosas, las teorías el lugar de la meditación, la crítica el de la contemplación, etc., etc. En este ambiente el santo de la escucha y la atención, el discreto santo rilkeano cae casi inevitablemente en la tentación de hacerse falso mesías o cínico triunfador, si es que no une astutamente las dos cosas. En un mundo tan obviamente eficaz, ¿dónde encontrar la fidelidad, la renuncia, la discreción y hasta la elegancia para perseguir activa aunque calladamente la belleza, el sentimiento, la evidencia, las visitas de la visión en que la infinita dignidad santa de la vida se ofrece a nuestro infinito respeto enamorado?
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