viernes, 17 de octubre de 2008

El ciberespacio interior


DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 1, 2003

En Perfiles del futuro (1962), Arthur C. Clarke postula su “Tercera Ley”, la más polémica y también la más exacta: “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Previsiblemente, en la mayoría de los casos suele interpretarse desde el paternalismo condescendiente, como si dijera “La tecnología de extrema sofisticación es vista como magia por los ojos del profano, del ignorante y del rústico”, con lo que una vez más se pretende demostrar la “superioridad” del homo technologicus a partir de la imagen del aborigen que retrocede espantado cuando aquél acciona un encendedor de gas. Sin embargo, esa interpretación paternalista, la verdaderamente profana, ignorante y rústica, no es, por fortuna, la única posible: tomemos la Tercera Ley de Clarke de manera literal y pongamos el acento, por una vez, en “suficientemente avanzada”, es decir, en una tecnología que por fin se da cuenta de que su raison d’être no es dominar el mundo sino colaborar con él, de manera orgánica y homeostática, en todo su irreductible misterio.


Cada vez que uso una computadora siento volver por sí misma la idea de magia. Cuando menciono esta sensación a algún amigo experto en cibernética, veo dibujarse una sonrisa en su rostro. Para él, el mundo de las computadoras es pura ciencia; para mí, magia pura. Para él, lo que a mí me maravilla tiene una explicación general y miles, quizá millones de explicaciones particulares por cada fenómeno o “programa”. Para mí, esas explicaciones son tan deslumbrantes como parciales; hay “algo más” que no consigo hacerle aceptar aunque él mismo acepte ciertas áreas en que las definiciones y explicaciones flaquean, esos márgenes de incertidumbre en donde los programas hacen cosas que no tendrían por qué hacer, o en que parecen desbordar sus instrucciones básicas. Esa parte incomoda a mi amigo en cuestión, porque siente que ahí pierde el control objetivo sobre su materia de estudio, pero a mí no sólo no me incomodan sino que forman parte del arrobo, de la maravilla que implica observar la magia manifestándose.


Porque la maravilla no sucede “afuera”; cuando hay asombro verdadero, arrobo, fascinación, es porque lo exterior se identifica con lo interior. De otra forma no podría ser reconocido. La reacción corporal conocida como “carne de gallina” es un signo de ese contacto de lo de afuera con lo de adentro. Si el mundo cibernético “exterior” me maravilla, es porque me hace descubrir un mundo cibernético “interior”. No quiero decir que yo también tenga programas o megabytes, sino que esas posibilidades de la máquina actúan como espejo, y me hacen descubrir análogas posibilidades interiores. A fin de cuentas, la cibernética nació así, como un reflejo exterior de algo que estaba en la interioridad de los inventores.


He conocido también a personas que son capaces de contemplar el mundo cibernético como un punto medio entre magia y ciencia. Aunque suelen usar el polo “magia” más bien como una especie de excentricidad o extravagancia que adorna al polo “ciencia”, estas personas tienen la ventaja de al menos no necesitar la cancelación de un polo para que exista el otro: la idea de “magia” no los molesta, la dejan pasar. Con ello se ganan más ventajas que quienes ven a la cibernética como sólo ciencia, o como sólo magia. Pero a la vez esas personas tienen una desventaja: en ellas el polo “ciencia” apaga los fulgores del polo “magia”, y a la inversa. La convivencia de dos magnitudes que para la razón occidental son “excluyentes entre sí”, minimiza a ambas y dota al punto medio de una especie de “vaga conciliación”.


Es posible representar esto del siguiente modo: hay una línea horizontal que va del polo “ciencia” al polo “magia”; en esa línea, estas personas sitúan su punto medio. Sin embargo, podríamos imaginar que tal línea está localizada en una zona “baja”, por así llamarla. Ahora postulemos otra línea horizontal, paralela a la anterior y situada encima de ella, en la que los polos no sean tan excluyentes entre sí y en la que los respectivos fulgores de “ciencia” y “magia” no se apaguen tanto unos a otros. Esto casi invita a postular una tercera línea horizontal, paralela a las anteriores y situada en una “zona alta”, en la que ya no existe mutua exclusión: magia y ciencia no sólo ya no luchan sino se complementan, trabajan juntas y obtienen nuevos fulgores, nacidos precisamente de su interrelación, de su diálogo profundo.


En la primera línea, situada en la zona baja, hay contradicción; en la tercera línea, colocada en la zona alta, lo que hay es integración. La lucha de contrarios sólo existe en la zona baja. En la zona media los polos comienzan a dialogar. En la zona alta se integran sin diluirse (como indica la popular expresión “juntos pero no revueltos”) y comienzan a actuar juntos. Lo curioso es que algunos de los posibles actos de esta zona alta ya son visibles en ciertos momentos excepcionales; los conoce bien el partidario del polo “ciencia” por el grado de incomodidad que le suscitan; también los percibe el entusiasta del polo “magia” por el entusiasmo que le despiertan. Es decir que el modelo de las tres líneas paralelas, aunque precario, no es tan “ilusorio” como podría pensar el científico, ni tan difícil de lograr, como lamentaría el mago. Quizá no se trate más que de un reacomodo corporal, un dejar de estar agachado (zona baja) y erguirse poco a poco (zona media) hasta volver a estar de pie (zona alta). Porque cómo evitar la sensación de que la lucha de contrarios y toda la dialéctica sólo suceden cuando el cuerpo está doblado, oprimido bajo un peso. Y no se trata del superhombre nietzscheano, el individuo que se distingue de la masa, sino del conglomerado mismo, del cuerpo general de la humanidad que se deshace de los pesos impuestos y se pone en pie, por fin, para contemplar las estrellas desde la altura que siempre tuvo.

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