viernes, 28 de noviembre de 2025

Reunión (31). El sueño, 7

 

DGD: Postales, 2019-2025.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Reunión (31). El sueño, 7

 

[Borges, que en una de sus vocaciones literarias fue historiador de lo imposible (de la eternidad, de la noche, del tiempo, de la infamia), entrevió otra historia que, a diferencia de las que llevó a textos más o menos largos, dejó en breves apuntes como este: “La historia de los sueños podría escribirse. Esas especies de apariencia libérrima tienen leyes secretas, y las 1001 Noches, que parecieron un caos venturoso, no son esencialmente menos rígidas que una tragedia clásica. Los símbolos, el vocabulario, los métodos, varían de una época a otra, acaso en forma cíclica”.

               Esa historia consistiría en la descripción de los sueños de tantos seres humanos siempre asombrados menos por la extrañeza del sueño que por su perfecto método destinado a que el soñador tome como absolutamente reales la quimera, la metamorfosis, la milagrería y la pesadilla. Así, la historia de los sueños que Borges imagina se ha estado escribiendo desde siempre, pero en ella no hay interpretación, y mucho menos el establecimiento y divulgación de las leyes secretas; estas leyes existen pero no pueden ser desprendidas del mundo al que rigen. Por eso resulta tan certero el dictum de la tradición talmúdica, según el cual un sueño sólo puede ser interpretado por otro sueño. Únicamente el unicornio puede explicar al basilisco.

               A fin de cuentas toda interpretación de los sueños es literaria, es decir convencional, retórica, hechiza. Interpretar es dilucidar lo que algo o alguien quiere decir; pero los sueños no “quieren decir”: dicen, y además en un lenguaje para el que no tenemos la menor gramática sino únicamente ecos, reverberaciones, figuras que cambian sin cesar. Por eso sólo un sueño puede explicar a otro.

               Por vago ejemplo: sueño a un hombre que mira por la nariz. Nada consigo si al despertar me pregunto qué significa esa imagen, qué me está diciendo... Un día muy lejano, cuando ya he olvidado completamente aquel sueño, reencuentro este haiku de Basho: “El actor mira / el mundo por la nariz / de la máscara”. Aquí sí hay interpretación: el haiku refleja el asombro del poeta cuando se le explicó que en el teatro Noh, en ciertos casos el actor ve a través de los orificios nasales de la máscara. Los ojos de ésta no tienen perforaciones, como sería “lógico” para que pudiera ver o entrever frente a sí. Una compleja técnica se requiere para combinar armónicamente los movimientos de la cabeza, el cuello, el torso, de tal manera que el actor pueda tener impresiones visuales sin romper el perfecto equilibrio de la puesta en escena.

               Esa es la explicación racional, pero si yo pudiera recordar aquel sueño primigenio, haría la conexión y acaso podría reconocer lo que hay de profundamente onírico en el teatro Noh. En este y muchos otros casos, ese tipo de reconocimiento sólo se da por intuiciones, por fulgores, por vías oníricas, y acaso eso —en una asociación inevitable— es lo que vuelve tan extraña a una novela como El perfume (1985) de Suskind, cuyo protagonista bien puede decirse que ve por la nariz, lo que en principio significa que su sentido del olfato es mucho más sutil y complejo que su propia visión; sin embargo, en última instancia lo que El perfume “quiere decir” es la comunicación (o la unidad) entre los mundos de la vigilia y el sueño. Acaso es únicamente de este modo tangencial y fluido que las leyes secretas —las mismas para ambos territorios del día y de la noche— pueden ser entrevistas. “No hay que representar la vida como es ni como debería ser, sino como aparece en sueños”, pide un personaje de La gaviota de Chejov. (DGD)]

 


 


 


 


 


 


 

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Jorge Luis Borges: prólogo a Arquitecturas del insomnio de Ema Risso Platero, Botella al Mar, Buenos Aires, 1948. Inc. en Textos recobrados (1931-1955), Debolsillo, Barcelona, 2015.

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P O S T A L E S  /  D G D  /  E N L A C E S

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martes, 18 de noviembre de 2025

Reunión (30). El sueño, 6

 

DGD: Postales, 2021-2024.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

El sueño en la antigüedad

Georg Luck

 

[El autor invitado en esta ocasión es Georg Luck (1926-2013), erudito suizo celebrado por sus estudios acerca de las creencias y prácticas mágicas en el mundo clásico, y que durante más de veinte años fue profesor en la Universidad Johns Hopkins en Baltimore. Los fragmentos siguientes corresponden a su espléndida Arcana Mundi. Magia y ocultismo en el mundo griego y romano (1985). El título “El sueño en la antigüedad” es mío. (DGD)]

 

Los egipcios creían que el hombre, en su sueño, tenía acceso a un universo diferente del que normalmente habita y que, aunque el cuerpo está dormido, el alma de algún modo despierta a una nueva vida.

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Posidonio de Apamea (ca. 135-50 a.C.), pensador estoico que influyó considerablemente en filósofos posteriores, estaba convencido de que los poderes divinos se comunican con los seres humanos mediante los sueños y que hacen esto de tres maneras diferentes: 1) el alma, por ser divina, puede ver el futuro como solamente lo ven los dioses o los démones (almas incorpóreas); 2) el aire está lleno de démones que entran en el organismo del que sueña; 3) los dioses hablan directamente con el que sueña.

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Para encontrar una razón filosófica de su doctrina, Posidonio escribió un libro en el que estableció el principio de “simpatía cósmica”, que está en la base de todas las ciencias ocultas [todo está conectado: lo de arriba está en lo de abajo, etc.]. Sabemos por Cicerón cómo explicaba Posidonio los sueños que se cumplían: en el sueño, el alma humana se comunica con los dioses directamente o con un “alma inmortal” (es decir, uno de los muchos démones que atestan el aire que hay bajo la luna). Estos seres divinos conocen el futuro y, a menudo, comparten su conocimiento con las almas humanas cuando no son estorbadas por el cuerpo.

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Según Cicerón, que parece seguir a Posidonio, hay dos tipos principales de adivinación: natural y artificial. La forma más obvia de adivinación natural es por medio de los sueños; Plutarco llama a éstos “los oráculos más antiguos”. Con frecuencia, el propio soñador comprendía el significado de su sueño, pero a veces debía consultar a un intérprete profesional. Esta ciencia se conserva en libros de sueños, como los Oneirocriticá (La interpretación de los sueños) de Artemidoro.

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Un modo especial de inducir sueños significativos se conoce como “incubación” (del griego enkoímēsis, “dormir en un templo”). En ciertos santuarios —por ejemplo, en el templo de Asclepio en Epidauro— el visitante debía seguir un ritual establecido (ayuno, oración, baño, sacrificios) y después pasar la noche en el templo. En su sueño vería al dios y recibiría de él consejo sobre el problema que lo había llevado ahí.

 


La interpretación de sueños se practicó desde una fecha temprana en Mesopotamia. El libro de sueños de Asurbanípal (rey de Asiria que gobernó entre 669 y 631 a.C.) afirma que los sueños enviados por los dioses a reyes, sacerdotes o sabios se explicaban por sí mismos, por así decirlo, ya que estas personas tenían la autoridad para interpretarlos.

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En el Antiguo Testamento, los sueños son una manera de comunicarse el hombre con Dios, aunque se admite que algunas visiones nocturnas no tienen sentido e incluso son engañosas. [...] Puesto que los sueños vienen de Dios —o de un dios—, sólo quien tiene el espíritu divino en él podrá comprenderlos.

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La tradición talmúdica también reconoce el valor de los sueños. Según el rabino Jochanan, “tres tipos de sueños se cumplen: el sueño de la mañana, el sueño que otra persona tiene sobre ti y el sueño que es interpretado por otro sueño”. Claramente, si un sueño necesita interpretación, la mejor procede de Dios en forma de otro sueño.

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El primer sueño de la literatura griega se encuentra en la Ilíada de Homero (II 5). Es un sueño engañoso enviado por Zeus a Agamenón, el comandante en jefe de los griegos frente a Troya, para “aniquilar a muchos sobre las naves de los aqueos”, como dice Homero, y finalmente para hacer que los griegos se den cuenta de lo valioso que probará ser un guerrero, Aquiles, que acaba de ser insultado por Agamenón.

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En la Odisea (XIX), Penélope desarrolla una especie de teoría de los sueños engañosos y fidedignos. Utiliza la imagen de dos puertas, una hecha de marfil, otra de cuerno; los sueños engañosos pasan a través de las puertas de marfil, y los que predicen acertadamente el futuro, por las de cuerno. Sin embargo, es difícil distinguir unos de otros, y en este ejemplo concreto, el instinto de Penélope le dice que el sueño no es verdadero, aunque le gustaría creer que lo es.

 


Resulta extraño que Hesíodo (Teogonía), en el siglo VII a.C., parezca ignorar los sueños agradables, que no están ausentes en la primitiva poesía épica; él piensa sólo en visiones aterradoras, sueños engañosos y pesadillas.

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Un poderoso movimiento religioso que se originó en Grecia en el siglo VII a.C. se conoce como orfismo. Algunas teorías órficas referentes al alma impresionaron a poetas y pensadores posteriores como Píndaro, Esquilo, Sófocles y Platón. Estas doctrinas enseñaban que durante el sueño, el alma era libre y podía abandonar el cuerpo para comunicarse con seres superiores. Mientras el cuerpo está despierto, el alma (o “el subsconsciente”, como diríamos ahora) está dormida, pero cuando el cuerpo está dormido, el alma está completamente despierta y adquiere lo que hoy llamaríamos “percepción extrasensorial”.

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Eurípides (Ifigenia entre los tauros) dice que los sueños son criaturas de la Tierra, de la que reciben sus revelaciones.

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En el Fedón de Platón, Sócrates recuerda en la cárcel la visión de un sueño recurrente en el que una figura onírica —siempre la misma— lo anima a “hacer música”, es decir, ser creativo, y por ello escribe ciertos poemas versificando algunas de las fábulas de Esopo que conoce de memoria.

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El tipo de sueño que Macrobio (siglo V d.C.) llama chrēmatismós (“respuesta oracular”) aparece “cuando en el sueño el padre del soñador o alguna otra persona respetada o imponente, quizá un sacerdote o incluso un dios, revela sin simbolismo lo que sucederá o no sucederá, lo que debe hacerse o evitarse”.

 


Aristóteles, en uno de sus primeros diálogos, todavía bajo la influencia de su maestro Platón, dice: “La mente recupera su verdadera naturaleza durante el sueño” (Sobre la filosofía). En sus obras posteriores es más cauteloso al tratar de los sueños y se limita a aseverar que éstos son las emociones del órgano central de la conciencia. El que sueña es sensible a las más leves alteraciones de su organismo, y estas afectarán a sus sueños. Mientras está dormido, puede oír un ruido casi imperceptible y soñar con una tormenta.

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El mejor intérprete de sueños, según Aristóteles, es aquel que encuentra analogías y reconoce la verdadera imagen tras la imagen onírica, porque la imagen verdadera está a menudo rota, distorsionada o modificada por el proceso del sueño, de la misma manera en que una imagen reflejada en el agua queda distorsionada por las ondas de la superficie.

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Lucrecio (Sobre la naturaleza de las cosas) señala que vemos en nuestros sueños las cosas que nos conciernen durante las horas en las que estamos despiertos: los abogados sueñan con sus casos, los generales con sus batallas, el propio Lucrecio con el libro que se propone escribir.

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El más antiguo libro de sueños que se conserva data del siglo II d.C. Su autor, Artemidoro de Daldis (o de Éfeso), era un intérprete profesional con fines científicos y didácticos. Reunió más de tres mil sueños de quienes lo consultaban y así distingue entre sueños verdaderos, visiones, oráculos, fantasías y apariciones; luego, a su vez, separa los sueños que predicen sucesos, de los que tienen que ver con el presente. El simbolismo es la clave, según Artemidoro, para entender su mecanismo.

 

Marco Aurelio, un estoico que llegó a ser emperador de Roma en el año 161 d.C., refiere en sus Meditaciones que recibía consejo médico en sueños.

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El neoplatónico Sinesio (ca. 373-410 d.C.), en su libro Sobre los sueños sostenía que, puesto que no hay dos personas completamente iguales, no pueden existir reglas para todos los sueños; tenemos que encontrar nuestra propia interpretación, advierte. Toda persona, hombre o mujer, puede hacerlo, porque el sueño es el oráculo al que más fácilmente podemos acceder. El alma está lúcida y en movimiento, sólo cuando el cuerpo está dormido” (De insomniis).

 


Lo que se ha escrito sobre los sueños en tiempos modernos con frecuencia parece hacerse eco de antiguas teorías (véase W.O. Stevens: The Mystery of Dreams, Dodd, Mead, Nueva York, 1949; E. Fromm: The Forgotten Language, Holt, Rinehart, Nueva York, 1959; A. Faraday: Dream Power, Coward, McCann and Gheoghegan, Nueva York, 1972).

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E.R. Dodds —que ha tratado de combinar psicoanálisis y antropología con los más tradicionales métodos de erudición clásica— escribe que ciertos sueños (él los llama “sueños propios de un esquema cultural”) están muy relacionados con el mito porque, como Jane Harrison apuntó en una ocasión, el mito es el pensar onírico del pueblo, así como el sueño es el mito del individuo. En otras palabras, en los sueños creamos nuestra propia mitología, pero sólo parte de ella procede de la experiencia personal, lejana o inmediata; algunas imágenes fluyen del “inconsciente colectivo” que hemos heredado de nuestros antepasados.

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Es casi imposible comprender una cultura sin conocer sus sueños típicos y las interpretaciones tradicionales de ellos. Pero el material que tenemos es escaso, y gran parte de él puede que fuera dirigido o manipulado de algún modo. Sin embargo, puesto que todos soñamos, podemos probablemente percibir los mecanismos ocultos que producían ciertos sueños en la más remota Antigüedad, ya que es muy probable que también den origen a los sueños que hoy tenemos.

 

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 [Leer Reunión (31). El sueño, 7]

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Arcana Mundi. Magic and the occult in the Greek and Roman worlds: a collection of ancient texts, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1985. / Arcana Mundi. Magia y ciencias ocultas en el mundo griego y romano, Alianza Editorial, Madrid, 2023; trad.: Elena Gallego Moya.

 

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