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r e t r a t o s
(e n) (c o n) p o s t a l e s
Reunión
(18). La mirada, 5
D.G.D.
Para Rosa Chacel la mirada es el verdadero lenguaje
del mundo. Las miradas de ojo a ojo son mensajes de muy distintas procedencias
que se ensamblan en una combinatoria instantánea e irrepetible. Nadie ha dicho
nada parecido ni lo dirá jamás. Ese complejísimo mensaje sólo funciona una vez,
ahora, en este instante. Chacel lo corrobora pero al mismo tiempo hace hincapié
en que las letras que forman ese lenguaje —es decir las imágenes— son intemporales.
Malcolm de Chazal matiza: el sol no da enseñanza a
través de palabras. De la misma manera que las madres inteligentes respecto a los
hijos intuitivos, el sol enseña con la mirada. (“Enseñar” es aquí menos
instruir comportamientos que abrir receptividades.)
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Chesterton enfrenta el misterio: por más milagroso que
sea lo que ven los ojos —espejos rodantes, cristales terribles—, no hay milagro
mayor que el de ver. Un ojo que pudiera verse mirando, podría tal vez discernir
qué tanto de sí mismo interfiere en lo mirado. La sabiduría popular entiende
que el mundo es según el color del cristal a través del cual se le mira, pero
esta analogía hace presuponer que ese cristal es una especie de lupa o anteojo
colocado entre el ojo y la realidad, ambos igualmente “objetivos”. Pero ese
cristal no se antepone al ojo: es el ojo mismo. En rigor, el ojo es tan
objetivo y real como la materia, y sin embargo, lo que hace con el mundo, es
decir verlo, no es objetivo: sólo capta de él una fracción mínima, y aún a ésta
la altera, la interpreta, la colorea.
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Olga Orozco exclama que la mirada no es una magnitud determinada
sino que consiste en incontables matices y sobre todo en dos respecto a su
dirección: uno hacia afuera, es decir lo que se denomina mundo exterior, y otro hacia adentro, que desde ese instante se
convierte en el mundo interior. Abrir
los ojos, dice la poeta, traza de inmediato la frontera entre yo y el mundo y a
la vez deja al yo en la intemperie; el acto opuesto, cerrar los ojos, no
implica nuevas fronteras hacia adentro sino precisamente la derogación de todas
las fronteras. Por eso quien cierra los ojos se convierte en morada de todo el
universo: se integra en la simultaneidad.
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Mirar se parece a pescar, dice Pedro Salinas: el que
ejercita la vista volea la caña y clava el anzuelo en alguna parte del mundo; mirar
se parece también a flechar, puesto que ese anzuelo se convierte en baliza, en
blanco de tiro, y una vez establecido en tal o cual sitio, el alma/saeta se
lanza a buscarlo. La mirada de los ojos es sólo la primera parte del acto (la
parte mecánica): la segunda es realizada por el alma (la parte esencial). Por
eso los ojos son las ventanas del alma; ésta primero se asoma, luego tiende un
puente y al fin se lanza en búsqueda de un contacto que no es cacería ni pesca
sino integración. La mirada de ojo a
ojo podría compararse con dos arqueros, cada uno el blanco del otro; la mirada
fija el blanco, el alma es la flecha. A veces se erra el blanco; a veces las
flechas se clavan una en otra a mitad de camino.
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Toda la luz del mundo, dice García Lorca, cabe dentro
de un ojo, que es acaso el horno en el que se crea la luz, o al menos el ámbito
secreto en el que la luz exterior es respondida
por la luz interior.
A la manera de Olga Orozco y Rosa Chacel, Virginia
Woolf se consagra a señalar los infinitos matices del acto de mirar. Hay poemas
(lugares del mundo) que para ser realmente vistos requieren miríadas de ojos y
no fijos sino giratorios. Los faros de Woolf (gran referente es su quinta
novela, Al faro, publicada en 1927) no
actúan de modo previsible: no los mueven sistemas mecánicos de rotación similares
a los de relojería (como el inventado en 1786 por Joseph Teulère) sino la marea
misma. Pero ni siquiera sería suficiente un mar de faros iluminando al mar con
haces giratorios. Para leer ese poema (el mundo) se requiere la absoluta integración.
*
[Leer Reunión (19). La mirada, 6]
*
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Voces
de Antonio Porchia
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