martes, 15 de noviembre de 2011

Tomás Segovia: una antología temática (I. Sobre amor y deseo)

DGD: Textil 100 (clonografía), 2009






[En este caso el experimento aquí consiste en entresacar, del vasto corpus de los Cuadernos de notas de Tomás Segovia (1927-2011), y específicamente de su segunda mitad (1984-2011), ciertos fragmentos en ilación temática. Los títulos y subtítulos son míos; entre corchetes y en cursivas añado a cada fragmento la fecha de inserción en los Cuadernos, a los que el autor dio el nombre de El tiempo en los brazos. Esta segunda mitad puede leerse íntegra aquí. (DGD)]



Textos de Tomás Segovia



Amor y verdad


La verdad que se busca, la que se investiga, la que se asevera, la que se usa, la que se encuentra no serían posibles si no hubiera aparecido antes para nosotros la verdad a la que uno se rinde, la verdad desarmante. Esa verdad nos la da el amor.

El amor es algo a lo que nos rendimos. Ese rendirse al amor es en el umbral lo mismo que rendirse a la verdad.

Es la rendición inaugural y fundacional. Es lo que quería decir Larrea con su “rendición de espíritu”, aunque claro que dogmáticamente.

La rendición al amor del niño es tan inaugural que en cierto sentido está ya dada. En cierto sentido el niño no se rinde al amor en algún momento, sino que está rendido desde siempre. Pero eso no es más que la circularidad del umbral en general. En otro sentido esa rendición lo hace humano “en algún momento”, aunque ese momento es inubicable: no se le puede hacer corresponder establemente ningún momento del tiempo medible. O sea que es un momento mítico.

Una traducción (chapucera) a lenguaje más o menos lógico sería decir que la forma inaugural de la verdad es la evidencia. Pero lo que cuenta para esta reflexión es que la evidencia es desarmante, es la rendición de espíritu en general; o sea que toda rendición de espíritu, en un sentido (el primero porque es el que no separa el valor y el “hecho”), es evidencia.

Y sobre todo: la rendición inaugural es rendición al amor. La primera evidencia es que eso que soy es eso que está sostenido por el deseo: en la genealogía psicológica, el amor de la primitiva “maternidad” o “célula maternal” (lo digo así para que no se interprete como únicamente la madre individual y concreta).

Sostenido por el deseo en sus dos sentidos, indistinguibles en el umbral: el deseo que “tengo”, el deseo que “despierto”. Como ya dije (en Anagnórisis), originalmente “soy el Amor mismo”. [Enero 30 de 1988.]


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El deseo erótico-amoroso


En la relación entre los sexos, lo que solemos llamar amor es deseo de presencia, y más allá de eso, deseo de existencia. Amar “de veras”, como suele decirse, a una persona es desear su presencia, pero en última instancia porque deseamos su existencia. Como en la vida concreta todo es cuestión de grado y medida, podemos decir (y en efecto lo decimos con frecuencia) que en la medida en que alguien empieza a imponer su deseo de la presencia de otra persona con menoscabo de su deseo de la existencia propia de esa persona, en esa medida empieza a pasar del “verdadero amor” a la “posesividad”. Amar a una persona es también desear la presencia de su belleza y en última instancia la pura existencia de esa belleza. Se puede amar la belleza de una persona incluso sin amar a esa persona. Uno desea que exista la belleza de una chica que vio uno retratada en una revista incluso si renuncia al deseo (que probablemente tiene también) de que esté presente, e incluso si no puede desear la existencia misma de esa chica que para él no tiene realidad alguna.

El verdadero deseo es deseo de presencia, pero el fundamento de ese deseo es deseo de existencia. Quiero decir que la ausencia de una persona amada es inaceptable, pero su inexistencia es infinitamente más inaceptable.

Es claro en efecto que el amor concreto en su pureza es valor; o más exactamente deseo de valor, una forma particularmente pura de deseo del valor. ¿Pero en su impureza? O sea en el sentido que más a menudo se le da a la palabra deseo: las ganas de acostarse con alguien. [Septiembre 21 de 1991.]


[...] Pero me doy cuenta de que en toda comparación de estas cosas hay que tener siempre presente una diferencia fundamental: en el deseo de comer y otros deseos de satisfacción (tal vez en todos) lo deseado no es una persona. Hay un solo sujeto deseante, y el objeto es solamente objeto. De modo que esto no es sino el descubrimiento, por otro camino, de la categoría de otro, que no es ni la del yo ni la del no-yo. Pero al abordarla desde otro ángulo se nos muestra que el otro es lo único en el mundo cuyo valor coincide exactamente con su realidad. Cuando amo a una persona real, el valor para mí de esa persona es mi deseo de que exista esa realidad concreta e individual. Cuando “amo” un hermoso amanecer, deseo también que exista esa realidad concreta, pero no tan exclusivamente; más bien deseo que exista su belleza, o aun la belleza, en esa u otra encarnación. Se ve aquí (aunque todavía no lo aclaro del todo) una sutil diferencia: cuando amo a una persona mi deseo no es sólo de que exista la belleza aunque encarne en otras, ni esa clase de belleza encarnada en otros seres, ni siquiera su belleza, sino que exista además (o ante todo) ella misma. [Septiembre 25 de 1991.]


[...] [E]n las clases de valores y su organización tiene que reflejarse esa diferencia fundamental entre desear algo que por su lado no podría desearme, y desear a alguien que puede a su vez desearme. Eso hace que el valor para mí de una persona amada, o sea mi deseo de que esa persona exista, consiste ante todo en mi deseo de que esa persona desee, y la forma inmediata de ese deseo es desear que me desee a mí. (No olvidar sin embargo que aquí uso “deseo” sólo en el sentido de desear la existencia de alguien o algo, digamos abreviadamente de “amar”; lo que desea el que “ama” es ser deseado en ese sentido, o sea “amado”, o sea que la otra persona desee que yo exista y que yo desee.) En cambio cuando “amo” una “cosa”, material o inmaterial —o sea algo que no puede a su vez amarme—, el valor para mí de esa cosa no implica más libertad, más capacidad de desear, que la del sujeto o sujetos deseantes; pero esa libertad la implica plenamente, y directamente, y siempre. Lo cual significa que Kant tiene razón: el reino del valor es el reino de la libertad.

Pero si pasamos a un nivel inmediato, ya no es exactamente igual. Si usamos ahora “deseo” en el sentido que damos a esa palabra cuando distinguimos “Te amo” de “Te deseo”, la diferencia entre desear en ese sentido una cosa o a una persona no es igual que la diferencia arriba descrita. Desear a una persona en ese sentido sigue siendo desear que me desee, y por lo tanto desear su existencia real de sujeto real, de sujeto deseante. [Septiembre 28 de 1991.]


Esa clase de deseo es más o menos lo que más arriba llamé “apetencia”.

Apetecer a una persona implica pues desear ser apetecido por ella, y eso a su vez implica desear su libertad, su existencia como origen a su vez de apetencias, como sujeto, como persona. O sea que apetecer a una persona es también desear un valor, puesto que es desear su existencia misma más allá de la satisfacción de la apetencia. En cambio apetecer una cosa, incluso no tangible como por ejemplo la justicia, no es necesariamente desear un valor. [...] La relación entre la apetencia y el amor por una persona es de por sí contradictoria, lo cual significa que sólo puede ser o una negación mutua o una dialéctica. Si la apetencia de una persona no pasa por su propia negación como apetencia pura, o sea por el deseo de la apetencia del otro y del amor del otro, entonces es en sí misma una negación del valor. [...]

Una de las formas, quizá la forma canónica, de pedir el deseo del otro —en este caso de la mujer deseada— es pedir que asuma su belleza y su apetito como encomienda nuestra. O sea que confiese que el ser deseada por mí, y el que su deseo sea solicitado por mí, es un sentido significativo de su vida, una verdad de su vida —idealmente la verdad fundamental de su vida, su verdadero sentido. [...] [E]l marido o amante celoso no ha encomendado a la mujer sino lo que ya era suyo, pero en los hechos lo toma como si no fuera de ella, puesto que le está encomendado, y así le exige responder de ello. Ante él, por supuesto, con lo cual desliza esa responsabilidad hacia una apropiación. O ante el tribunal de la sociedad, que no es tal vez una apropiación pero sí un despojo. El mecanismo de la honra encomienda a la mujer su propia libertad y así la despoja de ella. [...]

Sin embargo, conviene no olvidar que su sentido originario es el reconocimiento de esa libertad y el acto de amor que la transforma en encomiendo sin apropiársela, o sea que hace de esa libertad una libertad solicitada, a la que se le ofrece que se ejerza en un deseo. [Septiembre 29 de 1991.]


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Amor y visión


El lugar común sobre la ceguera del amor es una estupidez. Justamente sólo el amor ve, y aunque su visión fuera equivocada o incluso alucinada, es una visión, mientras que aquel que no está enamorado no tiene ninguna visión: es él el que está ciego. La sensación de iluminación cuando se le empieza a uno a enamorar la mirada es una experiencia indudable, y una de las mejores maneras de describir lo que nos pasa cuando nos enamoramos es decir que de pronto descubrimos a una persona que tal vez habíamos mirado años sin verla. [Diciembre 30 de 1996.]


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La exaltación del enamoramiento


Ante la belleza de Roma volvía a sentir intensamente la exaltación de todo enamoramiento: la certeza de que abandonado a ese amor, yo sería ese yo que nunca he podido hacer mío, ese ser verdadero que ya no puede llamarse propiamente yo porque consiste entero en estar ahogado en un tú. [Febrero 7 de 1999.]






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