domingo, 19 de octubre de 2008

Retrato del mecenas y el artista adolescente

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 2, 2003


El arte y la dialéctica del encargo

Casi todo artista que comienza ha oído la propuesta de un mecenas que le dice, palabras más, palabras menos: “No estás preparado para hacer esto que quieres. Pero veo que tienes talento. Primero haz esto otro que te encargo. Te servirá para confrontarte con el medio, abrirte camino y desarrollar tu oficio. Luego harás tu obra personal”. Esta dialéctica del encargo ha funcionado, por lo menos, desde la Edad Media, incluso antes de que estuvieran establecidos los territorios del arte tal como son conocidos ahora. Y ha funcionado para pintores, escultores, teatristas, escritores, coreógrafos, músicos y, más recientemente (a partir de 1895), cineastas.

Los mecenas cambian de rostro, pero no de ideología. Ésta se basa en el presupuesto de que todo artista joven e inexperto es un peligro en potencia, ante todo por su energía e “ingenuidad”: cree estar descubriendo mil mecánicas expresivas, ser capaz de sacudir las conciencias o de reflejar la realidad como nadie lo ha hecho. Es peligroso, pues, porque podría hacer el intento de cambiar el mundo. Dicho de otra forma: el joven artista no representa un peligro porque vaya a cambiar el mundo, sino porque es capaz de hacer seriamente el intento por cambiarlo. Esa tentativa podría erigirse en ejemplo, generar seguidores. Conviene entonces que sólo circulen historias de quienes fallaron estrepitosamente y sufrieron hasta lo indecible por haber hecho ese intento. El cúmulo existente de esas historias volverá automáticamente “ingenuo” a quien quisiera emularlas.

Habrá varias clases de historias: aquellas en que los protagonistas hayan sido ignorados, incomprendidos o menospreciados no serán tan buscadas como esas otras en que se les haya humillado, escarnecido, vilipendiado o incluso lastimado; mas no recibirán tanta difusión las historias que incluyen demencia o suicidio, puesto que no se quiere mártires. Los mecenas son los principales fabricantes y proveedores de estas historias, y por ello gozan al descubrir “nuevos talentos”. Su máximo placer brota cuando el dinero determina el destino del “genio” (una palabra que nadie como ellos usa con tan tranquila displicencia y, a veces, con tan marcado sarcasmo).

La intemporal misión de los mecenas tiene dos motivaciones primordiales. La primera es “práctica”: el joven artista necesita “medirse” con el medio, y el mecenas le da esa “oportunidad”. La segunda es de orden más oculto: utilizar esa energía para realimentar los canales del poder. No todos los artistas son Leonardo da Vinci, capaz de aceptar el encargo hecho por Ludovico “El Moro”, conde de Milán, para decorar el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie, y convertirlo en La última cena. Y definitivamente no todos son Diego Velázquez, capaz de transformar en Las meninas una vaga idea de su mecenas, Felipe IV.

El arte fue suntuario desde su origen como fenómeno social: la Iglesia y el Estado lo acogieron para ilustrar sus principios y decorar sus recintos. En el caso de la religión, sólo el arte pudo hacer que el “vulgo”, sobrecogido, sintiera la presencia de lo divino respaldando la estructura eclesiástica. Esto fue cuidadosamente recogido por las monarquías y los imperios (el Estado): sólo el arte sería capaz de representar la fuerza de las instituciones imperiales, hacer perdurar las conquistas, mantener incólume la jerarquía monarca-súbdito. Velázquez es el gran ejemplo del rango que en las cortes adquirió el artista, único autorizado (aunque a regañadientes) a ascender de modo marginal en la monolítica pirámide de la aristocracia: el artista no sería reconocido por su “noble cuna” sino por su “dignidad intelectual”.

Y esto, que tiene toda la apariencia de “cosa del pasado”, sigue perfectamente vigente en un tiempo en que parece lo más natural que el artista haga lo que quiere. Nadie discute la dignidad del artista, pero a la vez nadie repara en lo que, cada día y cada minuto, hacen con el arte no sólo los mecenas sino el enjambre de oficiantes que rodean al mundo artístico (distribuidores, negociantes, subastadores, representantes, asesores, consejales, críticos, funcionarios, agentes, empresarios, en una lista que puede prolongarse indefinidamente).
Para la sociedad todo artista es, pues, adolescente. En vista de la suprema dificultad de desarrollo, existe un convenio amable que extiende la juventud hasta los 35 o 40 años, y a veces hasta los 50; y si no se extiende más es porque a los 60 se supone que comienzan los homenajes, no tanto a la obra como a la perseverancia, a los méritos conseguidos en mantenerse durante la guerra piramidal.



Doblarse o quebrarse

Porque, hoy como ayer, de lo que se trata es de que el artista no haga lo que quiere; se le convence de que primero le conviene “dar al público lo que éste demanda”. Cuando tenga éxito y haya comenzado a “hacerse un nombre”, es decir cuando sea Alguien, podrá realizar lo que inicialmente pretendía; con ello se le define de entrada como Nadie: la inmensa mayoría de sus esfuerzos no estará dirigida a hacer lo que quiere y a decir lo que tenga que decir, sino a volverse Alguien, el único que será oído por su sociedad. Y a veces habrá luchado tanto y tan duramente por ser Alguien que, cuando por fin parece empezar a conseguirlo (porque en sociedad nunca se es “Alguien completo” y siempre hay más obstáculos qué conquistar, más méritos qué demostrar), lo que quería hacer y lo que tenía que decir han perdido todo sentido. La esencial mecánica de la sociedad respecto a cada uno de sus nuevos ciudadanos se refleja bien en la del mecenas respecto a los jóvenes artistas: se trata de una dilación orquestada, un rodeo agotador, una pospuesta indefinida. En todos los niveles, el método para doblegar es el mismo: la humillación.

El “encargo” se ofrece al “artista en ciernes” como la gran tentación: implica tener medios y salir al mundo, pero haciendo otra cosa que difícilmente se le habría ocurrido de propia iniciativa. Es decir que los temas no suelen estar al arbitrio del artista, y lo que se le deja es un “margen de libertad” (algunas veces mayor, generalmente menor) en el tratamiento de esos temas. Puede hacer lo que quiera, siempre y cuando cumpla ese encargo que no nació de él pero llevará su nombre. Se trata de domar el ego del artista novel, pero también sus ambiciones. El máximo privilegio a que puede aspirar un artista será ascender marginalmente la pirámide aristocrática; así, el encargo será la forma más práctica de “domar a la fierecilla” y mostrarle lo que realmente puede hacer con su talento.

Aquellos que rechazan el encargo y se mantienen firmes en su idea inicial, generalmente confirman el gran lema de los mecenas: “El que no se dobla, se quiebra”. Doblarse significa ceder al aparato de poder; el artista confía en que tiene tanta fuerza expresiva que no lo afectará usarla en un “encargo”, bajo la promesa de que, una vez terminado éste, habrá “hecho méritos” para emprender su proyecto personal. (Se llega a ser Alguien por acumulación de méritos: es algo que se merece arduamente como máximo privilegio, mientras que ser Nadie es automático: basta con nacer.) Por lo demás, la alternativa es aterradora: quebrarse, quedarse sin “méritos”, sumirse en el anonimato, ser Nadie oído por Nadie. Aquel que no se “doble”, o que no sea capaz de formar una camarilla independiente que lo apoye, será ignorado. En este caso, el ego que se negó a ser domado se reforzará en un aislamiento pleno de amargura; algunas veces esta misma persona se convencerá de que “el arte no era lo suyo”, o bien, incapaz de abandonar el terreno artístico, se dedicará a una creación solitaria, orgullosa y callada, de la que difícilmente se sabrá algún día.

La historia del arte está claramente determinada por el encargo, con la única diferencia de que en la antigüedad era una ley autoevidente, mientras que ahora es una ley sobreentendida. El arte es desviado, contaminado y manipulado por las grandes corrientes que siempre tienen nombres nebulosos y a las que nadie puede realmente ubicar: “la opinión pública”, “el gusto general”, “el espíritu de los tiempos”... De hecho, la historia del arte es el recuento de las tácticas y subterfugios, más o menos efectivos, por medio de los cuales los artistas han asumido los encargos y, “a pesar de”, han logrado vehicular sus ideas (entre miles de ejemplos puede pensarse en Dickens y sus novelas por entregas).

Por lo general se piensa que los grandes artistas simplemente han creado sus obras, sin importar cómo consiguieron los medios para ello. Y es que el arte es social o no tiene repercusión y, por tanto, para existir depende del aparato de poder, de los mecenas que ofrecen los “medios”. El artista puede “vehicular” todas las ideas que quiera en su obra, pero los mecenas deciden cuáles obras vehicular y cuáles no.

El mecenazgo es, como toda institución aristocrática, hereditario y claramente monárquico en su nostalgia de otros tiempos, ese pretérito en que no había diferencia entre arte y artesanía, esas épocas en que el artista estaba en su lugar: no el de “figura pública” sino el de humilde figurador de la potencia, traductor de la “lógica divina” que rige (y justifica) los asuntos políticos, portavoz de las instituciones que garantizan la perduración de la vida social. Quien posee los medios (es decir, quien es Alguien) podrá darse el lujo de usar el arte como ornamento de su opulencia. De todos los territorios artísticos, el cine es el que más ha sufrido esa dialéctica y en donde se nota más claramente la conducta principesca de los mecenas. Y el mundo celebra esa conducta: si un productor va a arriesgar su dinero en algo tan costoso como una película, lo menos que se le reconoce es el derecho de imponer y determinar, esto es, de asegurar los términos de su inversión.



Talento en lugar de genio

Entre tantas historias generadas por los mecenas, sin duda la más sobrecogedora es la de Orson Welles y el modo en que Hollywood destruyó su carrera. En 1938, Welles, entonces de 23 años de edad, trabajaba en el medio radiofónico con su grupo de actores en Nueva York; en vísperas del halloween de ese año, escribió y dirigió un programa que sería muy distinto a los que ya había realizado. En este caso se trataba de una adaptación de La guerra de los mundos de H.G. Wells que, disfrazada de noticiero, fue tomada como real por el público norteamericano en un caso sin precedentes de histeria colectiva. El escándalo resultante, que más tarde se llamaría “fenómeno de masas”, llamó la atención de un Hollywood siempre ávido de “novedades” y la productora RKO abrió las puertas a Welles bajo una simple consideración utilitaria: “Si eso hizo en la radio, ¿qué no hará en el cine?”.

El año siguiente Welles llegó a Hollywood y firmó un contrato como jamás se había visto —y jamás se vería luego—, que le concedía libertad absoluta para escribir, dirigir, producir, protagonizar y editar la película que quisiera. Welles aprendió a hacer cine en unos cuantos meses de observación y, luego de considerar varios proyectos y reunir un equipo de colaboradores, terminó en 1941 su filme debutante, Ciudadano Kane, la obra maestra que sacudió hasta la médula todos los marcos de referencia sobre lo que hasta ese momento se consideraba “cine”. Debido a todo esto, nadie ha sido tan odiado como Welles en la Unión Americana; la “Fábrica de Sueños” se encargaría obsesivamente de vengarse de tal afrenta: la carrera de Welles fue obstaculizada con una saña minuciosa. La sistemática venganza impidió al realizador volver a hacer cine industrial y lo sumió en desempleo e incomprensión por el resto de su vida: quedó condenado a un eterno peregrinar buscando financiamiento para sus películas.[1] La experiencia de Ciudadano Kane fue convertida en una tajante moraleja sobreentendida: “nada más peligroso que el genio en libertad”.

Welles podría haberse limitado a cumplir las expectativas de RKO: explotar moderadamente su personalidad excéntrica y provocar pequeños escándalos promocionales: habría hecho una película tras otra y construido una carrera similar a tantas que reciben la admiración colectiva. Sin embargo, eligió ir a fondo, como en todo lo que había hecho en el teatro y la radio, y no titubeó en desafiar a uno de los más poderosos y corruptos magnates de la época, William Randolph Hearst. Cuando éste averiguó que Ciudadano Kane estaba basado en su vida, se consagró a destruir la película y amenazó con la bancarrota a los estudios RKO, cuya situación económica ya era en sí precaria y que por tanto se hallaron en la peor crisis de su historia. Antes de estrenarse Ciudadano Kane —que más tarde sería votada innumerables veces como la más grande película de todos los tiempos—, el negativo original y todas las copias positivas estuvieron a punto de ser destruidos.

Todo ese odio hacia Welles por parte de Hollywood y de las áreas más conservadoras de Estados Unidos llega a un punto culminante cuando, tras el escándalo que suscitó Ciudadano Kane, los estudios RKO cambiaron su lema oficial corporativo con objeto de avisar a los inversionistas de que nada tan peligroso sucedería otra vez. La nueva divisa fue colocada tanto en la correspondencia oficial como en los siguientes filmes producidos por estos estudios: Showmanship in place of genius, una tajante fórmula que suele traducirse al español como “Profesionalismo en lugar de genio”, y en donde resulta notable el tono despectivo con que se sobreentiende al genio como algo pernicioso.

Más que una mera anécdota aislada, se trata de un momento esencial en la historia de los medios masivos: la violenta reacción de toda la industria hollywoodense fue generada, primero, por el irrepetible concierto de circunstancias que dio a un “desconocido” (un Nadie) las privilegiadas condiciones de trabajo que tantos otros habían aceptado como imposibles —comenzando por los cineastas veteranos y consagrados—; luego, todo estalló ante el filme mismo, que reveló como una mera convención lo que antes era firmemente definido como “posible” e “imposible”.

Por un lado, en el slogan que Hollywood fabricó para justificar el sabotaje a la carrera de Welles, sorprende la aseveración de que los términos “profesionalismo” y “genio” son mutuamente excluyentes; por otro, resulta muy significativa la palabra elegida, showmanship, que significa “talento para organizar espectáculos”, lo mismo que “exhibicionismo” y “teatralidad”. El iracundo ejecutivo de RKO que ideó ese lema no aprendió de la figura de Orson Welles sino que el genio es una cuestión imprevisible, peligrosa y altanera que desestabiliza, cuestiona los valores establecidos, genera inquietud y desconfianza en el público respecto a las instituciones y termina en bancarrota.

Sin embargo, ¿no era un escándalo lo que Hollywood quería, similar al de La guerra de los mundos? Sin duda lo obtuvo, pero no el que deseaba, es decir el “fenómeno de masas” que hace ruido y produce dinero, es decir que agita las cosas y termina dejándolas como estaban antes. Ese mismo ejecutivo podía comprar un Van Gogh, colocarlo en el living de su mansión y sentirse muy satisfecho porque para él eso eran el arte y el genio “correctos”: una imagen que se veía bonita en su pared y cuyo elevado precio podía mencionar a los invitados a sus cenas de gala. Otra cosa muy distinta sería que se enfrentara personalmente con Van Gogh y tratara de hacer negocios con él. Probablemente terminaría espetando el mismo slogan.

Fueron el arrebato de ira y la situación crítica los que propiciaron que surgiera a la luz una divisa que, por una vez, no se andaba por las ramas ni usaba meros eufemismos como adorno. Es por ello que ese rabioso lema, más que surgido de una particular circunstancia, proviene de la esencia misma de Hollywood y de la ideología del imperio norteamericano. Showmanship in place of genius implica un odio al genio, en tanto actitud incontrolable, y pretende colocar toda la atención en el “talento”, es decir el “oficio”. Pero este conmovido reconocimiento al trabajo individual (a la artesanía) es falso; lo que el autor del motto estaba diciendo era “Si nos pusieran a escoger entre Hearst y Welles, elegiríamos sin pestañear a Hearst”. En otras palabras: “Institución en lugar de anarquía” (el FBI llegó a acumular un grueso expediente de Welles bajo la acusación de “comunista”). De lo que se trata en el fondo es de una sustitución (in place of) por medio de la cual se acalla toda creación visionaria, una de cuyas características es cimbrar todo el aparato de lo convencional.[2]

Showmanship in place of genius. Con esta declaración universal de principios, el “talento para el espectáculo” remplazó enfáticamente al arte en casi todo vocabulario básico. Un arte que desestabiliza no sirve para fundamentar lo institucional y lo ortodoxo; Hollywood obtuvo de Orson Welles la justificación para ejercer un férreo control de toda expresión libre y para refrenar cualquier elemento imprevisible que pudiera surgir de individuos educados en el sentido primigenio e intemporal del arte. La Meca del cine cimentó así su paradójica artesanía industrial en la que sus integrantes pierden de vista las fronteras éticas y así pueden, sin mala conciencia, ceder sus respectivos talentos a un aparato que sólo concede “libertad creativa condicional”.

Y si la palabra arte se utiliza, como en el retórico lema de los estudios MGM, Ars Gratia Artis, “Arte por el arte mismo”, sólo será como adorno y en un único sentido: “Entretenimiento por el entretenimiento mismo”. Resulta irónico el uso de una fórmula originalmente empleada por Edgar Allan Poe y Théophile Gautier, y además en versión latina. En el siglo XIX, el bohemio Gautier fue el primero en usar esa frase como divisa, con objeto de oponerse a quienes —como Ruskin o los posteriores partidarios del realismo socialista— derivaban el valor del arte de un propósito moral o didáctico. Si el arte no necesitaba una justificación moral, afirmaba Gautier, podía ser en sí mismo moralmente subversivo.

Nada más lejano a la práctica hollywoodense y a la concepción industrial de los media: donde el logo de la MGM con su león rugiente dice “arte”, debe entenderse showmanship, puesto que el principal sobreentendido es que el “otro” arte (el que subvierte) no es entretenido. El lema “Talento en lugar de genio” no sólo implica “Oficio en lugar de audacia” y “Artesanía industrial en lugar de artistas libres”, sino “Exhibicionismo en lugar de mirada” y “Teatralidad en lugar de profundidad humana”. En las décadas posteriores, los mass media, cantores perpetuos de la mentalidad industrial hollywoodense, heredarían íntimamente ese slogan y lo repetirían hasta convertirlo en la divisa misma de la modernidad.

Del impacto ocasionado por Orson Welles y Ciudadano Kane, la Meca del cine no obtuvo sino un aprendizaje: no genio sino oficio; no arte sino artesanía, y no artesanía entendida como hechura individual sino como industria orgullosa de su “profesionalismo”. Hollywood, industria de los fenómenos de masas, de los deslumbramientos pasajeros cuya técnica es cada vez más depurada, hace tanto ruido en torno a cada lanzamiento, que los espectadores terminan asociando el ruido con “lo que cuenta”. Con gran cuidado, Hollywood ha retirado de su vocabulario el término “arte” y lo ha sustituido por “espectáculo”; de ese modo, una multitud de artistas se insertan en la industria hollywoodense y le dan lo mejor de sí mismos convencidos de que lo que hacen es similar a lo que antes se denominaba arte; si ya no se llama así, piensan, es por un afán de “democracia”: la eliminación del elitismo en función del trabajo de equipo (Showmanship in place of genius). La misma confusión de términos hereda el espectador, cuyos marcos de referencia ya no tienen al arte como meta del cine, sino como una mera incidencia que apenas le incumbe. La jerga norteamericana incluso contiene un mote, artsy (algo que podría traducirse como “artistiquillo”), para definir con sorna a esa parte minoritaria, de festival, casi escolar, que aún se atreve a experimentar, a perseguir contenidos exigentes. Y debido precisamente a la sustitución de conceptos (“en lugar de”), aun en el muy minoritario cine experimental el nivel de exigencia es cada vez menor, más precario y convencional.

La pregunta es: ¿por qué, si la democracia es la ganadora, hay más elitismo, arrogancia y canibalismo que nunca? En 1942 Orson Welles dio una conferencia en la Universidad de Nueva York; entre otras cosas, afirmó:
Hollywood quiere que sólo se experimente en películas que dejen dinero, pero si no hay dinero entonces se echa la culpa al director, ya que el trabajo del director, por lo visto, es hacer dinero. El cine sólo podrá avanzar a despecho de la industria cinematográfica. No quiero asegurar a nadie que mañana mismo vaya a haber una película excepcional, ni que crea que Hollywood es un sitio donde las buenas películas se hacen como la cosa más normal del mundo, ya que, por el contrario, se hacen salvando muchos más obstáculos de cuantos se puedan imaginar.
El lema Showmanship in place of genius se ha colocado en el núcleo mismo de los medios masivos, y entre tantas otras predaciones significa “la regla en lugar de la excepción”, “lo encontrado en lugar de lo buscado”, “la fórmula en lugar de lo que cuestiona a la imposición de fórmulas” y, a fin de cuentas, señala a un arte exigente que sólo puede avanzar a despecho de las industrias del espectáculo. Ciertos bien intencionados que quieren hablar el lenguaje industrial para criticarlo han inventado el término long-sellers para referirse a libros que permanecen más allá de las modas porque los buenos lectores los promocionan de boca en boca. Sin embargo, existe un equívoco en ese término y más bien habría que llamarlos long-givers, puesto que se trata de textos culturales (libro, película, pintura, obra de teatro...) que no “venden” nada: dan, y en el más desnudo acto de dar cumplen todos sus propósitos.



Nadie puede ser una promesa toda la vida

Casi todos los días se generan historias menos conocidas en el mundo del cine. Un cineasta más o menos joven escribe un guión y lo presenta a un productor. Éste se horroriza al leerlo, pero intuye que el “muchacho” tiene lo que eufemísticamente se llama “posibilidades”. Entonces le ofrece un encargo. El cineasta puede haber recorrido infructuosamente las antesalas de numerosos productores, y entiende que lo que éste le ofrece es una “oportunidad irrepetible”; la tentación es grande: ser reconocido y, ante todo, la posibilidad de dirigir, precisamente cuando casi todos sus condiscípulos están desempleados y siguen de antesala en antesala con sus respectivos guiones bajo el brazo. El “encargo” es algo concreto, mientras que el proyecto personal es algo cada vez más abstracto. El cineasta en ciernes se dice: “Muy bien, lo acepto y luego me consagro a mi proyecto aprovechando lo que haya ganado con esto”.

Una vez que acepta, ha firmado el pacto mefistofélico y se ha vuelto parte activa de la pirámide del poder. Porque si el “encargo” funciona, en el mejor de los casos vendrá otro, y otro más, en tanto el “proyecto personal” espera de modo indefinido. Para entonces, el artista se habrá acostumbrado a vivir de ese modo: cada vez será menos “joven” (en palabras de uno de los miles de cineastas que han vivido esta mecánica: “Nadie puede ser una promesa toda la vida”) y habrá encontrado la manera de justificar, ante sí mismo, el cambio diametral que el aparato le hizo dar en su vida creativa. Así se forman las “carreras”, así se llega a ser “director de cine”. Así Hollywood alimenta su gran inercia a nivel mundial.

El espectador piensa que los temas caen del cielo y que los encargados de llevarlos a la pantalla son “los que son”. La carnicería de los “jóvenes talentos” se mantiene en silencio, porque a nadie interesa esa parte de la historia. Se espera que el “genio” de los artistas jóvenes termine casi mágicamente por imponerse, siempre bajo el tramposo estereotipo del artista rebelde e innovador. En realidad, en esta dialéctica todo se espera, todo tiene un lugar, todo es previsible: el artista aceptado debe sacudir conciencias cuando ellas esperan sacudirse; se le permite expresarse cuando tal forma de expresión está bien vista; se espera que haga concesiones, que sea rentable y explícito, que no se complique, que no pida peras al olmo...

Uno de los cineastas hollywoodenses que ha vivido más de cerca este conflicto es Francis Ford Coppola; cuando en el año 2005 se encarga de grabar la pista sonora de comentarios en el DVD de El padrino III, reflexiona en el hecho de que el cine, un medio que requiere grandes capitales, es manejado por corporaciones como cualquiera otra operación financiera; de ahí que los grandes estudios opten por los negocios seguros:
Las obras de arte, como medios de hacer dinero, son muy problemáticas. Cuando pagas a alguien para que escriba un guión, o cuando contratas gente para hacer una película, no tienes idea de si lo que terminan haciendo gustará al público hasta el punto de que se decidirá a verla. Por eso el estudio está en la posición de querer repetir algo que tuvo éxito, de tratar de hacer lo que más gusta a todos, y por eso hay infinidad de secuelas y continuaciones, y aunque no lo sean, con frecuencia ves una película y te das cuenta de que tiene el mismo argumento que has visto en otra película. 
Luego de comenzar su carrera con cintas más o menos personales —sobre todo The Rain People (1969)—, Coppola es contratado por Paramount para un encargo: el estudio ha comprado los derechos de una novela de relativo éxito, El padrino de Mario Puzo (se convertirá en un enorme best-seller sólo tras el estreno del filme), y los ejecutivos buscan a un director joven, lo que ante todo significa: 1) que trabaje a destajo e invierta toda su energía; 2) que cobre poco; 3) que sea manipulable y entregue un producto rutinario pero redituable. Coppola entra en conflicto con los productores: más que una mera película de gángsters le interesa el conflicto moral de los personajes. Al final de la primera semana de rodaje el estudio lo amenaza con enviarle un “director de acción”, puesto que a juicio de los productores “falta violencia”. A la segunda semana se extiende el rumor de que Coppola será despedido y sustituido por otro director más dócil. Pese a todo, el cineasta consigue terminar la película que, contra todas las expectativas del estudio, se convierte en uno de los éxitos en taquilla más grandes de la historia hollywoodense.

Con el dinero y la fama obtenidos, Coppola se lanza a dirigir un proyecto personal que había escrito en 1966 y para el que no había conseguido financiamiento, The Conversation (1974), que recibe aclamación crítica pero modesto resultado en taquilla. El cineasta acepta el ofrecimiento del estudio de rodar una segunda parte del Padrino, que obtiene un éxito crítico y económico superior al de la primera película. Coppola se consagra entonces a un monumental y muy ambicioso proyecto en el que invierte todos sus recursos, Apocalypse Now (1979), que representará una ruina financiera, artística y personal de la que nunca logrará recuperarse del todo. Sus siguientes proyectos tampoco funcionan para resarcirse de la “caída”: One from the Heart (1982), The Outsiders (1983) y Rumble Fish (1983); a continuación trabaja en un encargo tras otro, mecánica que culmina cuando acepta una vieja propuesta del estudio, la de rodar The Godfather: Part III (1990).

En la banda sonora del DVD de esta última película, Coppola no se limita a hacer lo que tantos otros cineastas —citar anécdotas, describir cómo se hizo esto o aquello—, sino que además emprende un examen de conciencia:
Antes yo decía: “Estoy apasionado por hacer películas, estoy en mi mejor momento”. Y ahora que grabo esto estoy en declive porque ya no siento esa pasión por el tipo de cosas que hay que hacer en las películas para que tengan éxito hoy en día. Lo único que me devolvería esa pasión sería que se me permitiera explorar algo nuevo. Pero estar condenado a hacer la misma película una y otra vez es, como decía Jean-Paul Sartre, el infierno personal.
Hay un medio, el cine, del que quizás hemos explorado un ocho por ciento de lo que es su lenguaje y de lo que puede hacer. Que la gente que hace dinero con eso para comprar joyas a sus esposas te diga: “No, no puedes experimentar, no puedes recorrer un camino nuevo, debes repetir lo mismo una y otra vez”, eso es una píldora muy difícil de tragar. [...] Se quiere que el artista esté en un constante estado de servilismo. Siempre digo que si quieres entender quién maneja el mundo, en cualquier periodo de la historia, para saberlo basta con ver quién contrata al artista. [...] El pasado siempre está en guerra con el futuro. Yo intento pensar en el futuro, en nuevas cosas, pero siempre siento que el pasado me jala. Incluso el hecho mismo de estar grabando este comentario, ¿qué es sino ser atraído por el pasado? A nadie le interesa el futuro sino a los artistas. Ellos son los que quieren avanzar, seguir adelante, pero los demás sectores de la sociedad quieren retenerlos ahí donde todos nos protegemos de la tormenta: en el pasado. Lo llaman el presente, pero es el pasado. 
Bajo esta luz, cobra sentido la frase de Louis Malle sobre Woody Allen: “Es el único que realmente hace lo que quiere”. En efecto, la obra de Allen marca una enorme excepción en Hollywood: es el único cineasta que se las ha arreglado para conseguir anualmente producción con objeto de hacer exactamente lo que quiere. Con astucia y perseverancia (y, sobre todo gracias al juego a través del cual se ha convertido en un personaje), Allen ha conseguido lo que fue imposible para Orson Welles (que también jugó con transformarse en un personaje, pero a quien nunca se le perdonó la transgresión, puesto que jamás hizo reír al aparato hollywoodense). Consciente de ello, Allen declara: “No puedo imaginar que el negocio del cine deba ser manejado de cualquiera otra forma que la del director que tiene completo control sobre sus películas. Mi situación puede ser única, pero eso no habla bien del negocio. Mi caso no debería ser excepcional, porque el director es el único que tiene la visión y, por tanto, es el único que debe poner esa visión en un filme”.

Alguien podría contraargumentar que el arte es interacción con el mundo y que el del arte puro es un mito inútil; podría incluso citarse la afirmación de Gaëtan Picon acerca de que toda obra que vale nace contra una resistencia. Pero estos argumentos se usarán no para apoyar el arte sino para afirmar la impureza que lo rodea. Con la coartada de negar la existencia o utilidad del arte puro (lo que en principio significa arte libre), lo que se hace es cumplir la estrategia de los mecenas: mantener la tabla de valores que dicta lo que es posible y lo que es imposible, erradicar toda excepción que no confirme las reglas, todo asomo a las verdaderas posibilidades del arte. Mantener el estereotipo del artista sufriente es justificar el dolor del mundo como “inevitable”. Si el ciudadano medio sufre, si lo hace aún más el artista rechazado, ¿cuánto más deberá penar el artista que “triunfa”, es decir el que es socialmente autorizado para entretener a los demás con el espectáculo del dolor?

Como en el Medievo, el arte sigue siendo suntuario. Los artistas son vistos como niños, necesitados de paternidades, mecenazgos, guías. No saben lo que quieren, lo que les conviene, lo que se espera de ellos. Los mecenas son los maestros en la práctica, aquellos que acomodan al artista en su lugar social, en la maquinaria de poder, en la administración del entretenimiento. Son los encargados de enseñarle, a toda costa, que el arte no cambia la vida, sino que simplemente entretiene a los vivientes. Los mecenas existen para dar “realidad” al arte, es decir, para convertir a los artistas en entretenedores y enseñarles que arte es barullo y que hay dos tipos de ruido: uno redituable, rentable, y otro que queda de fondo y no significa nada. Ambos ruidos son los que forman el “medio”. Desde tiempos remotos, los mecenas existen para matar la energía que en verdad podría cambiar al mundo.

***


Notas


[1] Una hipocresía de tamaños babilónicos deparó que en 1971 la Academia hollywoodense “concediera” a Welles un Óscar honorario “por la superlativa calidad artística [artistry] y versatilidad en la creación de películas”. De la misma hipocresía habían surgido, treinta años atrás, las únicas nominaciones de su carrera (actor, director y guión, este último rubro compartido con Herman J. Mankiewicz, en lo que sería la única estatuilla otorgada) por Ciudadano Kane.


[2] Cuando en 1972 la academia hollywoodense otorgó un Óscar honorario a Jean Renoir, el discurso oficial explicó que el cineasta francés era honrado en tanto “un genio que, con gracia, responsabilidad y una envidiable dedicación a través de películas silentes, sonoras, de largometraje, documentales y para televisión, ha ganado la admiración del mundo”. En 1941, a partir de la experiencia de Ciudadano Kane, Hollywood había satanizado la palabra “genio” y la había convertido a la vez en un insulto dirigido específicamente a Orson Welles y en una severa advertencia a quienes pretendieran entender el cine como este filme lo había redefinido. ¿Una vez transcurridas tres décadas esa palabra retornaba al vocabulario de la ortodoxia, por fin liberada de condenas y equívocos? La respuesta es evidente en aquella declaración: en ella el genio es relacionado con la “gracia” y, sobre todo, con la “responsabilidad”: únicamente estos dos elementos vuelven “envidiable” la dedicación de Renoir al cine. En otras palabras: la igualmente intensa entrega de Welles al séptimo arte no puede envidiarse ni generar admiración mundial porque este “tipo” de genio carece de gracia y es irresponsable. Que la definición hollywoodense de “genio” no sólo no se “reivindica” con el arribo de nuevas generaciones sino que se recrudece sin cesar, lo prueba en 1984 la festejada Amadeus, retrato cuasi-arquetípico del genio como la más repulsiva forma de la irresponsabilidad. [3]


[3] Amadeus o la absolución de la mediocridad. En Amadeus (Milos Forman, 1984), Antonio Salieri (F. Murray Abraham) exclama: “¿Por qué eligió Dios a un niño obsceno para ser su instrumento?”, y el propio Mozart (Tom Hulce) llega a plantear la gran diferencia: “Soy un hombre vulgar, pero os aseguro que mi música no lo es”. En Mozart hay dos partes, entonces: la humana, vulgar, y la inhumana, genial. En Salieri hay también dos partes: la humana, mediocre, y la sobrehumana, la gran némesis. Nadie habla con mayor sutileza que Salieri de la música de Mozart; nadie, ni el propio Mozart, es capaz de hablar de ella en términos tan sublimes. Nadie la conoce mejor que quien tiene el derecho de haberla escrito. Salieri compone con disciplina, supremo esfuerzo, inmenso sufrimiento, mientras que Mozart no corrige sus partituras y las escribe con la alada inconciencia de alguien a quien parecieran estársele dictando. No le cuesta el menor trabajo lo que a Salieri representa sangre y dolor. Mientras que para la aclamada obra de teatro de Peter Shaffer el acento cae en la final humanidad de Salieri, para la no menos festejada película de Milos Forman (y también para el Shaffer culpable de la “adaptación” a la pantalla en la cinta que obtuvo once nominaciones para el Óscar y ocho estatuillas otorgadas) cae en la fundamental inhumanidad de Mozart. El genio es tan repulsivo como la risa chillona y brutal de Hulce; aunque el público reprueba la mecánica por medio de la cual Salieri se lanza a destruir a Mozart, en el fondo la comprende. Muy significativamente, el Óscar para mejor actor, categoría en la que competían Hulce y Abraham, no recayó en manos de aquél sino en las de éste, lo que prueba de manera indiscutible en dónde estaba el peso de la balanza: en el esfuerzo de Abraham estaba, en efecto, el esfuerzo de Salieri, y ambos (si no, más bien, el segundo en exclusiva) fueron premiados, reivindicados, vengados de una vez por todas. El grito final de Salieri no podría ser más definitivo: “Hablo por todos los mediocres del mundo. Yo soy su santo patrono. Mediocres de la Tierra, yo os absuelvo, os absuelvo, os absuelvo a todos”. Nunca un Óscar de la academia hollywoodense había sido otorgado a una suma de individuos desde un santo patrono que a todos los absuelve tras haber vuelto a lo humano sinónimo de la mediocridad.

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[Capítulo del libro Hollywood: la genealogía secreta, Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo Guardado, Monterrey, 2008. Distribuidor: Dirección de Publicaciones UANL armasyletras@seyc.uanl.mx. // Librería de la U.com.]


1 comentario:

Anónimo dijo...

Óscar.

Me encanta el artículo. Creo que para transmutar todo esto, al artista le queda la espiritualidad