martes, 5 de octubre de 2010

Un fragmento de Contra el amor

DGD: Frontispicio 2 (clonografía), 2001
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[Contra el amor reúne testimonios procedentes de muy distintas voces. En la mayoría de los casos estos testimonios no son literales, y los he expurgado de referencias y color local e incluso del género gramatical cuando éste no era estrictamente necesario. Los testimonios debían quedar tan desnudos como sus protagonistas para que en éstos pudiera reflejarse todo lector, de cualquier sexo, género y orientación. Por lo general cuando se difunden estos testimonios el acento es puesto en los desgarramientos y sobre todo en la sordidez, un registro comúnmente usado como acento "realista" que (con)vence por contundencia. En Contra el amor se halla ausente este registro, y ello porque lo que en el libro se pretende es acentuar al mínimo; con frecuencia, el acento se usa para encadenar al lector a un solo nivel de lectura, a una única posible interpretación; en Contra el amor reducir los acentos al mínimo obedece a la intención de mantener activa la certeza de que en todo testimonio hay múltiples niveles, y no sólo el nivel exclusivo que suele reconocerse a este tipo de expresiones. Algo sucede en el fondo de todas estas historias de amor y desamor, algo independiente de cómo o cuándo o por qué o por quién se relatan. En eso Rougemont tenía toda la razón: en Occidente hay una única historia debajo de todas las historias (des)amorosas, y todos somos los protagonistas de ese único testimonio. Y lo somos porque no sólo desconocemos ser protagonistas sino también estar representando y sobre todo el sentido último de esa representación. El siguiente es uno de los testimonios incluidos en Contra el amor. (DGD)]
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“Huye de mí”
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¿Por qué M cumplió tan al pie de la letra mis instrucciones? En un cierto momento, escribí en un pedazo de papel enfebrecido que dejé en donde sabía que M iba a encontrarlo: “Huye de mí, no te me acerques. Bórrame el amor para que puedas seguir siendo tu propio sueño para siempre”. (Sí, usé esa atroz palabra, borrar, como si el amor fuera una basura, una carga, un lastre, y creo que a fin de cuentas lo era.) Y M obedeció con una puntualidad que aún hoy me sorprende. (Nosotros, en todo lo demás tan rebeldes, tan inconformes, ¿por qué acatamos con la mayor de las docilidades las órdenes de un amor que no sentimos?) ¿Por qué la sorpresa, si eso era justamente lo que le estaba pidiendo? Me sorprende porque yo mentía, mentía de forma abismal en el más desgarrador esfuerzo de veracidad que jamás haya emprendido. Le estaba pidiendo, desde luego, el infierno: lo que yo sabía (lo que “algo en mí” sabía) con perfecta, aterradora claridad. M y yo nos habríamos destruido en el amor a una relampagueante velocidad y con una impecable eficacia —eso no está en duda: la prueba es que M obedeció, esa fue al mismo tiempo su respuesta más noble y su venganza más implacable—, y sin embargo en esa enloquecedora frase yo le pedía el sacrificio suyo y mío, me estaba muriendo en su presencia y M tenía que saberlo, porque de lo contrario me habría extinguido de todas maneras y además de una forma infinitamente peor, en una tortura más demorada, en un ensordecedor silencio implosivo. (¿Y qué es lo que hoy tengo sino tortura de silencio, dónde vivo sino en el infierno?) Mas también estaba pidiendo al azar, a la ruleta rusa, la imposible conjunción: que M prefiriera el infierno de estar a mi lado a los demás infiernos que traía consigo.
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Ya sé que en el amor (¿el amor?) siempre se intenta tomar la decisión menos mortal, y yo lo hice con un valor que me sorprende (pero es el “valor” del que patalea con una última violencia antes de ahogarse), y M obedeció. Sé que fue el golpe más bajo, la mayor traición imaginable; pero también sé que nos permitió vivir (¿vivir?): transcurrió una semana sin que M se dejara oír, pasaron unos meses, pasaron diez años. M huyó de mí, pero no me borró el amor. Con mi incomprensible frase (¿lucidez suprema o cúspide de la inconciencia?) le di las armas para salir de su silencio (le exigía una respuesta), y esa salida fue el silencio. Festejo hoy diez años de “no dejarse oír”. Y podrían ser veinte o cincuenta, o ninguno: ya al escribir esa nota sentía lo que siento hoy; a la vez le decía “huye” y “deja de huir”, “no te me acerques” y “mírame de cerca una última vez ya estando lejos, cuando leas esta nota”. Y lo único literal fue “bórrame el amor”, porque M no me quitó sino la única esperanza que nunca tuve. No era “deshazte de mí” sino “ayúdame a deshacerme de ti, ahora que todavía tengo fuerzas para pedirlo”. (También M mintió y traicionó, pero estaba en su derecho: supo obedecer mis instrucciones lo suficiente como para cumplir la frase “deshazte de mí”, pero no “ayúdame a deshacerme de ti”.) El infierno del que salí en el último instante se contiene entero en el artículo “el”, porque lo que yo en verdad quería —lo que nunca quise con más fuerza— era “bórrame, amor”, “extíngueme en el instante supremo en que M lea esta nota”.
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Mentí hasta un límite al que jamás nadie ha llegado, y tal vez por eso dije la verdad: M era su propio sueño, pero me había puesto en las manos el arrullo. No me invitaba a ingresar en su mundo soñado y soñador, sino a mantener dormido ese mundo, desde fuera. Con un golpe bajo le impuse el despertar y ahora llevo diez años de sueño nebuloso. Ni siquiera tengo el alivio de saber si en verdad M despertó de modo perdurable, o si a la semana, al año, ya había restañado sus heridas y vuelto al sueño. Lo más probable es que el sueño permanezca, como era antes de conocer a ese milagro dolorido que es M; lo más probable es que su silencio no responda sino al más cabal y vasto de los olvidos. Ya no existo ni siquiera en la memoria de M, que andará por su hermoso sueño construyendo mundos. Me exilié brutalmente de un orbe que nunca fue mío y en donde nunca estuve. Fui otro más de los pequeños infiernos elegidos, creados, soñados y olvidados por M. Renunciar me costó la vida y renuncié a nada. Silencio. Una década de silencio absoluto que podría durar, como ha durado, desde y para siempre.
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El silencio del amor
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“Transcurrió una semana sin que M se dejara oír, pasaron unos meses, pasaron diez años.” El silencio del loco es terrible en tanto bofetada a nuestro sentido de la cordura; no menos atroz es el silencio de un niño que se niega a decirnos qué siente o qué lo afecta; incluso el silencio del místico resulta estremecedor porque, aunque relate lo que vio en su personalísima iluminación, lo hará en el lenguaje de todos, que no tolera lo que sólo es de uno. Aún así, sin duda el silencio más pavoroso es el del ser amado no correspondiente, el de aquel que, por diversas razones, opta por la “cortesía” consistente en escatimar toda respuesta.
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“Por diversas razones.” Siempre hay razones, sobre todo cuando no hay razón. En general suele ser por simple comodidad e incluso pereza: querer evitarse el mal trago de una confrontación directa en la que tendría que decir —esto es, poner en palabras— los motivos por los que no sólo rechaza la relación sino incluso la posibilidad abierta de un cortejo (lo cual no es sino una prórroga al término de la cual tendría de todas formas que manifestarse). El silencio puede también deberse a la conmiseración (renuncia a humillar, a alimentar falsas esperanzas), la ira (indignación de ser objeto del deseo) o la ignorancia (no sabe por qué y no quiere saberlo). A veces el silencio encubre todo tipo de pretextos que van desde los más ridículos (“no tengo tiempo de tener una relación”, “no hay química entre nosotros”) hasta los más esotéricos (“primero tengo que comprometerme conmigo”). A veces será la respuesta a un simple rechazo (visceral, intelectual). En última instancia, todo eso junto y mucho más será vivido por el rechazado, una y otra vez, en una pesadilla sin final.
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“Transcurrió una semana sin que M se dejara oír, pasaron unos meses, pasaron diez años.” Por supuesto que tuve otras relaciones, e incluso las acumulé como bálsamos para la herida, pero no hizo sino crecer ese silencio atroz, esa declarada e inflexible renuncia (agoté las formas sutiles de pedir a M una manifestación, llegué incluso, por un momento, a la peor de las estrategias, la insistencia arrastrada). El tiempo real, lo cotidiano, pierde significado cuando constantemente se le compara con otro tiempo, el hipotético e imaginario —que es, por tanto, invencible. Si M hubiera accedido, muy probablemente la relación no habría durado más de unos cuantos meses. Tal vez habría habido una ruptura dolorosa, pero nunca comparable a lo que “nunca fue”, porque entonces siempre estaremos en pleno terreno de la ficción, signados por lo que “pudo haber sido”.
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El silencio de M no hizo sino agrandarse y hacerse más monolítico cada día. Ahora veo que, aunque no pensara en M, al término de esos diez años yo habitaba en un planeta llamado M comparable al que imaginó Frank Herbert, un planeta de dunas, un inmenso desierto. No únicamente el espacio: M me arrebató asimismo el tiempo. De un “no” me habría curado (porque a fin de cuentas habría sido una respuesta verbal), pero de su silencio no puedo escapar. Incluso aunque reapareciera ahora con un “me equivoqué”, con un “siempre sí” (el tiempo doblega todas las soberbias), ya no podría responderle. En cuanto M nunca se manifestó, me condenó a convertirme en lo no-manifiesto, en lo negativo. La suma de mis actos está en números rojos. Soy un fantasma sin tiempo y sin espacio. Soy un hijo ilegítimo del amor.
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[Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente),
Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2010.]

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