sábado, 5 de marzo de 2011

Metáfora: el ritmo de la vida

DGD: Paisaje 14 (clonografía), 2001
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El poeta argentino Mario Morales (Pehuajó, 1936), autor de Cartas a mi sangre (1958), compartió con Roberto Juarroz la dirección de la revista Poesía = Poesía hacia finales de los años cincuenta y principio de los sesenta. En el número 8 de esta revista, Morales publicó un poema que permite reflexionar sobre la hechura poética en su más alta expresión. El poema sin título comienza con esta estrofa:
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En el ritmo,
en el ritmo de una mirada cuando se quiebra
y busca sus astillas dentro del sueño.
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Este arranque es perfecto. La repetición del primer verso en el segundo crea una cadencia, casi como un compositor que marca el tempo al principio de una partitura. La imagen inicial queda así determinada por un ritmo: el de una mirada cuando se quiebra en la vigilia y luego busca reintegrarse dentro del sueño. El impulso originario del poema es tan alto, potente y torrencial, que el poeta no tiene tiempo siquiera (ni la menor necesidad) de decirnos por qué o cómo se quiebra una mirada. Esto sería otro poema subalterno, una bifurcación que el poeta no toma, arrebatado por la imperiosa necesidad de ser fiel al relámpago que le ha caído encima. En esos tres versos está la semilla de un poemario entero, que deberá crecer como un árbol en la mirada, en la vigilia, en el sueño del lector. Porque aun cuando la imagen no está desarrollada, quien la recibe la reconoce de modo cristalino: sin lugar a dudas es cierto que en la vigilia la mirada se fragmenta con un ritmo que se complementa cuando, en el sueño, esa mirada busca reintegrarse. El poema continúa de este modo:
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En el ritmo insano, puro,
de una almeja de colores sordos, coléricos,
decapitada con todo el zumo del día
quemando aún su corazón de espada y humo.
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Aquí el poeta realiza un abrupto cambio de registro. Esta segunda imagen parece inasible, acaso un poco atolondrada. Podemos imaginar a una almeja con colores sordos y coléricos, pero no cómo puede ser decapitada con un ritmo insano y puro, y menos aún con todo el zumo del día, y todavía menos que sea decapitada “quemando” (el gran peligro de los gerundios) “aún” (un falso puente) “su corazón de espada y humo”.
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La imagen de la primera estrofa, aun con toda su complejidad, era perfectamente representable en la mente del lector; en cambio, aquí hay un amasijo de propuestas que no logran la cristalina perfección de los tres versos iniciales. Adjetivos como insano, puro, sordo, colérico, no hacen nada para apoyar a tantos sustantivos: ritmo, almeja, colores, zumo, día, corazón, espada, humo... La contundencia del inicio se diluye en esta continuación, cuya imagen es tan rebuscada, que pasamos por ella como esperando que lo siguiente ilumine este pasaje de sombra.
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En toda la ternura desatada
en el cabello de una mujer dormida.
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Aquí el poeta, como cansado de la imposibilidad de lo anterior, vuelve a lo simple. Con maestría ha acostumbrado rápidamente al lector a buscar nuevos ritmos en cada estrofa. Y en ésta lo encuentra por la simpleza del enunciado: el ritmo de la ternura desatada en el cabello de una mujer dormida. La imagen es íntima, elocuente, exacta. En la estrofa anterior, el poeta, casi con furor surrealista, nos exigía imaginar cómo una almeja podía ser decapitada, y no sólo eso, sino decapitada “con todo el zumo del día”, lo que de alguna manera quemaba “su corazón de espada y humo”.
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El inmenso esfuerzo necesario para imaginar que una almeja tiene un corazón de espada y humo, y que posee colores sordos y coléricos, y que ellos marcan un ritmo insano y puro, en esta otra estrofa se vuelve lo contrario: la suavidad de una metáfora tan elocuente que no requiere ningún esfuerzo de representación mental. Aunque jamás habíamos reparado en que la cabellera de una mujer dormida contiene un cúmulo de ternura desatada, ahora no nos cuesta esfuerzo ni extrañamiento (sólo asombro, sólo reconocimiento) el darnos cuenta de que ello es no sólo posible sino verdadero y cotidiano.
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(La nitidez de la imagen transfigura a un acto y lo vuelve a la vez símbolo y transparencia: del mismo modo en que una mujer, para dormir, se suelta la cabellera, despojándose de redes, diademas o pasadores, o sencillamente deshaciendo una trenza, se libera de todos los contenedores típicos de la vigilia incluidas la ropa y la propia conciencia diurna. La mujer se desnuda para el amor lo mismo que para el sueño —tanto su cuerpo como su conciencia se desatan—, y ese acto secreto, invisibilizado por la costumbre, nos es devuelto en toda su pureza por quien contempla a la durmiente y a todo lo que en ella, restringido durante el día, se suelta en la hora de mayor recogimiento.)
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En un campanario de nubes
estallando a lo lejos como un ciego.
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En esta nueva estrofa el poeta logra la iluminación y también la caída. “Un campanario de nubes” es una imagen tan precisa, tan asombrosa, tan cierta, que el lector se queda sin aliento y se detiene, estupefacto y extático: cuántas veces ha visto las nubes, y cuántas veces ha observado un campanario. Pero la reunión de ambos es una revelación y una sacudida: el lector casi no quiere moverse para no perder el hallazgo de esta imagen, el darse cuenta de que las nubes guardan a veces (o siempre, según se mire) la sacralidad litúrgica de un campanario de iglesia, a la vez concierto y llamada. Las nubes sonando como campanas... llamando a misa, es decir, al rito, a la comunión, a la unidad.
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En cuatro palabras el poeta ha agregado realidad a la realidad y nos ha obligado a arrodillarnos, así sea mentalmente, ante la liturgia que ha revelado. El lector no necesita ser partícipe de una u otra religión: aun el ateo más recalcitrante ha sentido la hermosura de un campanario en acción musical, en redoble de llamado. Transportar esta imagen a las nubes es dar un sentido religioso a la naturaleza, es una convocatoria a escuchar el cántico constante y permanente del cielo. El poeta ha llegado al satori.
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Y entonces el segundo verso. Otra vez la traición, la imagen rebuscada que requiere esfuerzo, casi sacrificio. ¿Qué tiene que ver el campanario de nubes con el hecho de que un ciego estalle a lo lejos? ¿Los ciegos estallan? ¿Estallan a lo lejos? ¿A lo lejos de qué? Para explicarse esa imagen, el lector casi tiene que olvidar el satori a que el poeta lo ha lanzado con el primer verso. Ante todo, la liga se hace a través del siempre peligroso gerundio: “estallando”. Lo que era una imagen prístina, casi primigenia, se encadena a otra cosa que le es ajena a través de un gerundio que la vuelve oscura e impenetrable. El satori es arrancado del lector. El campanario de nubes estallando a lo lejos como un ciego. Un ciego es quien no ve. El lector no veía: escuchaba el cántico celestial de las nubes-campanas. Por tanto, es obligado a ver, y luego, a no ver. Y peor, a estallar a lo lejos.
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En el primer verso, el poeta había llevado a todos los ritmos anteriores (el de la mirada cuando se rompe, el de la almeja al ser decapitada, el de la cabellera de una mujer dormida) al estrato de lo sagrado. Con el segundo verso rompe ese ritmo ascendente y se deja llevar por una imagen turbia, ilegible, pesada. Lucha, acaso, con esa inmensa magnitud que se suelta en cuanto es tocada por la poesía.
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En cualquier lugar, instante, cosas o ritmo,
es el lugar, el tiempo, el ritmo y las cosas de la muerte,
sus paisajes,
como una circuncisión en el clímax de las palabras,
como una esponja sonámbula
fundando un ritmo de oficio y signo,
una imagen quieta que disloca al tiempo.
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En esta estrofa el poeta se retrae: no quiere saber lo que ha hecho, se vuelve colérico y sordo, se le olvidan los hallazgos, se deja llevar por la parte oscura del impulso. Escribe, incluso, mal. Dice: “En cualquier lugar, instante, cosas o ritmo”, como si “cualquier” pudiera iluminar a “cosas” (en este caso sería “cualesquiera”). Comienza con “En”, cuando debería eliminarlo si quiere decir “Cualquier lugar es el lugar de la muerte”. El lector trata de entender esta cólera, esta sordera voluntaria, y se dice que el poeta hablaba, pues, del ritmo de la muerte.
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Sin intentar una interpretación y basándose únicamente en las imágenes, el lector trata de entender, pues, que el poeta no hablaba de ritmos sino de su ruptura, es decir, de “una circuncisión en el clímax de las palabras”, esa fatalidad que disloca al que llega a las alturas y lo devuelve a lo bajo. Este parece, pues, el tema del poema, y por eso el poeta nos dice que es como “una esponja sonámbula” (extraña imagen paralela a la de aquella almeja decapitada) “fundando” (el mortal gerundio otra vez, cuando acaso debería decir “que funda”) “un ritmo de oficio y signo / una imagen quieta que disloca al tiempo”.
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Sin embargo, el poeta no parece detenerse una vez especificado su tema (el ritmo de la muerte); a la vez deja muy claro que persigue —o es perseguido por— algo más, ardua y dolorosamente: una imagen quieta que disloque el tiempo (que lo suelte). Y aquí alcanza su mayor hallazgo indirecto: hacernos ver que toda imagen, aunque parezca inmóvil, está en realidad moviéndose: toda fotografía es cine. Una imagen que en verdad lograra estar quieta, dislocaría el tiempo. El tiempo es el ritmo de la muerte. Todas las imágenes anteriores se transfiguran en dos niveles. En el primero de ellos, la mirada cuando se quiebra, la almeja decapitada, la cabellera de una mujer dormida, el campanario de nubes, contienen movilidad, es decir el ritmo de la muerte. No obstante, en el segundo nivel de transfiguración estas imágenes han sido inmovilizadas en el verso de un modo que disloca al tiempo.
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Ante el horror que le produce el descubrimiento del ritmo de la muerte, el poeta adopta una primera imagen de sí mismo: una esponja sonámbula, es decir un ser sensible que lo capta todo, que lo absorbe todo, en su insomnio fatal e insondable, y que quisiera fundar “un ritmo de oficio y signo”, es decir, una sola imagen quieta que dislocara al tiempo. Todo discurre, incluso lo inmóvil: sólo el poema podría encontrar una imagen verdaderamente quieta que desarticulara al ritmo de la muerte, que volviera a todos los ritmos sinónimo de vida.
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El poema termina de esta manera:
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Es el ritmo de la muerte
dibujando esta pregunta,
este remolino de sonidos exactos
para un poema sin comienzos
o para el comienzo de un ala inmóvil
imaginada por ese árbol
que una noche cayó del ojo blanco de un pájaro en vuelo
y despertó a las uñas incesantes de la tierra.
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El poeta acepta que incluso su pregunta (“¿es posible fundar una imagen verdaderamente quieta que disloque al tiempo?”) es parte del ritmo de la muerte, y también el dibujo (resultado) de ese ritmo. De ahí su desnudamiento, la poesía que se vuelca sobre sí misma: “este remolino de sonidos exactos / para un poema sin comienzos”.
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El poema acepta su derrota: no hay comienzos en él, es decir, fundaciones. Cada vez que creía comenzar, lo que hacía era dar otra versión del mismo ritmo de la muerte. El segundo verso de esta última estrofa contiene otro gerundio fatal: ese ritmo “dibujando” a esta pregunta suya, es decir que el poeta se reconoce como vocero del ritmo de la muerte. Sin embargo, es portentoso el hecho de que a la vez lo reconoce como un “remolino de sonidos exactos”. Aun reconociéndose como hijo, prolongación y vocero del ritmo de la muerte, el poeta, en su obstinación sorda y colérica, ha querido entrever (si no fundar) un otro ritmo.
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Por eso se deja caer de lleno en otra imagen imposible que requiere todo el esfuerzo del lector: “o para el comienzo de un ala inmóvil” (nótese que “el ala inmóvil” es gemela de “la imagen quieta”) “imaginada por ese árbol / que una noche cayó del ojo blanco de un pájaro en vuelo / y despertó a las uñas incesantes de la tierra”. Así como no podíamos imaginar sin un supremo esfuerzo a una “almeja de colores sordos, coléricos, / decapitada con todo el zumo del día / quemando aún su corazón de espada y humo”, así nos resulta casi imposible crear la imagen de un árbol que imagina a un ala inmóvil mientras cae del ojo blanco de un pájaro en vuelo y que luego despierta a las uñas incesantes de la tierra.
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Pero entonces el lector, extenuado por este viaje forzado y terrible, se da cuenta de que es perfectamente posible “imaginar a esa imagen” si la desmenuza. En esa imagen final se encuentra la culminación de la hybris del poeta y el núcleo mismo del poema: el encuentro entre el pájaro y el árbol. El ojo blanco de un pájaro en vuelo (es decir la parte alternativa de su mirada) contempla a un árbol que a su vez contempla al pájaro e imagina un ala inmóvil. La imagen quieta se da en ambos sentidos: el árbol inmoviliza al pájaro en vuelo, lo mismo que el pájaro al árbol que lo mira.
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Ese pájaro en vuelo ve al árbol con su ojo blanco, es decir, con lo blanco de su ojo (es decir, con aquello que se supone que no mira), lo que origina que el árbol caiga y despierte a las uñas incesantes de la tierra. Esta última es una maravillosa metáfora del ritmo de la muerte, de la fuerza que parece atraer a lo viviente hacia lo bajo, de la fatalidad contra la que el poeta se vuelve. El árbol convierte al pájaro en una imagen quieta (un ala inmóvil), a la vez que el pájaro hace lo mismo con el árbol. Esto no es posible en la naturaleza, pero lo es —majestuosamente— en el poema (y por tanto, después del poema es posible en la naturaleza). Sordo y colérico, el poeta se niega a rendirse al ritmo de la muerte y a través de un milagro verbal lo trastoca: ese milagro sucede no en otra parte que en la mente, en la imaginación, en el corazón del lector. El ritmo de la muerte ha sido trastocado: la fatalidad ha sido denunciada como convencional y transgedible. El poema es el milagro de una imagen quieta que funda el ritmo de la vida.
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Curiosamente, en la misma revista en que apareció este poema, Roberto Juarroz publicó otro (luego incluido con el número 32 en la Segunda poesía vertical, 1963) en el que explora ese misterio:
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Una montaña de pájaros
ata los vientos de la tarde
con el signo más delgado,
pero el viento de la muerte sigue suelto.
Y elige sus banderas redondas,
sus cabellos de piel justa,
sus risas sin comisuras.
Y sale desde el fondo de esas risas o cabellos o banderas
para adiestrar en la inmovilidad a las cosas,
para inventar el cinematógrafo de lo inmóvil
y la película más larga,
la que no necesita otro proyector que un cuerpo fino,
pues se proyecta en el instante mismo en que se filma.
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Pero el viento de la muerte busca también un pájaro,
un cuerpo ya tan fino
que en él la filmación, la proyección, por fin termine
y empiece otra quietud mucho más quieta.
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Este poema de Roberto Juarroz es más contenido que el de Morales y carece de cólera sorda, de imágenes extenuantes; sin embargo, se trata de un diálogo íntimo, de una soberbia compartida: el mismo satori en dos manifestaciones distintas. Ambos poemas intentan “adiestrar en la inmovilidad a las cosas”, “inventar el cinematógrafo de lo inmóvil”, vencer el ritmo de la muerte y por fin recuperar otra quietud mucho más quieta: la de lo simultáneo (lo suelto). Estos poetas han cumplido la hybris mayor: instaurar el ritmo más imposible: el de la vida.
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